“Peleó, como Caballero. Escribió, como Docto. Vivió, como Héroe. Y murió, como Santo”
España, por su geografía, es un país que no ha sabido vivir ajeno a lo que el mar estaba dispuesto a ofrecerle, por lo que no es de extrañar que esta tierra haya gestado dentro de sus lindes tantos y tantísimos intrépidos marineros, grandes expertos del mar que no dudaron en poner su vida al servicio de su nación y la Corona, viejos lobos marinos que forjaron un Imperio y la hegemonía española sobre todos los mares de este mundo.
El mayor de todos los que esta tierra concibió, el marino perfecto sin lugar a dudas, tiene nombre y apellidos: Don Álvaro de Bazán, Marqués de Santa Cruz. Nació en tierra firme, en pleno diciembre granadino. Sin embargo, este hombre de origen vasco y navarro fue siempre un hombre de mar. Vencedor de los turcos en Lepanto y Albania, de los moros en Túnez, de los portugueses en Lisboa y de ingleses y franceses en las Terceiras.
Normalmente los seres humanos, limitados como somos, destacamos en alguna que otra cosa, en otro par nos logramos defender y en otras dos o tres dejamos bastante que desear. Lo sorprendente, y admirable, de Bazán no es simplemente su polivalencia, sino su excelencia en todo lo que toca, incluso en cosas que en principio podrían ser hasta contradictorias. Ha habido grandes generales y marinos que eran geniales estrategas, pero como tácticos dejaban bastante que desear. Y viceversa. O eran muy buenos logísticos; o magníficos utilizando determinadas unidades pero con alguna laguna en otras. Que un almirante de aquella época, y de cualquier otra, supiera ganar batallas con galeones era loable, pero que también las supiera ganar con galeras, un barco totalmente distinto utilizado en mares completamente diferentes, que supiera ganar a enemigos tan dispares es, cuanto menos, insólito.
Y por si fuera poco, sus mismos hombres lo adoraban, como bien demuestran los poemas y elogios que Lope de Vega y Miguel de Cervantes, los cuales sirvieron a sus órdenes, no dudaron en dedicarle. Todos conocemos a generales que, siendo un ejemplo de virtudes, no vacilaron en utilizar a sus soldados como carne de cañón. Bazán era buen jefe y buen asesor y no hesitó en demostrar su valor personal en todos aquellos combates que libró. También sabía realizar operaciones anfibias, tan distintas a las navales. Nada menos que Horacio Nelson, del que nadie puede dudar de su genialidad, fracasó estrepitosamente en todas aquellas acciones anfibias que intentó llevar a cabo. Con nuestro protagonista estas fueron coser y cantar. Y por si fuera poco todo esto, el mismo Don Álvaro de Bazán se preocupó del diseño y desarrollo de los buques de guerra españoles, los grandes galeones que dominarían los mares durante siglos, e implantó de forma oficiosa a la legendaria infantería de marina, la más antigua del mundo.
Pero volviendo a su biografía, Don Álvaro de Bazán nació en Granada un lejano 12 de diciembre de 1526 como hijo de otro prestigioso marino, Álvaro de Bazán “el Viejo”, que se encontraba en la corte granadina de Carlos I de España para recibir el cargo de General de Galeras de España. Y es que la saga de los Bazán, quienes servirían durante 200 años lealmente a la Armada Real española, bien merecería otro post aparte. Volviendo a la historia, nuestro Álvaro, gracias a la influencia de su padre, recibió el hábito de Santiago a los 2 años de edad y en 1535 Carlos V lo nombra Alcaide de Gibraltar. Pero su futuro no estaba en tierra.
Con 9 años corría por la cubierta de la nave capitana de su padre, conociendo la mar y aprendiendo el oficio. A pesar de esto su educación no fue descuidada. Sus padres se preocuparon de proporcionarle desde su más tierna infancia una instrucción humanística muy esmerada en lenguas, cultura y los viejos clásicos, haciéndole un hombre culto y despierto, tan diferente a la mayoría de la nobleza y el pueblo de la época. Tal vez de ahí le viene su gran estima por los hombres de arte y letras, a los que siempre protegió y de los que fue mecenas.
