Después de ver la genial película Viridiana del no menos genial director español Luis Buñuel bulle en mi cabeza toda una constelación de sentidos plenos que quisiera compartir contigo.
Quiero hacer una paráfrasis de la película, y presentar la paráfrasis como una gran alegoría de la vida sociopolítica de las socidades en su decurso por la historia. La puesta en escena de los contenidos, presentados de manera magistral, sugerentes al máximo, así lo permite y demanda.
Todo comienza en un convento. Es un lugar sagrado. Inmaculado de miasmas de ningún tipo. Se ven a niños y niñas pequeñas bien uniformados junto a las mujeres que consagraron su vida al Altísimo. Los niños son una forma de presentarnos la pureza y la inocencia en su visión más carnal y cándida. Las monjas son una manera de hablarnos del recinto divino, un lugar puro, sin mácula y desprovisto de toda discordia y polémica. Alejado del mundanal ruido aquel lugar semeja la celeste morada del Creador.
Y nada más empezar la película, en las primeras escenas entra en acción Viridiana, una mujer santa, que ha consagrado su vida a la deidad y que lleva una vida de piedad sin mancha alguna. La superiora del convento le insta a visitar a un familiar y ella no está muy contenta de la proposición. Ya lo dijeron los epicúreos: la santidad lleva una vida tan libre de preocupaciones y de obstáculos que no da problemas a nadie, y, por consiguiente, ¿qué iba a llevar a dejar esa vida llena de placer extático y calmo? ¿Qué motivo iba a mover a Viridiana a despojarse de sus hábitos de santidad para mezclarse en el mundanal ruido de un mundo lleno de problemas y adversidades?
El caso es que la superiora la convence. Lo afirmaba el filósofo de anchas espaldas en su alegoría de la caverna: aquellos seres que han contemplado la luz del sol, causa de todo bien y bondad, deben volver adentro de la caverna y ayudar al prójimo a quitarse toda la ignorancia que portan consigo. Y eso hace Viridiana a instancias de su superiora.
Las escenas que siguen nos presentan a Fernando Rey, uno de los protagonistas principales en el ser y el devenir de la película. Es un tipo huraño, con manías, solitario y huérfano de afectos. Cuando Viridiana llega todo cobra un matiz de alegría y contento en la mansión que antes no poseía. El dueño de la casa, tío de Viridiana, es el patriarca. El dueño absoluto de todo. Gusta de escuchar música clásica y de tocar en el pequeño piano que tiene en una de sus salas música triste y melancólica.
Está también la sirvienta. Mujer apocada y sumisa. Ser, en apariencia, insignificante pero que a medida que evolucionen las secuencias irá cobrando mayor protagonismo. Y su hija, pequeña niña desenfadada, que se complace en el juego y en actividades lúdicas pero que no vive al margen de lo que ocurre en la mansión. Pues se le tilda de mentirosa y es avispada y despierta como pocos.
Comienza la trama.
Se trenzan toda una serie de microhistorias que irán hilvanando la razón de ser de la película. El protagonista vetusto, Fernando Rey, simboliza el viejo orden. Todo está a su servicio. La casa vive por y para él. Por cierto, las afueras de la mansión, lugar preñado de arboleda y de naturaleza, está completamente olvidado de la mano de Dios. El desaliño de la periferia de la casa da muestras de hasta qué punto el dueño vive sumido en una honda melancolía y dejadez que lo hunde en profundo pesar. Y es que en la noche de bodas, cuando la feliz conjunción de los amantes iba a ser colmada, la esposa muere dejándolo totalmente desolado y marcado de por vida: una cicatriz que jamás iba a borrar.
Las relaciones entre el tío y Viridiana son frías e insulsas. La sirvienta intenta mediar, siempre a petición del dueño de la mansión, para volver más cálida la relación.
Y llega uno de los momentos álgidos de la película: Fernando Rey le pide a la monja que se ponga los atavíos de boda de su mujer fallecida para recrear ese instante memorable en que todo era felicidad y contento. Viridiana, en un arrebato de sinrazón, accede, a pesar de su tremendo pudor y timidez. Las monjas son personas recatadas y pías, no permitirían nunca desplazarse hacia el lado más oscuro de la existencia.
Todo acaba mal. Y Viridiana, que ha sido drogada, pierde la consciencia y cae a manos del déspota de su tío. Este la lleva hasta su habitación e intenta quererla pero algo le frena (¿perjuicios de algún arrepentimiento?) No sabremos el por qué nunca.
Viridiana, cuando vuelve en sí, decide que ya basta. Ha de irse de esa mansión del demonio y de locos. Y cuando está a punto de coger el autobús con destino al idílico recinto del claustro recibe la noticia del suicidio de su tío con una cuerda, ahorcado en un árbol.
La situación da un vuelco. Viridiana da la espalda a su vida anterior de monja y decide llevar una nueva existencia. En esto hace acto de presencia Francisco Rabal, el hijo de Fernando Rey, y llega para quedarse, con toda las de la ley.
