¿Por qué lo llaman matemáticas cuando quieren decir física?

Las matemáticas son nuestro amor platónico, lo ideal, pero el sexo físico es lo natural. La física es eso que llamamos realidad y las matemáticas son nuestra forma de expresarla con formalidad. Por eso la cuestión de cabecera: “¿por qué lo llaman matemáticas cuando quieren decir física?” La pregunta original es de Groucho Marx y la popularizó en la España de los años 90 Manuel Gómez Pereira con el título de su película: “¿por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?”

Puede ser porque nos autoengañamos con el amor puro cuando lo que buscamos es el sexo impuro.

Puede ser porque buscamos un poco de inspiración y mucha transpiración.

Puede ser porque existe el amor sin sexo y el sexo sin amor. Igual que existen matemáticas sin física y física sin matemáticas.

Puede ser que sea controvertido o invertido, pero dicen que lo más divertido y lo mejor es que haya amor con sexo y sexo con amor.

Puede ser que el amor vuele más allá de los aspectos físicos. También nuestras matemáticas vuelan más allá de la física. Pero las matemáticas con la física y la física con las matemáticas forman una indivisible dualidad natural más allá de lo comprensible y lo racional.

Puede ser que «lo más incomprensible es que nuestro Universo sea comprensible», como decía Albert Einstein, pero esa «irrazonable efectividad de las matemáticas en las ciencias naturales», como dijo Eugene Wigner, que ni comprendemos y merecemos -remachó- es la que nos ha traído hasta esta apartada orilla, donde cortejamos al ángel de amor matemático para obtener el diabólicamente divino placer del sexo físico.

No es que el acto sexual se explique con el amor, sino que puede ser una expresión de ese amor ideal. Igualmente no es que los hechos físicos se expliquen con matemáticas, sino que se expresan matemáticamente. No es más que la razonable efectividad de las matemáticas en las ciencias naturales, que expresé en el Principio Antropomatemático.

Dios no es un matemático. Como mucho sería un físico. Pero, de existir, probablemente le gustaría que le diéramos el título de ingeniero. Y si pensara que su creación es una obra de arte, seguro que preferiría que le llamáramos arquitecto.

El padre del raciovitalismo, Don José Ortega y Gasset, lo resumía en una frase célebre para la posteridad:

«El pensamiento humano no descubre el universo, sino que lo construye.»

O como ironizaba Richard Feynman:

«La Matemática no es real, pero «parece real». ¿Dónde está ese lugar?»

Y el llamado último matemático universal, Henri Poincaré, nos explicaba cómo el mundo puro y perfecto de los posibles matemáticos depende de nuestra subjetividad, frente al objetivo e impuro mundo de los factibles de la física en la siguiente cita:

«Pero, ¿podemos creer que la matemática haya alcanzado la seguridad absoluta sin algún sacrificio? Nada de eso; lo que han ganado en seguridad lo han perdido en objetividad. Es alejándose de la realidad como han adquirido esa pureza perfecta…»

En definitiva las matemáticas no se descubren, se inventan. Los acontecimientos son los que se descubren, como las estrellas, y las matemáticas se construyen, como las iglesias. Y aunque bellas, solo la fe está en ellas… Por eso no hay que confundir el acontecimiento físico con nuestra forma de expresarlo, formal y sintéticamente en una fórmula matemática, que lo conceptualiza y, por lo tanto, lo humaniza, pero que no lo diviniza, tal y como es la tendencia actual de pensar que las matemáticas son algo divino, sobre todo en la enfermiza postmodernidad advenediza.

Podríamos decir que ese amor platónico también ha conseguido esa idealización alejándose del terrenal sudor sexual, aunque nos encantaría llevárnoslo a la cama e intercambiar fluidos con aquel que tenemos por oscuro objeto del deseo. Igual nos pasa con la matemática más abstracta. Nos gustaría que tuviera alguna conexión y/o correspondencia física que penetrara y permeara toda fenomenología desde su profunda ontología. Una anhelada estructura matemática universal que subyaciera a toda epistemología, a todo evento y acontecimiento natural, como postula Max Tegmark en su Universo Matemático radical.