En 1544 participó en su primer combate, la batalla de Muros, donde la escuadra española infligió una rotunda derrota a la armada francesa, que se vio obligada a dejar a miles de hombres y barcos tras de sí. Tras la victoria, su padre le concedió el mando de la flota mientras él se dirigió a Santiago de Compostela en acción de gracias y después a Valladolid para informar de la victoria a la expectante Corte Real.
En 1554, ya con su propia armada y nombrado capitán general con tan solo 28 años, combatió a los franceses en el Atlántico y en 1556 a los ingleses, contando sus encuentros por victorias. Esta sería la tónica de toda su carrera. En mayo de 1562, ya como capitán general de 8 galeras y una fragata, se encargó de defender toda la costa desde el Estrecho de Gibraltar hasta San Vicente. Con sus galeras, en 1563 acudió en socorro de Orán y Mazalquivir contra los berberiscos y apresó 8 corsarios ingleses en Gibraltar. En 1564 participó en la conquista del Peñón de Vélez de la Gomera.
El Imperio otomano procuró devolver los golpes intentando tomar Malta, plaza fuerte mediterránea con un valor estratégico fundamental, puesto que su proximidad a Italia la convertía en una cabeza de puente perfecta para asaltar Europa. Pese a la resistencia heroica de la Orden de San Juan, Malta habría caído si no hubiera sido por el socorro de Bazán, quien siguió adelante con la empresa a pesar de la evidente reticencia de la mayor parte de la corte de Felipe II. En 1566 fue nombrado Capitán General de las Galeras de Nápoles y en 1569 Felipe II reconoce sus méritos concediéndole el título de marqués de Santa Cruz.
A partir de 1570 todos los acontecimientos parecían confluir en un choque definitivo entre las potencias cristianas y el Imperio otomano. La derrota del turco era fundamental para el Imperio español, pues el poder cada vez mayor de la Sublime Puerta en el norte de África representaba un serio peligro por cuanto hacía posible un desembarco otomano en la mismísima península Ibérica, ayudados por los moriscos hispanos. El enfrentamiento sólo tuvo visos de realidad cuando las tropas otomanas arrebataron Chipre a Venecia.
El 25 de mayo de 1571 se firman en Roma las capitulaciones de la II Santa Liga que unía al Imperio español, el Papado, la República de Venecia, el Gran Ducado de Toscana, la República de Génova y el Ducado de Saboya. Se nombraron tres comandantes en la flota cristiana. Como enviado papal Marco Antonio Colonna, por Venecia a Sebastián Veniero y por parte de España a Don Juan de Austria, quien ostentaba el mando supremo de toda la Santa Liga. Álvaro de Bazán y Guzmán se unió a ellos con las 30 galeras de la Escuadra de Nápoles.
Desde el principio mostró su valía con sus consejos, convirtiéndose pronto en uno de los más eficaces colaboradores de Don Juan, quien, a pesar de ser un magnífico general, dejaba bastante que desear como almirante de una flota de semejante calado. Sin embargo, el mayor mérito de Bazán fue previo al combate, al evitar que las rencillas que surgían entre los aliados diesen al traste con la empresa.
El 7 de octubre de 1571 tuvo lugar la batalla de Lepanto. Bazán fue responsable de buena parte del plan de batalla y se hizo cargo de la retaguardia cristiana con la genérica orden de actuar allí donde fuera más necesario. No defraudó. Don Álvaro tuvo hasta tres acciones que evitaron la derrota total de la escuadra cristiana. La primera fue el auxilio del ala izquierda tras un garrafal error del comandante encargado de ésta. En el centro de la batalla, por su parte, consiguió salvar la galera capitana de Don Juan de Austria de una emboscada turca y capturar, de paso, a la capitana otomana, deshaciendo por completo el centro turco. En el flanco derecho, tras uno de los habituales y garrafales errores de Juan Andrea Doria, la armada musulmana consiguió flanquear a la escuadra cristiana, pero Álvaro de Bazán en persona, con las galeras que le restaban, pudo salvar la situación obligando a los turcos a emprender la retirada.
Sin lugar a dudas, Álvaro de Bazán fue el hombre clave en la victoria de Lepanto, pues sus decisiones salvaron la batalla en tres momentos críticos donde todo parecía perdido, actuando siempre de forma correcta y maximizando los pocos recursos con los que contaba. En 1572 tuvo otra destacada actuación en Navarino, donde apresó al abordaje la galera capitana de Argel. En 1573 mandó la coalición que conquistó Túnez y en 1576 obtuvo la victoria en Trípoli, por la que es nombrado Capitán General de las Galeras de España.
