A finales de República se produjo el advenimiento del Principado de la mano de Octavio, que reunió bajo su manto de princeps o primer ciudadano los poderes de autoritas (poder moral de elección y decisión), maiestas (surprema dignidad electiva) y potestas (poder político reconocido). El marco de las instituciones y magistraturas republicanas quedaban aparentemente salvaguardadas en una especie de protectorado que en la práctica era una especie de monarquía electiva pública o colegiada. No obstante ese protectorado fue convirtiéndose progresivamente en una autocracia.
El Principado nació debido a la acumulación de cargos públicos que llegó a ostentar el joven Octavio, heredero legal de Julio César, que dispuso de esos mismos cargos que le llevaron a ser asesinado ante el miedo de varios senadores de que pudiera proclamarse rey. Entre ellos destacarían el de “princeps senatus”, cónsul y tribuno de la plebe. El primero le daba inmunidad tribunicia y derecho a veto en el Senado, el segundo le daba el poder efectivo sobre la ciudad de Roma, el poder militar supremo y la capacidad de promulgar leyes. El tercero le convertía de facto en el “primer hombre de Roma”, es decir, la cabeza del Estado.
Ante la experiencia del asesinato de César, Octavio incorporó a su nombre el título de Augusto para evidenciar que no tenía intención de ser rey pero si de ejercer una autocracia. A partir de ese momento se produjo una sucesión de gobernantes que ostentarían los títulos de Imperator Caesar Augustus, pudiéndose dar todos en una misma persona o bien alguno de ellos.
El Principado nació en un período que cerraba la inestabile república tras varias guerras civiles. Con la victoria de Octavio sobre Marco Antonio en Actium en el año 31 a.C. la idiosincrasia republicana quedó salvaguardada y emperador y Senado se repartieron el poder efectivo sobre el Estado. No obstante, la figura del emperador quedó muy por encima de la del Senado, pues el emperador podía vetar directamente las decisiones a éste. A medida que pasaba el tiempo la figura del emperador fue ganando potestad militar, social y religiosa, especialmente en el siglo III d.C. con la Anarquía Militar (235-284 d.C.).
Durante 50 años una importante crisis en el siglo III d.C. a todos los niveles. Se dieron insurrecciones, guerras civiles, usurpaciones y crisis económicas, además de derrotas del ejército imperial frente a persas y godos. En ese contexto se produjeron sustanciales cambios para paliar el ruinoso estado que presentaba el ya caduco modelo imperial del Principado.
Entre los cambios que se adaptaron destacaron la reorganización militar y provincial, la exclusión del orden senatorial respecto a la milicia, el ascenso del orden ecuestre, la separación de la administración civil de la militar y una mayor autocracia por parte del emperador. Mientras el término de “dominus” (“señor”) fue tomado como servil en el Alto Imperio, pues era una palabra común por la que el esclavo o el siervo llamaba a su amo o señor, a partir del gobierno de Aureliano (270-275 d.C.) empezó a usarse (Deus et Dominus Natus).
Diocleciano impulsó un nuevo sistema de gobierno imperial: la Tetrarquía. Ésta se basaba en el mando conjunto de dos Augustos, auxiliados en el gobierno por otros dos Césares. Uno de esos Augustos era el Augustus Senior (el de mayor peso, que podía intervenir en el resto de territorios de creerlo oportuno), y su autoridad era mayor que la de los Césares (juniores). Éstos estarían llamados a sustituir con el tiempo a los anteriores Augustos en el gobierno del Imperio. Cada Augusto y cada César tenía un territorio y una capital para su gobierno autónomo, pero las leyes de los Augustos eran extensibles a todo el Imperio. Los Augustos legislaban mientras que los emperadores menores o Césares disponían del poder ejecutivo. Normalmente el Augusto Senior se asentó en Oriente, el territorio más rico y estratégico de todos. La capitalidad imperial también varió. Roma dejaba paso como sede imperial a Nicomedia y Tesalónica (después Antioquía y, sobre todo, Constantinopla) en Oriente mientras que en Occidente Mediolanum (Milán) y Tréveris (también Eboracum y después Rávena) se convirtieron en las sedes imperiales. A pesar de que cada emperador gobernaba sus territorio como un estado semi-independiente todas las leyes y decretos estaban firmados por los 2 Augustos y sus césares juniores, lo que daba una apariencia de unidad inequívoca.
