En aquellos lejanos años palabras tan poderosas como nación y patria debían resultar bastante confusas para la gente corriente. El monstruo nacionalista, que se encargaría de devorar a sus descendientes, todavía no había hecho acto de presencia en una sociedad cuya única percepción de comunidad estaba dictada por la fidelidad a su señor y la permanencia a un mismo credo. La Monarquía y la Fe irían configurando con el paso del tiempo las actuales naciones pero entonces, incluso entre dinastías y religiones, la cosa no andaba tan estática.
El mayor ejemplo fueron las frecuentes alianzas y amistades entre cristianos y musulmanes, con matrimonios de conveniencia incluidos, las recíprocas llamadas a la guerra o el continuo comercio entre ellos. Primero entre los diferentes reinos cristianos, y más tarde con la pérdida de la unidad en el mundo musulmán, eran normales las continuas alianzas y pactos entre diferentes con el objetivo de combatir a los iguales. Así, un reino cristiano no dudaba en pedir ayuda al viejo enemigo musulmán con tal de ganar poder e influencia sobre el vecino cristiano y algo parecido sucedía al otro lado de la frontera. Tampoco fueron extrañas las mesnadas de hombres que se ponían al servicio del mejor postor, aún en el caso de que este fuera de distinta religión; no hay que olvidar que el mismo Cid Campeador ganó parte de su fama y prestigio combatiendo para el reino taifa de Zaragoza. Sin olvidar, claro está, las continuas querellas y disputas en torno a la frontera entre cristianos y musulmanes.
Esa peligrosa zona intermedia, deshabitada, que delimitaba el valle del Duero fue atrayendo, al más puro estilo del salvaje Oeste estadounidense, familias de colonos cristianos quienes, armándose de valor, se instalaban allí para poblar por su cuenta aquellos amenazadores páramos defendiéndose de moros y, muchas veces, de los mismos cristianos. La Iglesia, con sus numerosos monasterios e iglesias fue el gran engranaje y empuje que permitió tamaña gesta, pues su labor conciliadora y de reunión permitía a los campesinos tener un lugar donde protegerse y, llegado el caso, donde hacer una heroica, desesperada y brutal defensa ante el invasor.
Y así, poco a poco, sin siquiera darse cuenta, empezaron la Reconquista, sin imaginar siquiera por un momento que estaban reconquistando algo más que un pequeño territorio. Porque eso de la Reconquista queda muy bien escrito, pero en aquellos primeros años los débiles enclaves cristianos bastante tenían con arreglárselas para subsistir por ellos mismos. Poco tiempo quedaba para soñar con reconquistas sobre una Hispania perdida. Luchando entre ellos y pagando muchas veces tributos de vasallaje a los moros del al-Ándalus para sobrevivir, los musulmanes acabaron por ignorarlos, o subestimarlos, pues no veían cómo una región tan conflictiva y que tan poco rédito daría conquistarla, podría llegar a amenazarles.
Por suerte para nosotros, los emires de Córdoba nunca fueron muy buenos augures y de ese modo, poco a poco, las fronteras se fueron desplazando alternativamente hacia arriba y hacia abajo, pero sobre todo hacia abajo. De forma constante y continua. La inercia estaba clara y cuando el bando musulmán, aterrado, quiso cambiar la dinámica, su conflictividad interna, daría al traste con cualquier intento de reversión.
¡Qué de películas se podrían hacer de esta larga, apasionante, sangrienta y cruel época! Qué pena que nuestro cine tire para otras cosas y no haya un John Ford o un Clint Eastwood con un Hollywood detrás que nos haga recordar.
No debemos olvidar que por aquel entonces el latín, tantos años después de que el Imperio Romano hubiera caído, había llegado a un punto de degradación, vulgarización o conversión tal que más bien se podría decir que nuevas lenguas iban aflorando en el mundo, las lenguas románicas. En la Península dicho fenómeno no era una excepción.
Por las pequeñas tierras de la Rioja empezaba a extenderse una lengua vibrante y musical que a día de hoy hablan más de 500 millones de personas en los cinco continentes. Resulta irónico y paradójico, o absurdo y cínico, que la cuna del castellano no esté hoy en ninguna Castilla. Uno más de los despropósitos de nuestro actual Estado autonómico. Pero esta es la historia de España, nuestra historia, por lo que algo así plasma fidedignamente nuestro carácter y nuestro pasado.