La querella o la crisis iconoclasta constituye uno de los procesos históricos más fascinantes del Imperio bizantino. El término iconoclasta procede del latín tardío iconoclastes que, a su vez, proviene del griego bizantino eikonoklástēs (εἰκονοκλάστης), lo cual no significa otra cosa más que “rompedor de imágenes”. Se entiende por iconoclasia (gr. bizant. eikonoklasía) la doctrina y la actitud de aquellos que rechazan el culto a las imágenes sagradas, lo cual se fraguó en el siglo VIII bizantino. Actualmente, el significado del término se ha extendido a la conducta que reprueba cualquier autoridad, modelo o norma sin ceñirse necesariamente a las imágenes religiosas.
El tema que hoy nos convoca es una de las crisis más profundas que padeció el Imperio bizantino. Un conflicto por las imágenes afectó de manera determinante a la vida social bizantina. En este contexto, la iconoclasia no consistió en un mero rechazo, sino en la destrucción de las representaciones sagradas como política religiosa adoptada por el emperador León III. Este emperador se hizo con el trono en el año 717 cuando marchó a Constantinopla contra el vigente emperador Teodosio III. León el Isaurio (o Isáurico) consiguió el mando del Ejército de Oriente en tiempos de Atanasio II, antes de ser depuesto y remplazado por el mencionado Teodosio. Como emperador León resistió un importante asedio árabe y afianzó su posición en el poder acabando con la inestabilidad precedente.
Como ya se ha mencionado, nos encontramos en tiempos de la dinastía Isáurica, establecida con León III. La querella iconoclasta fue un conflicto que afectó la sociedad bizantina a partir de la política imperial de León III referida a la destrucción de los iconos religiosos y la persecución de quienes los adoraban. Cabe decir que la vida religiosa bizantina había llegado a cotas muy altas de formalidades litúrgicas y ceremoniales. Ante esta situación, el emperador León III quiso hacer efectiva su intención de purificar la vida religiosa considerando el culto a las imágenes como una práctica idolátrica que otorgaba a las mismas imágenes un valor sobrenatural. Los iconos llegaban a convertirse en una suerte de “objetos mágicos” con cualidades milagrosas propias, en lugar de considerarse meras representaciones para la adoración de la verdadera y única deidad. Por consiguiente, en el año 730 se promulgó un edicto por el que se prohibían los iconos y se destruyeron los existentes.
Apoyándose en la tradicional oposición a la idolatría, los soldados entraron en las iglesias y destruyeron los iconos. El término castellano icono (o ícono) tiene un origen más venturado puesto que no pasa por el latín, según la RAE: procede del francés icône, este del ruso ikona y este sí del griego bizantino eikṓn, –ónos (εἰκών, -όνος). Su sentido estricto hace referencia a las representaciones religiosas de las iglesias cristianas orientales principalmente de pincel, relieve o tablas pintadas mediante técnica bizantina. Como es de esperar, la reacción popular no tardó en llegar.
De este modo, se establecieron dos bandos muy marcados: los iconoclastas y los iconódulos, que defendieron la creación y uso de las representaciones religiosas. Las repercusiones del conflicto no fueron menores, sino que afectaron a las distintas facetas de la sociedad del Imperio bizantino. Se suelen destacar las trágicas pérdidas para la historia del arte y la persecución a los adoradores de imágenes. Pero hay que mencionar que, aunque dramáticos y notables, estos no fueron los únicos efectos de la querella. La pugna sobre la legitimidad de la producción y utilización de los iconos religiosos produjo una crisis que afectó a diferentes ámbitos.
Es importante tener en cuenta los argumentos esgrimidos por los distintos bandos. Lo que se abrió fue un debate en torno al modo adecuado de relacionarse el fiel con el arte que involucró a teólogos y emperadores. Como se ha mencionado, la intención de León III era un perfeccionamiento de la vida confesional del imperio mediante una política con fundamento cristiano, a pesar de la intransigencia. Pretendía enmendar los extravíos de la vida monástica de la época. El punto fundamental era la oposición a la idolatría, que es un pecado grave.
También se planteaba que la representación de Cristo constituía una profanación, pues su figura era estrictamente irrepresentable dado que es imposible recoger la unión hipostática entre lo humano y lo divino en la persona de Cristo. Es decir, que si se representaba sólo su aspecto carnal, se anulaba su condición divina, y si se intentaba simbolizar su realidad celestial, entonces incurrían necesariamente en falsificaciones. Los materiales y capacidades humanas no pueden penetrar los misterios de la fe. Se buscaba la pureza de la fe. Se intentaba eludir a todo costa el monofisismo y el nestorianismo.