Pero el desencantamiento de ese sin sentido viene tan rápido como pasa el orgasmo que quita el sentido. Los factibles físicos son inyectivos en los posibles matemáticos. Es decir, no hay identificación física para todas las soluciones matemáticas. Algunos prefieren seguir soñando en que algún día aquellas tendrán su explicación física. Pero eso nunca sucederá porque no existen las matemáticas universales. Solo existen nuestras matemáticas y las de otras especies. Muchos se empeñan en que las matemáticas «viven» en un «mundo matemágico», pero les anuncio que, de existir, el hombre no es el centro del mismo, ni por supuesto nuestras matemáticas ni nuestra manera de razonar es la universal. Las matemáticas dependen del razonador y nos ayudan a razonar la Naturaleza, pero no son la Naturaleza en sí misma.

Evidentemente lo que llamamos matemáticas es un lenguaje inventado por los humanos, al que apellidamos con la coletilla de formal para diferenciarlo de los lenguajes naturales, como el español o el inglés. De hecho si somos capaces de encontrar una forma de convertir nuestras observaciones en números lo demás viene por sí sólo, no hay «matemagia», solo hay uso de la razón. Por tanto, que las matemáticas sean el lenguaje que usamos para describir el mundo que nos rodea no es tan increíble, y si algo lo es, es la capacidad que hemos desarrollado para encontrar esos patrones que luego usaremos para convertir nuestras observaciones en números. Y como una buena forma de mostrar lo que se afirma es con un ejemplo, veamos uno:

Carl Sagan High-fiving Neil DeGrasse Tyson. Ilustración de Matt McManis.

Abejas matemáticas

Las abejas han encontrado su manera de expresar la Naturaleza con un lenguaje formal, también. Ellas danzan. Con un baile es como indican a sus congéneres dónde está el néctar, exactamente. Nosotros inventamos las coordenadas polares para describir lo mismo. Pero también podríamos hacerlo con coordenadas cartesianas o esféricas, entre otras que podríamos usar y que hemos inventado.

Sin embargo las abejas con ese meneito lo hacen tan bien o mejor que nosotros. Ellas utilizan «contoneos de frecuencia y duración variable”, realizados con su parte trasera, para comunicar a las demás dónde ir a buscar ese preciado néctar. Ahí tienen un ejemplo de cómo una percepción del medio diferente llega a unas matemáticas diferentes en sintaxis y en semántica, porque para las abejas no significa lo mismo la flor que para nosotros, evidentemente. Tampoco los conceptos de espacio, tiempo, materia, energía, etc.

Esa flor es el acontecimiento, el cual sí es independiente del razonador. No así ni lo que significa ni su expresión, obviamente, debido al binomio sujeto-objeto. En conclusión las abejas inventan sus matemáticas, como nosotros inventamos las nuestras. Solo podemos aspirar a tratar de traducir unas a otras, debido a que el acontecimiento es el mismo, y eso valió un premio Nobel.

El afortunado fue Karl R. von Frisch en 1973 al descubrir cómo las abejas con sus danzas generan un mapa de flores donde encuentran el elixir de su alimento principal, el dulce néctar que las nutre y les es vital. Utilizan sus danzas como nosotros utilizamos el GPS, solo que las abejas en vez de satélites y triangulaciones entre ellos usan la frecuencia para definir un ángulo con la vertical, que les señala la dirección de las flores respecto al sol, y la duración de sus pasos de baile indican la distancia a la que se encuentran. Sí, eso es lo que nosotros llamamos coordenadas polares: un ángulo y un radio.

Aristóteles ya describió esta danza en su Historia Animalium allá por el 330 a. C. Igual que otro sabio de la Antigua Grecia, Pappus de Alejandría, se percató de que las abejas construyen sus colmenas con celdillas que nos recuerdan a nuestros ideales hexágonos regulares. Quizá esa forma geométrica les guste, como a nosotros su miel, o quizá sea por una «mística abejística», que aquí sí que ni entendemos ni comprendemos.