Tuvo lugar entonces una de esas series de casualidades que cambian el destino de reinos enteros. En 1580 muere don Enrique I de Portugal sin descendencia alguna, dejando tras de sí un trono vacante y una multitud de pretendientes. Es en este momento cuando Felipe II de España, viendo llegada su oportunidad y la posibilidad de completar la unidad de la Península, se postuló como heredero merced al derecho por herencia de su madre, Isabel de Portugal. A este objetivo se oponía el portugués Antonio, prior de Crato, quien se postulaba a sí mismo como heredero con la ayuda de Inglaterra y Francia.
Tras una rápida campaña en la que apenas hay resistencia, todo el reino de Portugal acaba aceptando el nombramiento de Felipe como rey de Portugal menos una pequeña isla en el archipiélago de las islas Azores, la isla Terceira. Esta isla tenía un alto valor estratégico, pues por su posición, la más cercana a América desde el sur de Europa y justo en el camino del régimen de vientos que todos los buques españoles realizaban en la “Carrera de las Indias”, hacía indispensable asegurar la plaza para que esta no cayese en manos enemigas.
La escuadra comandada por Álvaro de Bazán partió de Lisboa para interceptar a otra escuadra francesa que se dirigía a conquistar la plaza en un intento de dañar fatalmente los intereses e ingresos de España. Don Álvaro tenía a su mando 25 naves de guerra con 4.500 soldados de infantería embarcada, mientras que los franceses, dirigidos por Felipe Strozzi, contaban con una flota de 60 galeones y 7.000 soldados.
Cuando se encontraron (26 de julio de 1582) la armada francesa tenía todo a su favor: el viento, el sol y la superioridad numérica, pero la moral de la flota no estaba en su mejor momento. En una maniobra arriesgada que le permitió ganar el barlovento y sorprender a los franceses, Álvaro de Bazán inició el ataque logrando al tiempo capturar la nave capitana en la que iba Felipe Strozzi, provocando que todas las naves francesas supervivientes iniciaran la huida.
La batalla de las Islas Terceiras terminó, pues, con victoria española. Los españoles habían tenido que llorar a 224 de los suyos y habían sufrido 533 heridos, mientras que las bajas francesas ascendieron hasta 1.500 muertos, perdiendo hasta 10 buques.
Esta batalla es una de las grandes desconocidas de la historia, lo que resulta sorprendente, y de las más importantes para España, no tanto por la enormidad de la victoria sino por lo que supuso y hubiera podido suponer. Antes del inglés, Francia era el mayor enemigo de los intereses españoles, incluso en la mar. Aunque durante 50 años las armas españolas habían conseguido arrollar a las francesas en tierra, el mar todavía era un terreno en disputa.
La victoria en las Islas Terceiras fue fundamental para España pues consiguió desarbolar a la armada francesa durante otros 50 años, eliminando a su, hasta entonces, principal competidor en el agua, permitiéndole conservar su hegemonía y afrontar con mayor seguridad los problemas que habrían de llegar (ingleses y holandeses). Por otra parte, si la flota española hubiera sido derrotada, los franceses habrían tenido un punto de partida óptimo para conseguir poner su pie en América, en Brasil, a la misma vez que herían de muerte a la economía y el reino español cerrando para siempre el famoso tornaviaje. Un Imperio que, tras la pérdida de buena parte de su flota y sin poder obtener tan fácilmente las riquezas de América, le hubiera sido muy difícil conseguir recuperarse del golpe.
Pero los franceses no habían sido los únicos que habían intentado meter mano al tesoro español. Los ingleses financiaron y apoyaron en parte a la escuadra y las pretensiones del prior de Crato. Por otra parte, los ataques de corsarios, como Francis Drake, no paraban de aumentar en las costas españolas. Por si fuera poco, tras la toma de Amberes por parte de Alejandro Farnesio, toda la fachada atlántica hasta Dinamarca podría convertirse hostil para Inglaterra, por lo que ésta envió más ayuda a los rebeldes en los Países Bajos y dio comienzo a la guerra Anglo-española.