Los iconódulos defendían que las imágenes santas permitían cumplir los objetivos confesionales de una forma lícita y sana. Argumentaban que la unión hipostática y la representación de Cristo como Dios y hombre no se ven afectadas ellas mismas por el arte. Dentro del bando iconódulo destacó Juan Damasceno que explicó que la representación de la figura humana del Verbo de Dios encarnado no afecta a la unión de la duplicidad de naturalezas.
El valor del arte sacro residiría entonces, no en formar ídolos con capacidades milagrosas o en vilipendiar los dogmas de fe, sino en materializar los pasajes de las Sagradas Escrituras. El patriarca de Constantinopla Germán declaró en sus Homilías mariológicas que al ser nosotros de carne, estamos impulsados a reforzar por los medios materiales las certezas del alma, lo cual no implica la adoración a los materiales con los que se confeccionan las representaciones. Esto quiere decir que los iconos no cumplen el objetivo de expresar y comprender los misterios de la fe (pues siempre fallarían en esta tarea), sino el de representar materialmente a la fe misma. Otro punto determinante en la argumentación reside en el carácter didáctico y la función divulgadora de las doctrinas cristianas que tienen los iconos sagrados. Las imágenes son meros vehículos para los iconódulos, las imágenes no son de la misma naturaleza que su prototipo.
La querella se suele organizar historiográficamente en dos períodos o dos crisis: la primera comprende los años 730 y 787 (año del segundo Concilio de Nicea) y la segunda los años 814 y 842. Nos centramos en la primera.
Antes del edicto de León III en el año 730 la polémica ya existía. Pero el emperador se mantuvo al margen. No obstante, en dicho año convocó un silention que concluyó con la decisión de la prohibir la reproducción de las imágenes de Cristo, de la Virgen y de los santos. A partir de este punto el conflicto empezó a acentuarse. El patriarca Germán de Constantinopla se opuso a refrendar la decisión y fue enviado al exilio. Al principio, la política iconoclasta fue moderada y se limitaba a sustituir las imágenes por la cruz. Sin embargo, ocurrió un hecho que desató la conflictividad. León III ordenó cambiar una imagen de Cristo ubicada en la puerta de Chalke (la principal) del Gran Palacio de Constantinopla por una cruz, y durante la tarea se produjo un altercado que acabó con la muerte de un soldado. Los iconódulos involucrados fueron ejecutados y se convirtieron en los primeros mártires de la herejía imperial. Cabe señalar que la existencia de los sucesos es dudosa historiográficamente, llegando a ser considerada como una creación ideológica post factum.
En el año 741 León III murió y su sucesor e hijo Constantino V acentuó la política iconoclasta. El contexto militar del nuevo emperador no era sencillo: tuvo que enfrentarse a la rebelión de Artabasdo y detener el avance árabe. Por si fuera poco, la peste causó estragos en la ciudad. Constantino V lanzó una campaña iconoclasta en 752, haciéndose efectiva en la capital y en las provincias del Imperio. La intención estaba relacionada con la centralización política y religiosa de Constantinopla mediante la supresión de los sentimientos particularistas. En esta misma etapa, el emperador realizó el primer bosquejo de una teología iconoclasta en su célebre Peusis. En el 754 Constantino V convocó el Concilio de Hieria que, a pesar de que su dudosa ecumenicidad, concluyó con la condena de la iconodulia por ser considerada una idolatría. La verdadera imagen de Cristo sólo se encuentra en la eucaristía, pues el icono es consubstancial a su prototipo.
Constantino V murió en el 775 y le sucedió su hijo León IV, quien mantuvo una política iconoclasta moderada. Es cierto que no levantó el edicto prohibitorio pero revalorizó el culto a la Virgen y cesaron las persecuciones. No obstante, la idea de estabilidad dinástica e institucional ligada a la reforma iconoclasta empezó a tambalearse tras la muerte de León IV en el año 780. El trono le correspondía a Constantino VI, su hijo, pero su esposa Irene asumió la regencia por la minoría del emperador. En esta etapa la regente planeó un proyecto para terminar con la iconoclasia y empiezó deponiendo la patriarca Pablo para nombrar a Tarasios, que hasta ese momento había sido un laico dedicado a la cancillería imperial. En un ambiente hostil, Irene y Tarasios organizaron un concilio para tratar el asunto de la iconoclasia.
El primer intento de 786 fue frustrado cuando guardias y soldados constantinopolitanos irrumpieron en la iglesia de los Santos Apóstoles. Por este motivo trasladaron la sede del concilio a Nicea. Así pues, la primera sesión del segundo Concilio de Nicea se celebró el 24 de septiembre del año 787. Tras la discusión, la doctrina se presentó en la séptima y última sesión. Se condenó la iconoclasia y la política de iconodulia se reinstauró.
Bibliografía
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