Una vez hubo reunido el ejército, dejó a Antípatro a cargo del gobierno de Macedonia con el hegemón de la Liga y marchó junto a su ejército a través de Tracia. Cruzó el Quersoneso tracio (actual península de Galípoli) y, al cabo de veinte días, llegó a la ciudad de Sestos. Antes de partir, realizó un sacrificio en Eleunte en honor a Protesilao, el que, según se cuenta, había sido el primer griego en desembarcar en las costas de Troya y el que primero había perecido por el disparo de una flecha. De esta manera, Alejandro pretendía tener más suerte que el desafortunado guerrero. También realizo una ofrenda a Poseidón para que la fortuna le fuese propicia en la travesía.
En mayo del 334 a. C., Alejandro y su ejército cruzaban desde Sestos el estrecho del Helesponto (actual Dardanelos), el cual separaba Europa y Asia, a bordo ciento setenta trirremes. Tenía previsto reunirse al otro lado con Parmenión, el cual había sido enviado un año antes para una misión de reconocimiento, pero había sido interceptado por un ejército persa al mando de un mercenario griego llamado Memnón de Rodas.
Desembarcó en la ciudad de Abido, adscrita a la satrapía persa de la Frigia Helespóntica y, desde allí, se dirigió a la mítica ciudad de Troya. Allí visitó la tumba de su héroe Aquiles y le hizo una ofrenda, afirmando que él era «el más bienaventurado de los hombres por haber tenido en vida un amigo fiel (Patroclo) y un gran heraldo de sus hazañas después de muerto (Homero)». Hefestión hizo lo propio sobre la tumba de Patroclo. Se cuenta que Alejandro tomó de allí el escudo de Aquiles, descrito minuciosamente en la Ilíada, la cual había traído también consigo a la expedición contra los persas. Le ofrecieron tomar la lira de Paris, pero no se sintió en absoluto interesado por ella, ya que buscaba la del pélida. Además, ordenó colocar una copia de la Ilíada en el interior de la tumba. Por último, realizó unos últimos sacrificios en honor al rey Príamo —para apaciguar su furia, pues de nuevo había griegos pisando tierras troyanas— y a Atenea, a la cual obsequió con su armadura completa, tomando a cambio una de su templo.
No muy lejos de allí, a orillas del río Gránico, los persas habían organizado un ejército al tener noticias de la llegada de Alejandro. Este estaba dirigido por Espitrídates, sátrapa de Lidia y Jonia; y Arsites, sátrapa de la Frigia Helespóntica. Estaban aconsejados por el mercenario griego Memnón de Rodas, el cual en el pasado se había rebelado contra el anterior Rey de Reyes, Artajerjes III, y, al ser derrotado, había marchado al exilio refugiándose en la corte de Filipo II. De esta forma, pudo conocer bien el modo de lucha de los macedonios. Más tarde, recibiría el perdón de los persas y regresaría a Asia como gobernador de la Tróade.
Tras ser avisado por sus espías de los movimientos persas, Alejandro se dispuso a preparar a sus tropas para la batalla. Ya en Gránico, ambos ejércitos se posicionaron frente a frente, cada cual a un lado del río. El ejército persa dispuso a toda su caballería de 20.000 hombres en la zona central, mientras que la infantería de mercenarios griegos se posicionó en la retaguardia.
Por su parte, Alejandro situó en el centro a los seis batallones de infantería hoplítica comandos por Pérdicas, Meleagro, Filipo, Amintas, Crátero y Coeno junto a los hipaspistas dirigidos por Nicanor. Situó en cada flanco a la caballería y a los arqueros, estando el derecho compuesto por pródromos y el escuadrón de los Compañeros, comandado por Filotas; y el flanco izquierdo custodiado por la caballería tesalia de Calas. Alejandro se encargaría de dirigir el lado derecho de su ejército mientras que Parmenión controlaría el izquierdo.
Alejandro entonces entonó el grito de guerra macedonio «¡Alalalalai!» y cargó con su caballería e infantería ligeras contra los ejércitos persas. Las aguas eran bastante profundas y la tierra embarrada dificultaba el paso de los macedonios. Por su parte, la caballería persa se lanzó contra el enemigo entablando un combate atroz y tratando de impedirles salir el río. Mientras tanto, los arqueros disparaban sus flechas y jabalinas contra el ejército macedonio ocasionando numerosas bajas.
Fue entonces cuando Alejandro se puso al frente del escuadrón de los Compañeros del flanco derecho y bordeó a los que estaban peleando en el agua, consiguiendo llegar a la otra orilla y posicionarse detrás de los soldados del flanco izquierdo persa. Acto seguido, ordenó a las falanges hoplíticas del centro que avanzasen y entraran en combate. Estaba efectuando de nuevo su táctica del “yunque y el martillo”: atacar por vanguardia y retaguardia al enemigo hasta asfixiarlo.
