Sin lugar a dudas, cualquier persona de este mundo ha oído hablar alguna vez de la selva amazónica. Este ecosistema tropical se encuentra al norte de América del Sur, y es una de las ecorregiones con mayor biodiversidad del planeta Tierra.
Su extensión alcanza los siete millones de kilómetros cuadrados, y su masa forestal ocupa nueve países diferentes: Venezuela, Colombia, Brasil, Surinam, Guyana, Guayana Francesa, Bolivia, Ecuador y Perú.
Esta jungla, desarrollada alrededor del tan caudaloso como largo río Amazonas y de toda su cuenca fluvial, fue declarada durante el año 2011 como una de las siete maravillas naturales del mundo.
Generalmente, se agrupan en etnias o troncos lingüísticos comunes, y muchos de sus integrantes abandonan cada año las frondas de la jungla para vivir en los pueblos y ciudades que poco a poco van surgiendo en los límites de la selva.
Aguarunas, cocamas, nahuas y un sinfín de pueblos indígenas colman y abarrotan estas fértiles tierras con su presencia. Han sido capaces de adaptarse a las inclemencias de la vida en la selva y a convivir con la naturaleza que los rodea: cazan para sobrevivir (con armas rudimentarias como arcos y flechas o cerbatanas con dardos venenosos) y navegan por los ríos y sus afluentes mediante viejas pero útiles canoas de madera.
La dureza del entorno requiere de sociedades fuertes y difíciles de doblegar. Tienen que lidiar a diario con las picaduras de animales ponzoñosos (ranas tóxicas, serpientes, insectos o arácnidos), con el hambre, el frío, las lluvias y el peligro constante de amenazas como los tapires o los jaguares.
Y además, actualmente han tenido que añadir un nuevo enemigo a esa lista de por sí ya lo suficientemente larga y amenazadora: el hombre. El peligro humano ya no lo suponen tanto otras tribus, sino más bien cazadores furtivos, explotadores, expoliadores, buscavidas y aventureros criminales que viajan a esta zona buscando enriquecerse a costa de pisotear y esclavizar a la población local.
Como consecuencia de ello, las tribus amazónicas han ido viendo cómo su mermada presencia decaía cada vez más, entre los que huían fuera de la selva y los que morían a causa directa o indirecta de estos nuevos e indeseables elementos (asesinatos o talas masivas de árboles por parte de las compañías y empresas madereras, por ejemplo).
Pero hay un pueblo indígena mucho más famoso y conocido repartido alrededor de la selva amazónica que ocupa las fronteras entre Ecuador y Perú. Con una población total de más de cien mil individuos, su historia ha traspasado el mito que tantas películas y libros nos han intentado inculcar: son los llamados shuar, también conocidos popularmente como jíbaros (término que ellos consideran despectivo).
Fueron descubiertos y nombrados así por los conquistadores españoles y criollos que se atrevieron a adentrarse en la jungla durante el siglo XVI. No obstante, ni el imperio inca ni el español consiguieron nunca dominar este abrupto territorio, y sus torpes y simultáneos intentos de conquista fueron violentamente rechazados en 1490 y en 1549, respectivamente.
Sus creencias religiosas son fundamentalmente espiritistas y animistas, pero hace ya algún tiempo que la mayoría de los shuar abandonaron esta mitología pagana y se acogieron al catolicismo (inculcado por misioneros cristianos y a menudo recurriendo a la fuerza bruta), aunque en sus particulares rezos y ritos monoteístas se advierte una importante presencia de elementos indígenas: una síntesis entre la Biblia y sus dioses amazónicos.
Aunque, si algo ha contribuido a hacer que los shuar sean el pueblo más conocido y temido de la selva amazónica, es el hecho de que una de sus más macabras costumbres ha sido siempre la tradicional reducción de cabezas.
¿A quién se le aplicaba este siniestro castigo? ¿Cómo se hacía? ¿Para qué? ¿Lo siguen practicando en la actualidad?
Este ritual consistía básicamente en reducir las cabezas humanas hasta que alcanzaran el tamaño aproximado de una naranja. Posteriormente se momificaban y eran conservadas como trofeos de guerra o talismanes en poder de los líderes tribales.
Pero la reducción de cabezas también tiene un fuerte significado religioso para los shuar. Sus creencias primitivas englobaban la existencia de tres tipos de espíritus diferentes: el Wakani (parte del alma que sale del cuerpo tras su muerte y sobrevive), el Arutam (parte protectora que defiende al cuerpo de las agresiones físicas externas) y el Mésak (un espíritu cruel y vengativo que se activaba cuando la persona portadora del Arutam era asesinada violentamente).