Ante la hostilidad inglesa, en enero de 1586 Felipe II encargó a Bazán preparar una escuadra para proteger la costa norte e invadir Inglaterra. Sin embargo, en vez de tomar el plan diseñado por Bazán impuso otro diferente. Los problemas de la que sería la «Grande y Felicísima Armada», renombrada con sorna como “Armada Invencible” por los ingleses y tan fácilmente asimilado por nosotros, no habían hecho más que comenzar.
Don Álvaro de Bazán, en lo que serían los últimos años de su vida, se dedicaría en cuerpo y alma al trabajo de formar una escuadra capaz de realizar la tarea encomendada. Sin embargo, la incursión de Drake en Cádiz y otros contratiempos retrasaron su finalización. Felipe II terminó impacientándose ante la tardanza y acabó descargando la culpa sobre Bazán. Las intrigas y envidias de la corte ante un hombre siempre leal y tan insuperable habían convencido al rey de que el marino estaba retrasando injustificadamente el momento de hacerse a la mar.
Felipe II, que era un hombre con grandísimas virtudes y uno de los mejores reyes de nuestro país, trabajador, responsable y culto, tenía también un pequeño gran defecto que se demuestra con Don Álvaro y con tantos otros. Felipe II tenía un cierto complejo. Era un hombre de despacho, no de batallas como su padre. Siempre a la sombra de un rey caballeresco como Carlos V, su personalidad acabó resintiéndose. Curiosamente Felipe II era terriblemente duro y exigente con sus mejores hombres, sus mejores generales y almirantes, mientras era tremendamente tolerante y disculpaba todos los desastres y equivocaciones de otros jefes. Posiblemente no podía soportar ver el éxito de otras personas en un campo que le era tan extraño, pero tan anhelado, como el campo de batalla. Sólo hay que ver cómo Andrea Doria, un hombre que no paró de meter la pata durante toda su carrera, fue colmado de recompensas. A la inversa que Álvaro de Bazán. El mayor ejemplo de esto es que el hombre que acabó comandando la invasión a Inglaterra era un incompetente que ya había fracasado en la defensa de Cádiz, Medina Sidonia.
Las desavenencias entre el rey y el almirante continuaron hasta que el 4 de febrero de 1588 fue cesado de su mando de la armada, recibiendo la noticia en su lecho de muerte, ya que cinco días más tarde, el 9 de febrero de 1588, fallecía en Lisboa. Con su muerte, Bazán pasaría a formar parte de la larga lista de hombres y mujeres que tanto dieron por España y que tantas penurias recibieron a cambio.
Y es que, nuestro mejor Almirante, tras casi 50 años de leal servicio a España, murió en su cama invicto, dejando tras de sí las lágrimas de sus hombres, a los que tanto cuidó y que tanto le quisieron. Pocos pueden presumir de invictos, muchos menos los que lo consiguieron durante tanto tiempo y prácticamente nadie que pudiera vanagloriarse de haber librado, y vencido, batallas tan trascendentales y en tan diversas lides. Como bien escribiría Miguel de Cervantes, quien le sirvió en la empresa de Lepanto: “Tómola la capitana de Nápoles, llamada La Loba, regida por aquel rayo de la guerra, por el padre de los soldados, por aquel venturoso y jamás vencido capitán don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz.”.
Sin embargo, sería otro de sus hombres, otro genio de las artes y letras españolas, el gran Lope de Vega, quien más se dedicó a cantar su valor, sus méritos y sus victorias.
“Esta pirámide encierra, entre jarcias y fanales, o con mil victorias navales de Francia y de Inglaterra, aquel Bazán rey del mar, que sobre sus olas su cruz y las españolas hizo adorar y temblar.”
Lope de Vega, con su sublime pluma, fue quien mejor sintetizó la vida y hazañas de uno de nuestros mejores hombres, uno más de tantos aquellos que han sido olvidados… tal vez el más injustamente relegado.
“El fiero turco en Lepanto, en la Terceira el francés, y en todo mar el inglés, tuvieron, de verme, espanto. Rey servido y patria honrada dirán mejor quien he sido, por la cruz de mi apellido y con la cruz de mi espada”
Bibliografía
Álvaro de Bazán, Capitán del Mar Océano. Agustín Ramón Rodríguez González.
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