«Ten valor, pues yo he de venir
En tu ayuda y mañana, con el
Poder de Dios, vencerás a toda
Esta muchedumbre de
Enemigos por quienes te ves
Cercado.»
Santiago apóstol al rey Ramiro I antes de la batalla de Clavijo.
Mientras en la frontera este de la península nacían Aragón, Navarra y la Marca Hispánica, en el oeste cantábrico el reino astur-leonés se desarrollaba de forma imparable bajo el mandato de Alfonso II. El monarca, obsesionado con la Hispania perdida y con la tradición visigoda, se hizo ungir rey a la usanza goda intentando legitimarse por encima del resto de los nuevos señoríos cristianos que iban apareciendo. Además, incentivó las tradiciones y cultura gótica en un esfuerzo por levantar la moral del pueblo. En ese afán restaurador vuelve a resucitar el agonizante Liber Iudiciorum, viejo texto legal visigótico que le permite un mejor gobierno sobre su gente.
Como a los que mandan siempre les gusta acrecentar su poder, Alfonso II no tardó en meter mano en los problemas internos de la Iglesia. Por aquel tiempo, la vieja Iglesia hispana, con sede en la Toledo musulmana, formada en su mayoría por mozárabes, había acabado por acoger algunos de los principios del islam y se adherían al adopcionismo. Esta herejía consistía en “adoptar” la postura musulmana: Jesucristo no era Dios mismo sino tan solo un ser humano escogido por Él para representarlo en la tierra. El recuerdo del arrianismo seguía dando problemas. Esta influencia islámica no sentaba nada bien en el lado ortodoxamente católico del reino cristiano por lo que Alfonso II aprovechó dicha cuestión para librarse de la dependencia religiosa que la cristiandad hispana tenía de una ciudad gobernada por los mahometanos y se erigió como custodio y garante de las viejas leyes cristianas.
En el 842 un octogenario Alfonso II, sin descendencia, abdica a favor de su primo Ramiro I. En sus años de gobierno se continuará fortificando y fortaleciendo el reino además de defenderlo contra una invasión normanda en el 844. Los vikingos fueron finalmente detenidos a la altura de la Torre de Hércules en la Coruña.
Por esas fechas se dio la legendaria batalla de Clavijo. Sea como fuere y dependiendo de la crónica (la batalla cambiará de década, rey o ejércitos), el recuerdo de dicha gesta sirvió una vez más para enaltecer y enorgullecer el ánimo de la empresa cristiana durante toda la Reconquista, pues se volvió a certificar que su cruzada gozaba del favor divino.
Cuentan los juglares que nada menos que el apóstol Santiago, viendo las penurias que la mesnada real estaba sufriendo a manos de los musulmanes tras una derrota anterior, se le apareció en sueños al propio rey para exhortarlo a que mandara a sus huestes contra las tropas islamitas. Créanlo los lectores o no, desde entonces Santiago se ganó el apelativo de “matamoros” y parte del patronazgo de la futura España, pues cuentan los testigos que el propio apóstol se lanzó junto a las tropas montado en su caballo blanco y enarbolando un pendón del mismo color para insuflar valor al ejército de la verdadera fe. Los caballeros cristianos no pudieron más que seguirlo al grito de “¡Santiago y cierra España!” infligiendo una dura derrota a las tropas islámicas que se vieron obligados a dejar a decenas de miles de hombres en el campo de batalla e imposibilitados para seguir exigiendo el humillante tributo de las cien doncellas ya mencionado.
Como ahora, los gobernantes de antes sabían que solo un pueblo orgulloso de sus hazañas, pasado y logros es un pueblo que progresa mientras que los pueblos que desprecian, odian o viven encerrados en su pasado se estancan y mueren. Por entonces España no es lo que es ahora y la Leyenda Negra y ciertas ideologías no habían hecho mella en la conciencia de la gente, por lo que inspirar y difundir este tipo de acciones sería algo habitual a lo largo de la historia. Clavijo solo es un ejemplo más de todos aquellos acontecimientos caballerescos de leyenda de toda nuestra Reconquista, un capítulo entonado en cantares de gesta y baladas juglarescas que se cantaban en todas las tabernas junto con otros de otras tantas incipientes naciones de la vieja Europa.
Y como no solo de guerra vive el hombre, también hubo tiempo para algo de discernimiento, ocio y cultura. El propio Ramiro I se convertiría en un gran mecenas de las artes y se encargó de erigir una gran cantidad de monasterios en los que ya se intuía un primitivo estilo románico. También tuvo cierto interés en la literatura. El viejo rey moriría en el 850 siendo sucedido por su hijo, Ordoño I.