Así, y de acuerdo con estos preceptos, la práctica de reducir cabezas se empleaba para bloquear los poderes del Mésak del guerrero muerto en la batalla. Los shuar creían que haciendo esto se doblegaba al Mésak para evitar su maldición y obtenían su obediencia y voluntad.
Además, las cabezas reducidas de la tribu (o tzantzas, como se dice en su lengua autóctona) podían servir como instrumento intimidante para acobardar a sus enemigos antes del combate, o como trofeo para ser exhibido orgullosamente por su portador.
Para elaborarla, era costumbre que se utilizaran las cabezas cortadas de los líderes guerreros derrotados pertenecientes a otras tribus, y el procedimiento lo realizaba su asesino personalmente. También era costumbre reducir la cabeza de cualquier soldado capturado ajeno a los shuar, y si la cabeza pertenecía a otro líder tribal o militar, el encargado de reducirla era el jefe de los jíbaros, independientemente de quién la hubiera cortado o asesinado a su dueño.
Las instrucciones para reducir una cabeza eran macabras y complejas: en primer lugar debían cortarlas, despellejarlas y eliminar de ellas las partes blandas del cuerpo.
A continuación, las hervían en un cuenco con agua durante aproximadamente media hora. También era costumbre que añadieran una gran variedad de hierbas en la olla, como el jugo de una liana llamada Banisteriopsis Inebrians, también conocida popularmente como ayahuasca (una droga alucinógena y psicotrópica con propiedades enteógenas que los adultos shuar acostumbraban a tomar durante las fiestas, celebraciones y ritos religiosos).
El objetivo de estas «infusiones» era evitar la caída del cabello, las pestañas y las cejas de la cara, para que la cabeza conservara todo su pelo.
Con la piel ya reducida aproximadamente a un tercio de su tamaño original, los shuar procedían a moldear su forma con piedras o arena caliente. Aplicándole calor y rellenando los huecos del cráneo, la cabeza disminuía a su vez hasta a una quinta parte de su volumen inicial.
Para finalizar, cosían los párpados, los orificios de la nariz y la boca con hilo de bramante o cualquier otro tipo de tejido, para evitar que el espíritu Mésak escapara por alguno de los agujeros. Curiosamente, las orejas solían taparse con cera o cualquier otro material maleable en lugar de coserse.
También era frecuente frotar la piel contra el suelo o ceniza para oscurecer su tono, y decorar la cabeza con elementos votivos, pinturas, plumas, caparazones, conchas u otros objetos.
Como último paso, solían agujerear transversalmente el hueso temporal del cráneo para hacer pasar una cuerda entre ellos y convertir la cabeza en un siniestro colgante.
Tras la realización de la ceremonia de reducción de cabezas, era habitual que la tribu entera celebrara una fiesta durante varios días.
Por otra parte, no era para nada habitual que los shuar conservaran las cabezas reducidas durante mucho tiempo: una vez que consideraban que habían perdido su poder espiritual, se deshacían de ellas.
Un símbolo de la pérdida de fuerza del talismán era, por ejemplo, una sucesión de malas cosechas o una flagrante disminución del rendimiento de fertilidad de las mujeres de la tribu.
Es bastante habitual encontrar tzantzas en museos arqueológicos o etnográficos de América o Europa, pero sobre todo existe un importante tráfico de ellas en el mercado negro, ya que se trata de un producto raro, exótico y morboso cuya comercialización se sitúa siempre al borde de la legalidad.
Actualmente, los pocos shuar que sobreviven nunca jamás han vuelto a llevar a cabo esta ancestral práctica. De hecho, son tribus considerablemente pacíficas y algunas de sus ramas familiares son extraordinariamente afables y amables en el trato, hasta el punto de que acogen con gusto a aventureros y voluntarios ecologistas a su paso por la selva.
De hecho, muchos programas y concursos de televisión han enviado periodistas, reporteros y concursantes a convivir con ellos para grabar sus formas de vida, como por ejemplo hizo Perdidos en la tribu, de Cuatro (España), en colaboración con el pueblo shiwiar de Ecuador.
Pero aunque ahora sean tan amables y encantadores como tribu, parece que nadie está dispuesto a olvidar su antigua tradición de elaborar tzantzas, por lo que parece que la maldición de las cabezas reducidas no va a dejar de perseguir al pueblo shuar, al menos de momento.
Tenebroso pero fascinante a la vez, ¿verdad?