Un 3 de Mayo del año 68, Gabriel Albiac cumplía 18 años, el mismo día en el que entraba la policía en la Sorbona para desalojar a cientos de estudiantes. Hubo una detención masiva. 596 detenidos.
50 años después Gabriel Albiac rememora los hechos en una entrevista concedida a Academia Play en la que intenta arrojar luz sobre lo que supuso el Mayo francés.
Gabriel Albiac es un reconocido escritor y un colaborador activo en los medios de comunicación. Es profesor de filosofía en la Universidad Complutense de Madrid cuya vida ha estado relacionada tanto con movimientos sociales fundamentales del siglo XX como con figuras intelectuales determinantes en el desarrollo contemporáneo de la cultura europea como Louis Althusser. En el año 1988 ganó el Premio Nacional de Ensayo con La sinagoga vacía: un estudio de las fuentes marranas del spinozismo. Recientemente ha publicado Mayo del 68. Fin de fiesta en la editorial Confluencias.
En 2018 se cumplen 50 años de los sucesos de Mayo del 68. El fenómeno abarcó diversas ciudades del mundo, llegando a tener repercusiones sociales que influyeron en la trayectoria de la historia política y en las formas de los sucesivos movimientos sociales. El Mayo del 68 francés, considerado como la expresión paradigmática de este ciclo de protestas, dio lugar a una revuelta estudiantil sin precedentes y a la mayor huelga general del país.
No podemos dar comienzo al diálogo sin felicitarlo por su reciente publicación: Mayo del 68. Fin de fiesta. En él enlaza una incisiva reflexión analítica de los fenómenos con la reconstrucción histórica de los sucesos capitales. ¿Se trata de una reedición actualizada del texto publicado en 1993 Mayo del 68. Una educación sentimental, o realiza una relectura nueva? ¿En qué sentido es novedoso?
Muchas gracias por su benevolencia. Mayo del 68. Fin de fiesta nace de una anécdota precisa. Hace unos seis meses, me llegó una invitación por completo inesperada: la Universidad de Nottingham –en donde yo no conocía a nadie– me pedía que fuese uno de los dos ponentes principales del Congreso que estaban planificando sobre el 68. Justificaban su iniciativa por el interés que les había producido un viejo libro mío de hace 25 años, el que ustedes citan: Mayo del 68. Una educación sentimental. La tesis axial de aquel libro era que el 68 no había sido el inicio de nada, sino el cierre definitivo de un tiempo muerto: el de la teologización de la política que sella los grandes genocidios del siglo XX, en el nazismo como en el estalinismo. Aquella tesis fue muy mal acogida en 1993. Sobre todo, en España. Muchos de mis viejos amigos de final de los sesenta pasaron a considerarme poco menos que un renegado. Que un cuarto de siglo más tarde, y en un mundo intelectual para mí desconocido, hubiera quienes considerasen esa tesis el punto de partida de un debate serio, me llevó a releer lo que había escrito entonces. Y un escritor sólo lee escribiendo. Comencé a recomponer las páginas de aquel libro y a tratar de entenderlas desde la experiencia de estos últimos veinticinco años. Me asombró entender que la tesis entonces “herética” resultaba hoy, para quien no se empecinase en taparse los ojos, casi una evidencia. Fue entonces cuando pasé a construir este Fin de fiesta. En cuya segunda parte se recoge, reescrito, el núcleo de Una educación sentimental y que busca entenderlo como elemento de una arqueología generacional que hoy, pienso, toca ya su epílogo.
A grandes rasgos, y explicado a personas que no lo vivieron y que ya les queda muy lejos, ¿qué fue Mayo del 68? ¿Cómo mostraría la magnitud y la intensidad de las protestas?
El siglo XIX fue el de la muerte de Dios. El siglo XX –su primera mitad, de modo específico– fue el de su reinvención. Bajo las formas genocidas que ajustan siempre a un Dios mundano. El reino celestial apareció como destino al alcance inmediato de los “hombres nuevo”. La idea es simple pero eficacísima: el asalto a los cielos justifica cualquier matanza. Así para el nazismo, que veía el esplendor ario inminente tras la depuración del virus judío, como para un estalinismo envuelto en la fantasía inmediata de un Edén proletario. Nosotros hubimos de afrontar la tarea de retornar a un riguroso ateísmo político. Cuando estalló el 68, todas las retóricas de insumisión venían de una tradición comunista que, de pronto, quedó –y eso puso un estupor difícil de entender ahora– por completo despojada de su retórica “revolucionaria”. Cuando, inmediatamente después de las primeras movilizaciones en París, el PCF declara la guerra a los “hijos de la burguesía” que habían tomado el Barrio Latino, todas las convenciones de la Guerra Fría quedaron rotas. Y el PCF –y, tras él, todos los partidos comunistas europeos– pusieron a la luz su única realidad: la de ser el dispositivo internacional de defensa de una tiranía que ya entonces aparecía como insufrible a todo aquel que no fuese un imbécil: la de la URSS. A partir de esa revelación se inicia el crepúsculo de tales organizaciones: en las últimas presidenciales antes del 68, el PCF había obtenido un 21,7 % de los votos; la última vez que el PCF concurrió con sus siglas a unas presidenciales no llegó al 2 %. El relevo generacional quedó definitivamente roto en toda Europa. Los PC fueron muriendo de viejos. Y el imperio soviético se quedó sin todo su compleja relojería de legitimación internacional. Es un factor decisivo para el desfondamiento y la caída a plomo de 1989. Por eso mantengo la tesis de que mayo del 68 es el primer acto del drama que se cierra en noviembre del 89. Quienes tuvimos el privilegio de asistir en persona al derrumbe del muro tuvimos, en Berlín, la certeza de estar asistiendo a la última Asamblea General del 68. A su última barricada.