Entre los cambios más importantes respecto a la mentalidad entre el Alto Imperio y su Principado y el Bajo Imperio y el Dominado estaba el hecho y la percepción religiosa. Los Augustos eran considerados hijos de los dioses, y los Césares hijos adoptivos de los Augustos, por lo que quedaban vinculados tanto al poder como a la divinidad. En ese contexto se produce la irrupción del Cristianismo, una de tantas religiones mistéricas orientales que coexistían en el Imperio. Pero los cristianos se negaban a adorar al emperador como divinidad. Eso dio como resultado las persecuciones religiosas por parte de Estado más cruentas hasta la fecha. El efecto de éstas no fue el deseado y el Cristianismo fue finalmente tolerado tanto en Oriente (Edicto de Tolerancia de Nicomedia por Galerio en el 311) como en Occidente (Edicto de Tolerancia de Milán por Constantino y Licinio en 313). Una nueva era estaba a punto de abrirse paso.
Entre los cambios más importantes que trajo el Dominado estaría el poder absoluto del emperador (Dominus), que heredó muchas costumbres de las monarquías orientales, como la persa. Entre ellas destacaría el uso de la púrpura en la vestimenta, el uso de la diadema o tiara en la cabeza en vez de la corona de laurel, y la costumbre de la “adoratio” (más tarde conocida como “proskinesis” en Bizancio), el hecho de que los súbditos se postrasen ante los gobernantes, que fueron cada vez más inaccesibles para el resto de la sociedad y se hacían rodear de una Corte cada vez más numerosa.
Todos esos símbolos venían a ensalzar el carácter divino del gobernante en vida. En el Alto Imperio, por el contrario, algunos emperadores fallecidos fueron adorados como divus pero no todos. En Oriente si que fueron adorados como dioses en vida ya desde el comienzo de la época imperial, lo que jugó un papel importante a la hora del cambio al Dominado, ya que en Oriente fue algo natural desde siempre. A eso se le suma el hecho de que desde Aureliano (270-275 d.C.) el panteísmo tradicional romano había sido sustituido por la adoración imperial estatal a un dios supremo: el Sol Invictus. Eso fue aprovechado después por Constantino I para poner finalmente al dios cristiano en el centro en sustitución de esa divinidad. La transición mental había sido ya realizada en ese sentido.
Con el Edicto de Tesalónica del 380, los Decretos Teodosianos de 391-392 y la batalla del río frígido en el 394 d.C. el Cristianismo niceano se impuso como religión oficial y única del Imperio Romano. Tanto es así que la Administración civil estuvo unida a la organización religiosa. El Imperio dispuso de 5 patriarcados: Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén. Cada ciudad romana tenía su obispo y cada provincia en su respectiva diócesis tenía su metropolitano. Fue tal la pujanza del Cristianismo que tras la masacre de Tesalónica Ambrosio de Milán excomulgó al emperador Teodosio I en el año 390 d.C. y éste tuvo que realizar penitencia pública durante meses. Poco después, con el Imperio romano dividido en dos estados independientes desde el año 395 d.C., el emperador Leon I (457-474 d.C.) fue el primer emperador en ser coronado por un patriarca en Constantinopla. Antes de ésto todos los emperadores habían sido elevados sobre un escudo, aclamados por el ejército, el pueblo y el Senado. A partir de ese momento hasta 1453 todos los emperadores romanos serían coronados por un patriarca, teniendo así un carácter religioso, designados por Dios para gobernar en su nombre en la Tierra siendo sus representantes y vicarios. El emperador en Oriente era la principal figura religiosa y estaba por encima de los patriarcas. Enfrentarse el emperador era enfrentarse a Dios, pues actuaba en su nombre y guiado por él. El hecho de tirar sus monedas de oro (solidus, nomismas o después el hyperpyron) o plata (millarision) al suelo era una ofensa directa a su persona y a su misión. Sólo el emperador y su familia podían vestir con el color púrpura y sólo el primero podía usar calzado de ese color (kampagia). Muchos nacimientos imperiales tenían lugar en el Gran Palacio en una habitación llamada Porphyra. Los allí nacidos eran llamados “Porphyrogennetos” (“Nacidos en la púrpura”), lo que les daba la legalidad para ser pretendientes y futuros herederos al trono imperial. Los emperadores de Oriente, además, gozaron de un protocolo de actuación diario único: su forma de moverse, su recorrido en el Palacio, en las calles e iglesias, sus gestos, su corte y ayudantes que cumplían escrupulosamente con toda la pompa que el protocolo imperial exigía.
