“Tenían una piedra larga, la mitad hincada en tierra, en lo alto encima de las gradas, delante del altar de los ídolos. En esta piedra tendían a los desventurados de espaldas para los sacrificar, y el pecho muy tenso, porque los tenían atados los pies y las manos, y el principal sacerdote (…) con mucha fuerza abrían al desventurado y de presto sacábanle el corazón (…) los corazones a veces los comían los ministros (…) y aparejaban aquella carne humana con otras comidas””
Fray Toribio de Benavente, Motolinía.
Así se conocía aquel mitológico islote del que provenía el pueblo que se llamaba a sí mismo como “mexica” y que pasaría a la historia con el nombre de “azteca” en honor a su leyenda. Nacidos sobre las ruinas de las civilizaciones que habían erigido maravillas como Teotihuacán y en medio de un conglomerado de complejas alianzas y belicosos pueblos que se alzaban aprovechando la decadencia maya, sobre el año 1.200 los mexicas tan solo era uno más de entre tantos pueblos nómadas que habían elegido Mesoamérica como su hogar.
Finalmente acabarían asentándose definitivamente en las tierras circundantes al lago Texcoco, donde erigirán su gran capital, Tenochtitlán, donde hoy se encuentra Ciudad de México. Herederos de los imperios constructores de la zona, los aztecas se encargaron de embellecer la ciudad con pirámides, calzadas, canales, acueductos y palacios. En 1.325, con la conquista de los acolhuas y tepanecas, el antiguo pueblo nómada se constituye como Imperio.
El imperio azteca era una cruel teocracia oligárquica que se mantenía mediante la sistemática explotación y esclavizaciones de los pueblos sometidos. El líder supremo, el Huey tlatoani, era designado hasta su muerte entre los integrantes de los 20 clanes más poderosos del imperio y gozaba de un poder absoluto tanto en los asuntos terrenales como espirituales. Un pueblo de grandes contradicciones ya que no conocían elementos tan básicos como la rueda, la tracción animal, el arado o la moneda, y sin embargo su entendimiento de los fenómenos astronómicos era envidiable, su artesanía y técnica en metales y piedras maravillaron a Europa y habían logrado desarrollar una compleja escritura y creado una fuerte teología y casta sacerdotal.
Parece sorprendente como la alta cultura y la depravación supersticiosa pueden ir perfectamente de la mano, pero un pueblo que había alcanzado tan altas cotas de desarrollo material y espiritual seguía practicando con asiduidad los sacrificios humanos. Y sacrificios masivos. Acompañados algunas veces del atroz canibalismo.
Su modo de vida y la necesidad constante de los consabidos sacrificios humanos hicieron germinar en el Imperio dos elementos contrapuestos que serían los causantes de su auge y caída respectivamente. En primer lugar, al exportar de los pueblos sometidos a la mayoría de los destinados al sacrificio, la sociedad y el Imperio se fueron militarizando, constituyéndose un fuerte ejército de ambición expansionista que, guiado por los poderosos guerreros jaguar, no tenían parangón en la región. Por otra parte, esa continua ansia expansionista y el total sometimiento con el que sojuzgaban a todos los pueblos que conquistaban, a los que imponían la obligación de mandar un número anual de personas destinadas a los sacrificios, provocaron intensos odios que germinarían con el tiempo y verían llegada su oportunidad con la aparición de aquellos seres venidos de la tierra de donde nace el Sol.
Las leyendas románticas indigenistas que intentan limpiar la imagen del viejo imperio azteca difícilmente explican cómo es posible que un puñado de españoles, pues rara vez se superaba la cifra de 300 en una expedición, pudieran acabar con imperios que contaban bajo su mando con decenas de miles de hombres, por muy salvajes, brutales, inteligentes o desarrollados armamentísticamente que pudieran ser estos. El Imperio acabaría cayendo desde dentro, pues buena parte de los pueblos a los que habían sometido los aztecas, como los tlaxcaltecas o los totonacas, decidieron unirse a los españoles con tal de quitarse el yugo mexica, poniendo a sus miles de hombres bajo las órdenes de Cortes, Alvarado y tantos otros.
Como justo epílogo a su política, los aztecas, y tantos otros pueblos prehispánicos, finalmente acabarían cayendo derribados por los demonios que ellos mismos habían ayudado a crear. Todo para fortuna de los hispanos, que fueron los que mayor ventaja obtuvieron de tantos conflictos internos y tantas guerras civiles que se encontrarían en América.
[amazon_link asins=’8490551480,849763652X,1542463580′ template=’ProductCarouselPers’ store=’academiaplay-21′ marketplace=’ES’ link_id=’fc339098-043b-11e9-af15-61e05ed9387d’]