Pidiéndole que infrinja la fórmula de nobis ipsis silemus (“sobre nosotros mismos callamos”), y sin querer entrometernos excesivamente en su privacidad, ¿cómo fue su contacto y participación en el Mayo del 68 francés?
El viernes 3 de mayo de 1968 yo cumplía en Madrid 18 años. No olvidaré ese día. Por extraño que pueda parecer ahora, todos los de mi edad –y no sólo en Madrid, en toda Europa– percibimos, de inmediato, que aquella guerra era la nuestra. Yo había llegado a la Universidad Complutense en septiembre de 1967. Era el tiempo luminoso del SDEUM, aquel sindicato, clandestino pero a la vista de todos, del cual saldría toda la extrema izquierda de los ocho últimos años de la dictadura. Durante algunos meses, la policía quedó desbordada: el interior de las Facultades era territorio liberado. Duró poco, como es lógico. La represión fue durísima. Y el asesinato de Enrique Ruano durante un interrogatorio policial lo cambió todo en enero de 1969. Vino el estado de excepción, la detención masiva de los dirigentes del SDEUM. El movimiento quedó descabezado. Y, durante el verano de 1969 y en París, se reorganizó todo. Recordaré toda mi vida aquel verano. De ahí salió todo: lo mejor y lo peor. Por eso he mantenido siempre que el 68 español fue el 69, como el 68 holandés fue el 67, como lo fue en Italia el maggio rampante de inicio de los setenta.
¿Nos puede hablar de su llegada a Francia? ¿Cuál fue su relación Althusser? ¿Cuál era el peso de la influencia intelectual de Althusser en la época?
La influencia de Althusser era enorme para los de mi edad: el último gran maestro del pensamiento marxista. En 1970, yo había iniciado una relación epistolar con él. En 1972, me trasladé a París para seguir su magisterio. Louis era una persona de cortesía conmovedora. Que el más influyente de los pensadores de entonces perdiera su tiempo dialogando con un desconocido estudiante de apenas veinte años es algo tan inhabitual… Pero era su estilo: él vivía entonces preocupado por la necesidad de construir una generación de filósofos marxistas que no repitieran las aberraciones de sus mayores. Por eso nos insistió tanto, desde el primero momento, en dos puntos: a) leer a Marx en el texto, El Capital sobre todo, y leerlo con criterios académicos de rigor extremo; b) separarlo de aquel delirio al que el idealismo alemán llamó “dialéctica”; para consumar eso nos dirigió a todos hacia la lectura de aquel Spinoza contra el cual llamó Fichte, en 1794, a crear un sistema del idealismo. Hasta el día de hoy, sigo pensando que fue mi aprendizaje con Althusser –que era tanto un maestro cuanto un amigo delicadísimo– lo único que me libró de acabar siendo un perfecto imbécil.
En el libro se explica que Mayo del 68 debía culminar en un una revolución que nunca llegó. Asimismo, sugiere que el “fin de fiesta” alude a lo que concluye en el año 1989 (la caída del Muro de Berlín) y que empieza con Mayo del 68. ¿Cómo explica esta continuidad? ¿Puede hablarnos del componente anti-soviético del movimiento?
El ciclo de las revoluciones modernas se abre siempre con un momento de exaltación casi poética y un cierre brutal de retorno al orden, cuando al viejo Estado pasa a sustituirlo un Estado nuevo. La fortuna del 68 es su fracaso. Su no consumación. Vivir las vísperas de la revolución sin vivir el alzado de sus instituciones puede parecer frustrante. Nos lo pareció, al principio. Pero, a la larga y cuando logramos entenderlo, nos dimos cuenta de que era el mayor lujo que uno puede obtener de la vida: barrerlo todo y no construir nada. Quizá el primero en entender hasta qué punto la expresión “Estado revolucionario” es un oxímoron fue Condorcet, en su polémica final con Robespierre, cuando el viejo sabio era ya un muerto andante. La URSS fue la versión monstruosa de ese oxímoron. Los que hemos conocido a los viejos militantes comunistas sabemos hasta qué punto eran creyentes. Eso que nosotros detestábamos por encima de todo. Y hasta qué punto eran mártires. Y sacrificadores. Porque, sencillamente, en el espacio de lo sagrado, sacrificar y ser sacrificado es lo mismo. Y nosotros –al menos, yo– no hemos reconocido maestro más primordial que el viejo Epicuro.