Como representante de Dios en la Tierra la imagen del emperador debía ser perfecta. Por ello, uno de los peores castigos en Bizancio era mutilar al gobernante (una especie de Damnatio Memoriae en vida), cortándole la nariz o una mano, pues eso le incapacitaba para gobernar. Si bien el emperador tenía un poder absoluto no podía ser nunca un tirano, pues disponía de una responsabilidad divina y si bien él era la personificación de la ley también estaba sujeto a la ley que asegurase la piedad. La sucesión en principio no era dinástica, se hacía por proclamación por parte del ejército, por elección del Senado (Synkletos) o por presión popular. El aspecto no hereditario de la sucesión enraizaba en la ideología republicana de la antigua Roma pero la asociación al trono ya fue una realidad en el siglo IX. Al principio un elemento importante fue el éxito militar del pretendiente lo que hizo girar la balanza y lo legitimizaba. El heredero de este emperador debía ser designado coemperador en vida del títular para asegurar una transmisión de poder no traumática, aunque alimentasen igualmente las usurpaciones. Hasta el siglo VII d.C. el ejército proporcionó el mayor número de emperadores, seguidos por las familias imperiales, mientras que la burocracia civil sólo fue capaz de establecer a un emperador en el trono (Anastasio I en el año 491 d.C.). La elección dejaba pasó ya desde el siglo IX a la sucesión hereditaria. Del año 610 al año 1204 treinta y dos coemperadores designados vistieron la púrpura imperial, y de ellos, veinticinco fueron de ascendencia familiar imperial y otros seis fueron cooptados por las familias imperiales. En ese período la alta burocracia estatal y los círculos palaciegos se impusieron al ejército a la hora de establecer a uno de sus miembros al timón del Estado. A partir del siglo XIII el funcionariado civil no dio un sólo emperador y en los últimos 200 años del Imperio sólo la familia Dukas y, sobre todo, los Paleólogo gobernaron el Imperio.
Los emperadores romanos, ya fuesen de Occidente o de Oriente, tuvieron la potestad de asignar directamente a un cónsul, cuyo papel se fue haciendo cada vez más honorífico. Incluso, en alguna ocasión, uno de lo dos emperadores dejaba al otro asignar a los dos cónsules de cada una de las dos partes del Imperio. Cuando el Imperio Romano de Occidente se disolvió en el año 476 d.C. todas las insignias imperiales por orden del Senado romano fueron llevadas ante el emperador romano de Oriente que las aceptó. Legalmente sólo hubo un emperador romano desde entonces, que gobernaría la parte oriental de forma directa usando a los federados germanos para gobernar en su nombre en Occidente (hasta la Renovatio Imperii de Justiniano I).
Contrariamente a lo que generalmente se piensa, el Imperio Romano de Oriente no sufrió la famosa grequización con Heraclio y éste no suprimió ningún título imperial ni creó el sistema provincial de temas. Éstas existieron ya con Mauricio Tiberio (582-602 d.C.) y no eran otra cosa que el intento de militarización (dando tierras a los soldados para su defensa) de los territorios amenazados en todas direcciones frente a persas, ávaros, eslavos, búlgaros, lombardos y árabes para poder, literalmente, sobrevivir.
En Oriente desde el siglo II d.C. y más acusadamente a partir del siglo III d.C. las inscripciones públicas, hitos, monedas provinciales, columnas conmemorativas, pontazgos y demás fueron escritas en griego mayormente. El bilingüismo (latín y griego) fue una realidad en el territorio romano desde el Alto Imperio. Mientras que en Occidente se hablaba y se escribía en latín, en la parte oriental se hablaba más en griego. Si bien el idioma administrativo fue al principio el latín eso fue cambiando progresivamente. Ya en el siglo IV el griego tuvo la misma importancia y uso administrativo que el latín en Oriente y para el siglo V y VI el griego era bastante más utilizado que el latín.
Durante el Alto Imperio los habitantes orientales del Imperio (sobre todo los helenos) al Augusto lo llamaron “Augoustos”. Hubo emperadores como Otón que grequizaron su título de Imperator (IMP) por el de Autokrator (AYTOK) en muchas monedas. Desde el gobierno de Aureliano (270-275 d.C.) y Diocleciano (284-303 d.C.) la intitulación de Imperator en las monedas fue decayendo y en su lugar empezó a ser usado el “Dominus”: Dominus Noster o Dominus Nostri. Si nos fijamos en cualquier moneda de Heraclio (610-641 d.C.) nos daremos cuenta de varias cosas. Una de ellas sería el numeral del valor monetario heleno, que ya había hecho acto de presencia indefinidamente con el emperador Anastasio (491-518 d.C.). Otra característica que veríamos es que muchas monedas de este emperador aún estaban escritas en latín y, sobre todo, nos daremos cuenta que dicho emperador siguió usando los títulos imperiales propios del Bajo Imperio y del Dominado.
