En el año 323 a. C., Alejandro Magno, el hombre más poderoso del mundo, moría acosado por terribles fiebres en Babilonia. Sin descendencia ni testamento, cuando en sus últimos momentos de vida le preguntaron sobre a quién le legaría el trono, unos dicen que respondió “Krat’eroi” (‘al más fuerte’), mientras que otros aseguran que dijo Krater’oi (‘a Crátero’). Un simple fonema abriría uno de los periodos más convulsos de la historia.
A la muerte del rey, sus generales constituyeron una asamblea en Babilonia que evidenciaría las distintas opiniones para determinar el futuro del reino. Una de ellas, respaldada por Pérdicas y Éumenes, abogaba por el fortalecimiento del gobierno central y la unificación imperial. La postura contraria, defendida por Antípatro, Ptolomeo y Antígono entre otros, apelaba a la creación de una asamblea federal que reuniera a los sátrapas para consultas puntuales y que les permitiera una mayor autonomía en las provincias.
Los acuerdos de Babilonia establecieron además el nombramiento del hijo que esperaba Roxana como futuro rey, en caso de que fuera varón, así como la designación de Pérdicas como regente del reino y quiliarca del ejército imperial hasta que el hijo del Magno alcanzara la mayoría de edad. Por último, se acordó la repartición de las satrapías del imperio entre sus generales o diádocos: Antígono fue confirmado como sátrapa de la Gran Frigia, la cual regía desde el 333 a. C. y a la que se le añadió Licia y Panfilia, Éumenes como sátrapa de Capadocia, Ptolomeo como sátrapa de Egipto, Antípatro se mantuvo al frente de Macedonia, Lisímaco cómo sátrapa de Tracia y las satrapías del Este dependieron directamente de Pérdicas.
A partir de este momento, Antígono y Pérdicas granjearon una gran hostilidad por su ambición personal y choque de intereses. Antígono no veía con buenos ojos el reciente compromiso de Pérdicas con una hermana de Alejandro, Cleopatra, dejando entrever su intención de obtener así la corona del imperio. Por su lado, los acuerdos de Babilonia habían encargado a Eumenes la anexión de Paflagonia y Capadocia, aun por conquistar. Pérdicas ordenó a Antígono que aportara tropas de su satrapía para ayudar a la campaña de Éumenes, pero recibió su negativa alegando que dicha aportación no constaba en los acuerdos de Babilonia.
Las tensiones entre Antígono y Pérdicas estallan en el 322 a. C., cuando el quiliarca le obliga a comparecer ante el tribunal macedonio por desobediencia. Antígono consigue escapar a Macedonia y se alía con Antípatro y Crátero, a su vez aliados de Ptolomeo de Egipto.
La guerra entre los diádocos se confirmó cuando Ptolomeo mandó desviar hacia Alejandría el catafalco que contenía el cuerpo de Alejandro, con el valor simbólico que esto suponía, que estaba siendo transportado a Macedonia. Al enterarse, Pérdicas declaró la guerra a Ptolomeo y delegó en Éumenes la tarea de ir contra Antígono. Comenzaba la Primera Guerra de los diádocos (322 a. C. – 319 a. C.).
Pérdicas es derrotado y muerto en Egipto por un complot de sus propios generales Peitón, Antígenes y Seleuco, en el 321 a. C. Al tiempo que esto sucedía, en Anatolia, Éumenes había tomado posesión de la Gran Frigia y se enfrentaba cerca del Helesponto a un ejército enviado por Antípatro y Crátero, al que se le había unido el del sátrapa de Armenia, Neoptólemo. Éumenes consiguió una gran victoria, dando muerte tanto a Crátero como Neoptólemo. Desgraciadamente para él, Antígono también derrotaba a la flota de Pérdicas cerca de Chipre.
Aun con el frente de Éumenes abierto, Ptolomeo, Antípatro, Antígono y Lisímaco se reunieron y firmaron el Pacto de Triparadiso en el 321 a. C. Este modificaba los acuerdos de Babilonia, entregaba la regencia del reino a Antípatro y establecía una nueva repartición de las satrapías, de la que destaca la entrega de Babilonia a Seleuco. Además, sentenciaba a muerte de Éumenes por traición y se designó a Antígono para cumplir dicho cometido. Para ello le entregaron la comandancia suprema de los ejércitos de Asia (strategós), no teniendo quien le igualara en poder. También le concedieron la tutela de ambos reyes, Filipo III y el niño al que había dado a luz Roxana: Alejando IV.