Afirma usted que el movimiento de Mayo del 68 puso fin a la teología política vigente en la primera mitad del siglo XX. Lo que rompe Mayo del 68 es la conversión del ámbito de lo político en una religión supletoria, manteniendo ideas religiosas de salvación pero secularizadas. ¿Cómo se llevó a cabo el derribo de este marco político? ¿A través de qué prácticas y qué ideas? ¿Puede explicarnos el concepto de teología política que emplea? ¿Está relacionado con el concepto de Carl Schmitt y su noción de soberanía política?
Carl Schmitt, sujeto detestable poseedor de una de las inteligencias más altas del siglo XX, entendió implacablemente las lógicas del Estado moderno. Y sacó la conclusión obvia: sólo una política que opere con la potestad identificatoria con la que las viejas religiones monoteístas impregnan a sus fieles tendrá garantizado su éxito. Se requiere para ello, tanto como de un Dios, de un Diablo. El político, para triunfar, forja ese Diablo en la invención del “enemigo”, frente a cuya insidiosa amenaza el Estado se ofrece al ciudadano como su única opción de supervivencia. El nazismo no es más que la puesta en práctica literal de tal hipótesis. De lo que se puede hacer con una tal teología política del enemigo, da buena cuenta el proyecto de exterminio en frío de la población judía europea, consumado en unos seis millones de población civil indefensa. Los al menos veinte millones de asesinatos bajo la URSS estaliniana responden –con matices y períodos de tiempo específicos– a la misma lógica.
La relación del Mayo del 68 con el mundo obrero siempre es causa de controversia. Por una parte, es frecuente la idea de que fue algo así como un berrinche de los hijos de la clase alta (cabe recordar el poema de Pasolini). También se suele mencionar que muchos dirigentes comunistas declararon al movimiento del 68 como enemigo del proletariado. Sin embargo, también hubo en Francia una significativa huelga obrera, lo cual involucra al ámbito laboral. ¿Quiénes participaron en Mayo del 68? ¿Qué papel jugó la clase obrera? ¿Cuál fue su relación con el movimiento?
La acusación de Pasolini era muy ingenua. Y estaba lastrada por sus propias mitología personales: esa tan desasosegante añoranza del lumpen que, al final, acabaría por destruirlo. En términos sociológicos, la tesis no se sostiene: en Francia –pero lo mismo sucedía en casi toda Europa– la Universidad había dejado, mediados lo sesenta, de ser un coto de las clases altas. Los hijos del pequeño funcionariado, pequeña y pequeñísima burguesía y capas relevantes del proletariado abarrotaban las aulas. Las mujeres llegaban a la Universidad francesa casi en el mismo porcentaje que los hombres, aunque la alta tasa de embarazos cortaba masivamente sus carreras; a partir de la plena legalización de los anovulatorios en 1970, ese último factor exclusivo quedaría eliminado. La contrapartida de esa presencia masiva fue la progresiva devaluación de los títulos universitarios, que culminaría en los años ochenta. En cuanto a la clase obrera, lo sucedido es asombroso. El “Partido” proletario y su sindicato (la CGT) se declararon enemigos del movimiento desde su inicio. Y, sin embargo, no lograron contener la mayor huelga obrera de la historia: diez millones de huelguistas durante cuatro semanas. Algo en el viejo monopolio del movimiento obrero se había roto. Y nunca pudo ser suturado.
¿Qué significó la Gran Revolución Cultural Proletariapara Mayo del 68? ¿Qué visión se tenía de ella y qué fue en realidad? ¿El maoísmoera sólo un símbolo que permitía oponerse a la URSS sin dejar el socialismo? ¿Acaso fue —como dice en el libro— una nostalgia del país que se ignora para consolar las frustraciones del presente?
En mi libro, trato de entenderlo bajo la metáfora de un “transfert” psicoanalítico. La transferencia permite hacer que el paciente desplace un afecto patológico sobre un soporte provisional, el analista, del cual podrá luego ser desenganchado fácilmente. La ruptura con la URSS estaba consumada mediados los años sesenta. La China que se busca erigir en alternativa no existía en ninguna parte. China era una gran página en blanco: ni se podía entrar en el país ni casi nadie sabía una palabra de chino. Podía ser inventada a la medida del deseo de aquel que hablaba. Y eso fue lo que se hizo. Sirvió para declarar la guerra a la URSS. Y pudo ser abandonada enseguida. A final de los años setenta no queda prácticamente ni una de las organizaciones maoístas que eclosionaron en los sesenta. Y los primeros estudios serios sobre el genocidio que disfrazaba la Gran Revolución Proletaria en China vinieron precisamente de la pluma de aquellos primeros maoístas franceses que habían intentado sumergirse en la China real. Y la nostalgia del país ignorado fue sustituida por el horror del país demasiado bien conocido.
Ha sido un verdadero placer por nuestra parte. Agradecemos extraordinariamente su tiempo dedicado y seguiremos disfrutando de sus publicaciones.