Viridiana comienza a ayudar a los pobres y desahuciados del lugar. Francisco Rabal, que tiene otros proyectos para la mansión, llenos de grandeza y esplendor, va a chocar con la otrora monja por sus querencias hacia los más miserables.
El caso es que la una se los lleva —a los pobres— a la mansión y les da cobijo y comida y el otro comienza con las obras de restauración de la mansión para convertirla en un lugar adecuado y propicio para la aristocracia más auténtica. Nótese la contradictoria situación en que convive la marginalidad con la riqueza.
En uno de los momentos en que los mandamases de la mansión han de ausentarse, por un motivo determinado, la casa queda a merced de los pordioseros. Y llega entonces una de las escenas cumbres de esta genial película: la cena de los pordioseros comienza con un acto de desobediencia hacia la santa señora a que todos se debían. Primer acto de insubordinación. Matan a un animal de la casa sin permiso de nadie y lo cocinan como pueden. Cuando el zumo de Dionisos comienza a recorrer las venas, cada vez más inflamadas de los pordioseros, lo que comenzó siendo una cena deviene una rebelión: la rebelión de una chusma insolente, borracha y sin timón, desnortada, impredecible y capaz de todo, que se envalentona por momentos, y que vive por encima de sus más predecibles ensoñaciones. Lo que comienza de esta manera termina muy mal.
Pero qué dijo el ilustrado alemán. Oídlo. Es la mayoría de edad del ser humano: sapere aude dijo, mas podría haber dicho también vivire aude. ¿Cómo es posible que la chusma descontrolada haya llegado a su mayoría de edad? ¿Es acaso autónomo, en esta situación, el grupo chusmoso, en la que los dueños han dejado la mansión a sus expensas, y demuestran su valía destrozándolo todo? Se ve que el pueblo cuando no tiene cubiertas sus necesidades es más dócil que cuando las colma: ya lo dice el refrán español: no hay nadie peor que un pobre harto de pan.
Merece la pena detenernos en los personajes que conforma la turba de pordioseros.
El ciego parece ser uno de sus caudillos. La vista huelga mas la experiencia suple toda coyuntura adversa. Está también el tullido, un tipo taimado y que urde tretas a despecho de todos de modo subrepticio. Y qué decir del pintor, aquel que se presta a recrear un cuadro celestial para contento de Viridiana. Mención aparte merece el tumefacto lleno de pústulas en el brazo. Y es que tiene la lepra. Es un apestado dentro de los apestados y, llegado el momento, demostrara ser capaz de matar si hace falta por un puñado de dinero. Son una turbamulta heterogénea y multiforme. Despreciable como pocas.
Cuando llegan los dueños de la mansión y ven el caos ocasionado por los harapientos se llama a la gendarmería y los guardias civiles ponen orden y concierto a toda esa barahúnda de sinsentido que era la casa en ausencia de Viridiana y de Francisco Rabal.
La película termina con Francisco Rabal, la sirvienta y Viridiana jugando a las cartas y con una música de fondo que hace olvidar tiempos pasados de mejor olvido.
Podemos trazar ahora, después de haber hecho la sinopsis de la película, lo que a mi modo de ver puede ser la gran alegoría que nos transmite la obra genial de Viridiana.
Al comienzo todo es inmaculado. Mas bajamos al mundo y los miasmas hacen acto de presencia. Fernando Rey, que podría simbolizar el viejo orden, representa un estatus despótico, como buen orate que es a causa de las adversidades de una existencia hostil. Se produce la mezcla entre la pureza de la monja y la sinrazón del viejo. De ella resultarán varias tangentes: el viejo acaba ahorcado y la monja toma un nuevo rumbo en su vida. Lo que empezó como un proyecto puro e inmaculado, toma un nuevo rumbo después de contaminarse de experiencias vitales. La nueva mujer, la “nueva iglesia” deja su vida eclesial y recluida para mezclarse con el mundo, con la adversidad, con los más desfavorecidos. De ello, como se ha podido comprobar resultan una serie de situaciones indeseables e indeseadas que acaban con la justicia haciendo de las suyas. El hijo, Francisco Rabal podría interpretar el papel del nuevo orden: la música que escucha, los proyectos de remozamiento de la mansión, los devaneos con la sirvienta. El pueblo podríamos dividirlo en dos facciones: de un lado, el que representa la sirvienta: sumiso y obediente, que recoge las migajas de los dueños y, de otro, los pordioseros, que cuando experimentan el calor humano devuelven con afrentas insoportables su pago.
Al final, Viridiana, la nueva mujer, desengañada y hastiada de todo acaba rindiéndose a las evidencias: en la carne está la salvación. Y se acerca a Francisco Rabal en pose de demanda. Todos, Viridiana, Francisco Rabal y la sirvienta acaban jugando a las cartas, alegremente y de manera desenfadada, intentando olvidar un pasado que ha sido negro para todos ellos.