La Segunda Guerra Púnica era el objetivo buscado tanto por los halcones romanos, que se habían hecho en aquel momento con el poder, como por el último de los Barca, Aníbal, que, tuerto como era, no podía ver a Roma ni por el ojo sano. La campaña se desarrolló en dos escenarios: mientras Aníbal, con un ejército en el que militaban muchos mercenarios hispanos, atravesaba los Pirineos y los Alpes en una jugada maestra para atacar Roma desde el norte evitando el mar, un ejército de ciudadanos romanos cortaba la vía de los suministros que desde Hispania llegaban a Aníbal. En el frente italiano cabe destacar las sucesivas victorias frente a ejércitos superiores en número del general cartaginés hasta llegar a Cannas, la batalla más brillante de todos los tiempos y estudiada aún hoy en las academias militares de todo el globo. Sólo así se puede entender el genio militar que era Aníbal.
Tras muchos años de guerra empantanada, la llegada de Escipión el Africano al frente hispano decantó la balanza hacia el lado romano. Con su genio y carisma condujo a las legiones por toda la península hasta someter Cartagena y Cádiz, los últimos reductos del poderío cartaginés. El desplome del frente peninsular influyó de manera decisiva en la vertiginosa sucesión de acontecimientos que llevarían finalmente a la derrota, una vez más, de Cartago y su mayor general, Aníbal Barca.
Los vencedores impusieron a Cartago una rendición tan onerosa como para asegurarse que nunca más podría levantarse de la miseria. No obstante, 50 años después, cuando los romanos observaron cómo su eterno rival parecía estar recuperándose, incendiaron la ciudad durante 17 días y sembraron los campos de sal tras demoler todo rastro de las ruinas de la vieja ciudad. Como escribiría Tácito “es propio de la naturaleza humana odiar al que se ha ofendido”.
Terminada la guerra, los romanos se vieron en la disyuntiva de devolver la tierra a sus naturales o quedarse ellos mismos con todas las riquezas. La decisión era clara en el papel, pero claro, no sabían dónde se estaban metiendo. Si la Galia, con todas sus irreductibles aldeas y sus Astérix y Obélix fue conquistada por Julio César en apenas 9 años, para España los romanos necesitarían unos 200. Y es que en España nunca hubo patria sino jefes; uno en cada pueblo. Y claro, había que ir pasando a saludar a cada uno de ellos con la consiguiente molestia de los romanos que no podían más que observar impotentes cómo la caída de uno de ellos no repercutía en nada en las hostiles relaciones de los adyacentes. Esto, incluso para gente tan organizada como los romanos, lleva su tiempo.
Para la primera división administrativa peninsular el Senado romano no se tomó muchas molestias ni le dio muchas vueltas. Se notaba que eran sus primeras conquistas allende la bota. Dividieron la península en dos y la denominaron “la de acá” y “la de allá” (Citerior y Ulterior). En las sucesivas guerras de conquista del resto de la tierra, los gobernadores y generales romanos no dudaron en aplicar barbaridades a diestro y siniestro. Algunos pretores como Galba y algunos otros, eran especialistas en engañar a las tribus con pactos que luego no cumplían ni de lejos. Ese tal Galba llegó a prometer repartir tierras a ciertas tribus lusitanas si deponían las armas. Cuando obedecieron no dudó en pasar a cuchillo desde el más joven hasta al más viejo, pasando por hombres y mujeres. Eso sí que era igualdad.
El método, aunque efectivo, no acabó por satisfacer a todos. A Indíbil, Mandonio y al mayor altibajo de la conquista romana, Viriato (superviviente de Galba) les dio por manifestarse y casi estuvieron a punto de echar al mar a las terribles legiones romanas. El problema es que, al igual que a esta tierra nunca le han faltado los actos de valor, coraje (y locura), tampoco ha ido escasa de envidiosos y traidores. Normalmente estos jefes eran asesinados por sus propios capitanes después de que la misma Roma los sobornara por sus servicios. Por suerte o por desgracia, la fortuna de estos hombres no solía ser muy halagüeña pues, como sabemos desde entonces “Roma no paga traidores”.
Las gentes de Viriato, que seguían desencantadas con la hospitalidad romana, resistieron numantinamente en una plaza llamada Numancia, que aguantó durante 10 años el asedio romano hasta que el nieto del primer Escipión acabó tomándola. Tras esto, a excepción de la frontera norte, siguieron años de tranquilidad turbada sólo por las luchas civiles de los propios romanos, sertorianas y pompeyanas. En la primera el Senado, recurriendo al método habitual, la lealtad no era la virtud local más extendida, consiguieron que Sertorio se cayese en una espada, en concreto la de su lugarteniente. Lo mejor de todo esto fue que Roma consiguió acabar con las continuas guerras civiles celtíberas, pues los romanos tenían el buen hábito de engañar, exterminar, crucificar y esclavizar de forma equitativa tanto a unos como a otros. Aun así, en cuanto se presentaba la ocasión, como la guerra civil entre Julio Cesar y Pompeyo, los hispanos tomaron rápidamente partido por uno u otro. Cualquier pretexto era suficiente para quemar la cosecha o visitar a las féminas del vecino cuando se sentía envidia por cualquier tipo de privilegio diferenciador, fuera éste real o imaginado.