Sin embargo hay un motivo mucho más mundano y menos ufano, pero sobre todo, pragmático: la optimización de la cera con la que construyen las paredes de esos paneles (la superficie de la forma hexagonal es mínima respecto al volumen que encierra). Así con menos cera almacenan más miel. Los derroteros de la evolución y la selección natural las han llevado hasta esos prácticos hexágonos adosados cuasiregulares.

Si los pentágonos hubieran sido los que mejor hubieran minimizado el gasto de cera por celda y maximizado el volumen de miel en ellas, no me cabría duda de que esas óptimas ingenieras habrían acabado construyendo los paneles de sus colmenas con esa forma geométrica. Igual que los pitagóricos adoraban el pentágono regular, como forma perfecta e ideal de nuestro Universo, quizá las abejas adoren a su hexágono irregular, por motivos científicos y no esotéricos.

Desde luego tienen una inteligencia matemática muy aplicada, basada en la experiencia física y alejada de la creencia metafísica. Justo al contrario que Pitágoras y su enjambre de seguidores, que tenían por divina proporción y símbolo al pentágono místico o estrellado, ineficiente para estas tareas prácticas, por su creencia en el orden numérico del Universo y una esotérica perfección natural inventada. Pero no solo hablo de los pocos que pertenecieron a aquella secta que adoraba el pentagrama pitagórico y la llamada Tetraktys, allá en el lejano periodo llamado geométrico u oscuro de La Hélade, sino a la legión de neoplatónicos y neopitagóricos que aún creen en esa «matemagia» romántica y nigromántica. Por no hablar de los «holotrileros» y toda esa caterva de pseudocientíficos, con una pléyade de palmeros y creyentes hiperterapeutizados y/o tinderizados, que aprovechan la ignorancia generalizada de la masa para monetizar esa creencia y así obtener pingües beneficios con la pseudociencia.

Estamos hablando de millones de legos matemáticos, superados en pericia y ciencia por unos pequeños animales, que son mucho más cabales, capaces e importantes para el planeta de lo que se piensa, si es que pensamos en ellos, porque los estamos exterminando sin quererlo ni querer saberlo, igual que esa mayoría de necios tampoco sabe, ni quiere saber, ni de física ni de matemáticas, y lo que de veras son y significan. Quizá porque nunca se las explicaron bien, y de aquellos barros estos lodos, pero de esta historia solo derramaré unas furtivas lágrimas por las matemáticas en la siguiente parrafada:

Pythagoras. Ilustración de Rogelio Olguin.

Así, hablando de esas y otras historias, se suele decir que la Historia se repite, triste y desgraciadamente. Por lo tanto, es cíclica. Quizá como una reverberación de ese eterno retorno que parece y se nos aparece en este Universo, para nuestra exasperación y desesperación. Ciertamente hay paralelismos, que no llegan ni a correlación, mucho menos a causalidad, como para equipararlos a una teoría en el sentido científico, pero sí que podría ser una muestra de cómo las sociedades y civilizaciones repiten una y otra vez los mismos patrones. La matemática se encarga de codificar en formulaciones esos patrones que detectamos y quizá ahí sí que se podría hablar de la aplicación de las matemáticas a lo social, como hacen las abejas, y al aprendizaje como hace la teoría de Alexandre Deulofeu, llamada «Las Matemáticas de la Historia».

Pues bien es «La Historia de las Matemáticas» la que hay que contar para entenderlas y comprenderlas. Más aún son las historias de la Historia de las Matemáticas y sus protagonistas, los matemáticos, las y los que hay que contar para no repetir los mismos errores en su enseñanza. Sin un marco es difícil colgar un cuadro y, desde luego, el lienzo luce mucho menos. «Hay que enmarcar la maravilla», como decía Richard Feynman. En este caso en su momento histórico, también. Cuenta cuentos de esas historias matemáticas y sus artistas es todo lo que se necesita. Si además ese cuentista fuera como ese físico bongonero, ameno y capaz de prender la mecha de la curiosidad y la motivación entre los alumnos, para que profundizaran, aprendieran y aprehendieran por sí mismos, entonces ya tendríamos el teorema de la enseñanza de las matemáticas con la condición suficiente cumplida, también.

