En el 844, después de asaltar las costas francas y sajonas, algunas expediciones vikingas deciden tomar nuevos rumbos y probar suerte en la Península. Primero recalarían en los reinos cristianos, donde fueron finalmente rechazados por Ramiro I. Más tarde arrasarían Lisboa y, para terminar el viaje, remontaron el Guadalquivir hasta Sevilla, con intenciones nada amistosas. Los normandos tripulaban una temible flota de hasta 80 drakkars (sus famosos barcos dragón).
Sabedor de los desmanes de los mayus (nombre con el que conocían a los vikingos), Abderrahman II organizó un ejército en Córdoba y partió al encuentro de los paganos mientras estos se entretenían matando, violando y saqueando todo aquello con lo que se toparan. Una vez divisada la invasión, Abderrahman casi los exterminó en la batalla de Tablada. La dura experiencia acabaría sirviendo para que se construyera un extenso conjunto de atalayas defensivas a lo largo de la costa andaluza en previsión de nuevas incursiones de tan bárbaros guerreros.
En el 852 fallece Abderrahman II, siendo llorado por todos como pocos antes, o después, lo fueron. Dejaba atrás un legado de 30 años de prosperidad en los que había transformado Córdoba en la capital de la belleza, la filosofía y las artes de todo el continente europeo. No dejó establecido quien debía sucederle y, tras muchos debates, una de las pocas ocasiones en que en nuestra historia se supo debatir con palabras y no con espadas, la corte eligió a su primogénito, Muhammad I, el favorito de su padre y fervoroso creyente.
Su joven edad no fue un impedimento para conservar la obra de su padre. No obstante, su religiosidad le llevó al error de dar prioridad a las cuestiones y la defensa de la fe islámica sobre otros asuntos esenciales del emirato omeya. Una equivocación bastante compartida en el futuro por buena parte de sus sucesores, fueran estos cristianos o musulmanes. Durante su reinado, envalentonados por las décadas de política transigente y permisiva, las revueltas sediciosas volvieron a estallar con firmeza. De forma lenta pero inexorable, las estructuras económicas, políticas y sociales del emirato se van resquebrajando y pasando a ser tomadas por los diferentes poderes regionalistas. Poco a poco se van asentando los cimientos de los futuros reinos de “taifas”.
A finales del siglo IX, la idea de Reconquista ya había terminado de moldearse en los diferentes reinos cristianos de la época. Los cantares de gesta y las leyendas populares comienzan a brotar en números cada vez mayores aprovechando que la yihad, o guerra santa, retrocedía posiciones buscando no tanto nuevas expansiones como afianzar los logros conseguidos hasta el momento.
Mientras tanto, el estado centralista imaginado desde Córdoba por el primer Abderrahman empieza a presentar sus primeras grietas. Los poderosos señores militares fronterizos empiezan a estar cada vez más descontentos ante la agobiante presión fiscal ejercida desde la capital. Como máximo exponente tenemos a Umar Ibn Hafsun en Málaga, pero también los Banu Qasi en Zaragoza, Ibn Marwan en Mérida o Banu Hayyay en Sevilla, quienes fueron fragmentando cada vez más el poder musulmán en la península ofreciendo una clara profecía de los difíciles tiempos que le quedaban por recorrer al emirato omeya.
Pero antes de la disgregación del al-Ándalus, aún tenía que llegar Abderrahman III, posiblemente el personaje más influyente y poderoso de toda la etapa musulmana en la península. Él se encargaría de instaurar el califato y una novedosa reorganización social, jurídica y militar que convertirían al al-Ándalus en uno de los reinos más poderosos de Europa, llegando incluso a avasallar a buena parte de los reinos cristianos peninsulares. Incluso en algún momento, los seguidores de Cristo se vieron obligados a retroceder ante el renovado empuje musulmán. No obstante, por esta época un pequeño territorio destinado a liderar a la península cristiana, empezaba a dar sus primeros pasos: el condado de Castilla.