Las monedas provinciales para la mitad del Imperio Romano, la parte oriental grecoparlante (toda la zona de la actual Grecia, Macedonia, Tracia, Siria, Egipto, etc) estuvieron escritas en griego. No en el año 395, ni en el año 610 d. C. o en el año 1000, sino en toda la línea imperial desde el siglo I en adelante. Al principio los romanos sólo pusieron alguna alegoría mitológica o propia de las ciudades en la parte del reverso pero para el siglo II y sobre todo el III d.C. las inscripciones de las efigies principales ya están en griego en su totalidad. Antes del nacimiento de Constantinopla, de la partición del Imperio, o del gobierno de Heraclio . Sin duda, el tema de este último emperador es una de las grandes falacias de siempre. Los romanos orientales siguieron usando los títulos imperiales indiscriminadamente. La palabra «emperador» oriental (ese grequizado Augoustos) con el tiempo sería «Autokrator» (que sustituyó a la forma latina de «Imperator») no «Basileus”.
El “Basileus” vendría a ser Majestad, Señor o gobernante. En Oriente «Imperator» tuvo en la palabra «Autokrator» su sinónimo (título que ya existe en monedas orientales del siglo III d.C., incluso el emperador del siglo I d.C. Otón, como ya hemos dicho, se intituló en Oriente como Autokrator, con la abreviatura de «AYTOK»). La palabra rey era “rigas” o “rex”, no “basileus” (diferente del “vasileos” heleno en referencia a reyezuelo). El título de “Caesar” tampoco se abandonó nunca, y ya desde el siglo IV se denominaba en Oriente como “Kaisar”, título que duró hasta 1453, siendo al final el cuarto en importancia detrás del de “Basileus” (gobernante o Señor), “Autokrator” (emperador) y “Sebastokrator” (Suprema Majestad). Ese título de “Kaisar” venía de forma directa del “Caesar” del Dominado, aquel emperador subalterno, menor, con poder ejecutivo pero sin poder legislar y sin derecho a la salutatio imperial. En Bizancio ese título también fue usado para los coemperadores asociados al trono (para heredar el título imperial supremo sin que la institución imperial diese nociones de ser una monarquía en lo teórico), príncipes, líderes aliados o generales victoriosos como premio honorífico. Sin embargo, pese a no ser el máximo título imperial el título de Kaisar si fue muy importante popularmente para identificar al gobernante como atestiguan los propios romanos orientales en sus escritos, rusos o castellanos que visitaron la capital a lo largo de los siglos. Los rusos llamaron “Tsargrad” a Constantinopla (la Ciudad del César). Y en la visita a la capital imperial del castellano Ruy González de Clavijo en 1403 al emperador Manuel II Paléologo (1391-1425) lo llamaban los propios romanos “Kaisar Manolis”, y Ruy lo transcribe en su obra “Embajada a Tamorlán” como “Charmanoli”, que era como le sonaba a él el nombre cuando era mencionado. Era llamado popularmente Kaisar en vez de Basileus o Autokrator. El prestigio de ese nombre era reconocido por todos aunque en esa época fuese un título imperial menor en realidad.
En el Imperio romano de Oriente no sólo no se renunció a los títulos imperiales en el siglo VII d.C., sino que a partir de entonces se crearon nuevos. Por ejemplo, el femenino de Caesar en griego, que fue el de “Kaisarissa” o el femenino de Basileus, que fue “Basilissa”. También mezclaron algunos existentes como el de “Sebastos” (Augoustos) y “Autokrator” (Imperator) para crear el de “Sebastrokrator” (Suprema Majestad o Hypersebastos). Hasta el siglo XI es muy frecuente ver en murales y mosaicos la palabra “Augoustos” y “Augousta” (usándose también el de “Sebastos” en este caso en particular). Por ejemplo, en la misma Hagia Sophia en la representación de Constantino IX Monómaco (1042-1055) y Zoe (1028-1050). La palabra “Basileus” y “Basilissa” hacen referencia a su título como gobernantes supremos, no reyes. Zoe, por su parte, tiene el título de “Augousta” escrito y Constantino IX el de “Autokrator”. Los romanos orientales jamás renunciaron a sus títulos imperales, al igual que no renunciaron a sus cargos administrativos (eparchos tes poleos=tribunus plebis, etc), originarios muchos de ellos del Estado bajoimperial romano. Más de mil años de Estado dan como resultado la evolución, no la desaparición ni mucho menos la autosupresión gratuita.
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