Y tras este inciso final solo me resta volver a enamorarme de las matemáticas, pero sabiendo que son solo eso, una «física abstracta antrópica». Las practicamos por el mismo motivo que el sexo físico y la física; por el puro placer de hacerlo, sin más, aunque de paso puedan servirnos partes de su infinito mundo para describir nuestro mundo finito, nuestra extraordinaria naturaleza y la propia Naturaleza.

Las matemáticas se inventan, nos ayudan y guían a través de las reglas con que las hemos dotado, para ordenar nuestros razonamientos de una forma lógica y exacta (de ahí que se llame a las matemáticas las ciencias exactas) y así descubrir a través de ellas nuevas soluciones que comprobar experimental y/u observacionalmente en la Naturaleza. Esa es la individualidad invención-descubrimiento (como exponía en el post del Principio Antropomatemático). Ese descubrimiento no es porque descubramos unas matemáticas independientes del razonador y/o subyacentes universalmente, sino porque nos ayudan a razonar lógicamente. Lo que hacen las matemáticas es: si se cumple esto y esto, entonces obtenemos esto. Como decía Paul Erdös: «los matemáticos son máquinas que transforman café en teoremas», ni más ni menos. La solución final puede tener sentido físico o no. Puede ser un factible o quedarse como un posible. El filtro de la experiencia y la observación es la que delimita esos dos mundos.

Geometry. Ilustración de Hallur Víkingur Þorsteinsson.

Hay multitud de ejemplos donde se puede reconocer ese círculo virtuoso de ida y vuelta entre los acontecimientos y los modelos matemáticos, y viceversa, que algunos, erróneamente, ponen como ejemplos de la existencia de esas matemáticas etéreas que todo permean. Evidentemente no han comprendido ni entendido qué diferencia a un acontecimiento físico de un modelo matemático, ni cómo funciona nuestro método científico ni, tampoco, qué son nuestras matemáticas. Entiendo que mucha gente prefiere creer que pensar, porque es mucho más seductor, más fácil, pero no más poderoso, como decían los caballeros jedis del «lado oscuro». Quizá por eso hay más creyentes que pensadores, como afirmaba Albert Einstein. Pero nuestra ciencia nos indica que nuestras matemáticas son un invento nuestro, dependen del razonador y, por lo tanto, no son universales.

El que prefiera seguir creyendo en una «teología matemática» que lo haga. Pero una cosa es dudar de todo, y otra es poner al mismo nivel ciencia y creencia, cuando son opuestas. La creencia es dogmática. Lo explica todo y no demuestra nada, igual que Dios, como decía el Marqués de Laplace en la famosa anécdota con Napoleón, tras leer este último el libro del primero sobre la mecánica de los cuerpos celestes y reprocharle que no había mentado a Dios ni una sola vez. La creencia no describe nada, sólo cuenta una historia, que es inventada, obviamente, y la viste con un misterio inescrutable que debemos descubrir, cuando ahí no hay nada que descubrir. ¡Qué ironía que un invento pretenda ser un descubrimiento! En eso se basa toda fe, en la revelación de un misterio y en un ministerio que lo interpreta para sus feligreses.

La predictibilidad de la física, y de la ciencia en general, se debe a que interactúa con eso que llamamos realidad, a fin de cuentas el experimento es el ultimo juez. Simple y sencillamente nuestros modelos nos permiten inferir situaciones diversas no contempladas en el experimento, nuestras mentes son generalizadoras, buscadoras de patrones, probablemente para sobrevivir y prevalecer, aunque sólo lo sospechemos y no lo sepamos, pero esas características de nuestra mente nos permitió crear las matemáticas, una verdadera maravilla de la evolución.

Quizá el amor, aunque nos parta el corazón, si no es una reacción química será todo un proceso fisiológico, es decir, física pura, igual que la atracción sexual, que empieza por el físico y se consuma físicamente. Sin embargo seguiremos buscando la fórmula del amor con pasión, aunque pudiéramos expresarla matemáticamente y/o residiera en la mente.

Mientras tanto echaremos de menos a los amantes que no tuvimos y el sexo que nos perdimos, pero siempre nos quedará París… ¡y algún que otro desliz con final feliz!

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