“Si no fuese porque estas historias contenían encantamientos (Libros de caballerías), hay algunas cosas que nuestros españoles han hecho en nuestros días en estas partes, en sus conquistas y encuentros con los indios, que como hechos dignos ya mencionados, sino también a lo que se ha escrito sobre los doce pares de Francia”.
Pedro de Castañeda.
Hasta 200.000 españoles cruzarían el gran océano a lo largo del siglo XVI en busca de conquistas, riquezas y fama en las lejanas Indias. Lo que se encuentran no podría estar más lejos de su imaginación: un mundo totalmente ajeno, caluroso y húmedo, donde los metales se oxidan, la pólvora se humedece y las heridas se infectan con facilidad, habitado por gentes extrañas, muchos de ellos caníbales o proclives a los sacrificios humanos, y exóticos animales, tan peligrosos como fabulosos. Pero lo más terrible es la muerte invisible, el hedor de las enfermedades que se lleva incluso hasta el 50% de las nuevas remesas de aventureros que consiguen poner pie por primera vez en el Nuevo Mundo. Sí, allí hay oro, y para algunos fama y prestigio, pero el precio es altísimo.
España no desembarca en América a la vanguardia de ingentes ejércitos plagados de banderas y hombres. No estamos ante una Roma invadiendo Hispania. Los hombres que desembarcan en las playas americanas son voluntarios y, aunque el ejército les es cercano a muchos, su ánimo no es el más acorde para la disciplina militar, ni sus expectativas se ven reducidas a las de la cadena de mando. La conquista no es una invasión colonial como las que practicarían otras potencias, sino que es más semejante a lo visto por los primeros colonos que se asentaban en la peligrosa frontera del Duero para conseguir un futuro mejor durante los primeros compases de la Reconquista.
Algunos, los menos, eran hijos de la nobleza, ricos adinerados que buscaban dorar sus apellidos al servicio de la corona, y al reflejo del oro. Bastantes eran hidalgos menesterosos, sin nada más que la honra para llevarse a la boca, que perseguían el ascenso social que se les negaba en la Península. El resto, los más, no eran más que campesinos y labriegos que preferían morir jóvenes y lejos de sus casas bajo la promesa de un futuro mejor antes que languidecer poco a poco en sus paupérrimas haciendas. La España del siglo XVI ya era la principal potencia del mundo, pero seguíamos siendo pocos (7 millones siendo generosos) y bastantes pobres, pues la guerra dará gloria, pero deja pobreza. Las guerras no se pagan solas… y España siempre está en guerra.
Hidalgos y villanos sin fortuna se lanzarán hacia ese territorio que parece guardar promesas infinitas. Pero no sólo buscarán dinero, sino, sobre todo, perseguirán la valiosa honra y fama que conforma el motor de la España de la época. Los conquistadores y exploradores serían, ante todo, hijos de su tiempo y el objetivo ideal para todo europeo, aquello a lo que debía aspirar, no era más que el ascenso social, el señorío, la nobleza.
Algunos de los españoles que participaron en la Conquista no iban a América únicamente para fundar prósperas ciudades, emprender rentables negocios y convertirse en opulentos magnates. No, iban allí jugándose el tipo, con el objetivo de dominar a los indígenas, ganar tierras, recoger oro y, con eso, obtener los ansiados títulos que permitirían alcanzar la fama y la posición. Vox pópuli es la insaciable sed de oro de los conquistadores, pero normalmente siempre es juzgada desde nuestra visión materialista actual. Aquellos hombres, la mayoría, no buscaban atesorar riquezas sin cuento únicamente para deleitarse. La codicia de algunos de esos hombres, su avaricia, no era realmente económica, sino social. El español de entonces no se conforma con ser rico, quiere ser señor. El oro tan solo es el instrumento necesario.
Otros dos factores influirían notablemente. Por un lado la fe, por el otro la fantasía. La conquista de América se puede observar fácilmente como una continuación de la Reconquista peninsular, así se observan en ellas rasgos y características que no se volverían a dar nunca más, ni por otros pueblos ni por la misma España en sus infructuosos futuros intentos africanos. El mestizaje abundó, los frailes recogieron buena parte de la cultura e historia prehispánica y a las poblaciones indígenas se las evangelizaba y dotaba de relativos derechos. La fantasía caballeresca también les influyó. Desde Amadís de Gaula, la novela de caballerías se encuentra en todo su apogeo y los colonos americanos serán unos de sus mayores consumidores. Los capitanes buscan emular a Amadís o a Tirant y sus hombres se ven a sí mismos como esforzados caballeros. Por eso elegirán denominar algunos lugares con nombres sacados directamente de aquellos libros, como California.
Muchos fueron los que se atrevieron a dar el salto y sus gestas bien podrían estar sacadas de esos libros de caballerías que tanto gustaban a aquellas gentes. Algunos de aquellos que dejaron su nombre escrito en las páginas de la historia fueron Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Alonso Dávila, Pedro de Alvarado, Hernando de Soto, Hernández de Córdoba, Pedro de Mendoza, Cristóbal Colón, Américo Vespucio, Vicente Pinzón, Fernando de Magallanes, Alonso de Ojeda, Juan Díaz de Solís, Juan de la Cosa, Francisco de Coronado, Pedro de Valdivia, Gonzalo Jiménez Quesada, Juan Sebastián Elcano, Álvaro Núñez Cabeza de Vaca, Pedrarias Dávila, Francisco de Orellana, Francisco de Vázquez, Miguel López de Legazpi, Lorenzo de Aldana, Juan de Grijalva, Diego de Almagro, Bernal Díaz del Castillo, Ruy López de Villalobos, Domingo Martínez de Irala, Inés de Suarez, Álvaro de Saavedra, Nicolás de Ovando, Andrés de Urdaneta…