Pero Memnón de Rodas, que conocía ya esta estratagema macedonia de habérsela visto emplear a Filipo II durante su estancia en Pella, envió a su escuadrón de caballería contra Alejandro para impedírselo. Acudió también en su ayuda Espitrídates, sátrapa de Lidia y Jonia, el cual entabló un combate feroz con Alejandro. Cuando el noble persa alzó su espada para arremeter el golpe de gracia, uno de los oficiales macedonios, Clito el Negro, le atravesó el pecho con su lanza, salvando la vida de Alejandro. De esta forma, la caballería macedonia pudo mantener su posición y, junto a las falanges hoplíticas, aplastaron al resto de tropas persas. Ante la inminente derrota, tanto Arsites, sátrapa de Frigia, como Memnón huyeron del combate.
El contingente de mercenarios griegos al servicio persa suplicó ser perdonado por Alejandro dado su origen heleno. Pero este, llevado por la cólera que producía el fragor de la batalla o por el hecho mismo de que fueran griegos y estuviesen combatiendo contra sus propios hermanos, ordenó que todo su ejército se lanzase contra ellos y los masacrara.
Las bajas persas se contaron por millares mientras que entre los soldados macedonios apenas había unos pocos. Pese a ello, Alejandro mandó a su escultor personal, Lisipo, que erigiera un monumento a los caídos con una inscripción donde se leía: «Alejandro, hijo de Filipo, y los griegos —a excepción de los espartanos— a expensas de los bárbaros que habitan en Asia». Por último, enterró con honores a los muertos y se acercó personalmente a comprobar el estado de los heridos.
Ya repuestos, Alejandro repartió las satrapías persas conquistadas entre sus oficiales y exigió los tributos que pagaban a los persas con la frase: «O bien os hacéis más fuertes, o pagáis tributos a los más fuertes». Tras ello, puso rumbo a Sardes, capital de Lidia y punto desde el cual Darío III controlaban toda la parte occidental de su imperio, incluida su armada en el Egeo. Pero, para su sorpresa, se presentaron ante Alejandro embajadores sardianos que le entregaron las llaves y los tesoros de la ciudad. Satisfecho, después de descansar unos días en Éfeso, se dirigió con su ejército a Mileto.
Tras la negativa de rendir la ciudad, Alejandro rodeó con su armada el puerto de Mileto para que no acudieran refuerzos persas por mar y sitió la ciudad con maquinaria de asedio y tropas terrestres. Tras tomar Mileto, marchó hacia a Halicarnaso.
Memnón había conseguido huir del desastre en el río Gránico y se había refugiado en la satrapía de Caria, cuya capital era Halicarnaso. El Rey de Reyes, Darío III, lo nombró comandante en jefe de todas las tropas persas en los territorios bañados por el Egeo. Cuando Alejandro llegó a la ciudad, Memnón organizó una férrea defensa. El rey macedonio atacó por la noche, utilizando sus torres de asedio y catapultas contra los muros de Halicarnaso con el propósito de derribarlos. Por primera vez en la Historia, se utilizó la catapulta como arma arrojadiza, ya no solo contra los muros, sino contra los soldados que defendían la ciudad. Tras varios intentos por los halicarnaseos de incendiar y destruir las máquinas de asedio macedonias, el grueso muro cedió y el ejército de Alejandro pudo penetrar en la ciudad.
Ante esta situación, Memnón y sus oficiales entendieron que la batalla estaba perdida y decidieron huir de la ciudad, no sin antes quemarlo todo a su paso y destruir la munición y las torres de asedio propias para que no pudieran caer en manos de Alejandro. Cuando el macedonio llegó, solo encontró una ciudad en ruinas.
Tras dejar atrás Halicarnaso, Alejandro atravesó Licia y Panfilia bordeando la costa mediterránea hasta llegar a ciudad portuaria de Side, en el golfo de Antalaya. Decidió entonces asegurar sus territorios ya conquistados y, en vez de continuar hacia el Este y atravesar Cilicia, desvió su rumbo hacia el interior de Anatolia, a Frigia.
Tras pequeños encuentros con los pisidios, llegó a la ciudad de Gordio, la cual le abrió sus puertas sin ánimo de entrar en combate. En esta ciudad existía una leyenda que decía que había un carro cuyo nudo en su yugo era imposible de desatar y solo aquel que lo lograse gobernaría sobre toda Asia. Alejandro no dudó en aceptar el reto. El nudo parecía no tener ni principio ni fin y, tras varios intentos fallidos y no pudiendo consentir dejarlo atado por si afectaba al ánimo de sus tropas, desenvainó su espada y lo cortó de un solo golpe, exclamando: «¡Ya está desatado!»
Bibliografía
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- ARRIANO, Anábasis de Alejandro Magno, Ed. Gredos.
- PSEUDO CALÍSTENES, Vida y hazañas de Alejandro de Macedonia, Ed. Gredos.
- Q. CURCIO RUFO, Historia de Alejandro Magno de Macedonia, Ed. Gredos.
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- LANE FOX, Alejandro Magno, conquistador del mundo, Ed. Acantilado.