El pueblo judío es uno de los más antiguos de nuestra península. La diáspora producida por la destrucción del templo de Jerusalén provocó que, a partir del año 70, miles de judíos se esparcieran por todos los territorios del Imperio Romano, entre ellos la lejana Hispania.
De todas formas, no es descartable que algunas pequeñas comunidades se asentaran anteriormente acompañando a los fenicios en sus expediciones.
Fuera como fuese, el pueblo hebreo se asentó con firmeza en la península mientras los siglos iban transcurriendo y los gobernantes se sucedían. A la tolerancia politeísta romana le siguió la intransigencia religiosa visigoda y, más tarde, la relativa tolerancia musulmana y cristiana hispana del medievo. ¿Esto qué quiere decir? Que el problema judío nunca fue una cuestión racial, sino religiosa. Tan hispanos eran, o incluso más, el judío que remontaba su permanencia en la península a decenas de generaciones como el recién llegado arriano visigodo, los asentados católicos hispanorromanos o, más tarde, los muladíes musulmanes. El problema, por tanto, fue siempre de religión, no de etnia. No sería hasta el siglo XIX cuando, acompañada de un descenso en la importancia de la fe, surge la cuestión racista judía, su concepción de una raza distinta e inferior.
Aunque todos estos son fenómenos más europeos que peninsulares. En España nunca hubo tanta violencia contra los judíos como en el resto de Europa. El contexto histórico español, un oasis en Europa, inmenso en la Reconquista, no se podía comparar al resto del viejo continente. Siempre despoblada, cada vez que se conquistaba un nuevo territorio surgían fuertes problemas demográficos que lastraban las campañas de conquista. Faltaba población de una fe similar y los que profesaban la contraria, en muchas ocasiones, retrocedían hasta territorios controlados por sus hermanos de fe. Por tanto el pueblo judío, un elemento neutral en la guerra entre musulmanes y cristianos, era tolerado en la misma medida que se le necesitaba.
El judío era clave tanto económica y cultural como demográficamente. Además de ocupar espacios, su fe no le imposibilitaba a practicar la usura y el prestamismo, elemento fundamental en cualquier economía pero prohibido y perseguido entonces por la religión. Además, muchos judíos, sobre todo los recién conquistados del al-Ándalus, eran cultos, pues podían acceder a las instancias del saber que le estaban vetadas a los cristianos. Por eso, cuando se reconquistaba un nuevo territorio, los judíos no eran solo un punto de unión entre musulmanes y cristianos, sino que también eran los encargados de transmitir la cultura y el conocimiento que atesoraba el mundo islámico desde Córdoba hasta Calcuta. Un bien preciado para muchos reyes que dejaron legados tan importantes como la Escuela de Traductores de Toledo.
La realeza y la nobleza se encargarían de protegerlos del fanatismo religioso de la Iglesia y de la impopularidad que ostentaban ante el pueblo llano debido a la diferencia de religión, costumbres y atuendos y a los altos intereses que ofrecían en sus préstamos. En general la gente siempre acaba odiando lo diferente y tenían en los judíos el perfecto chivo expiatorio, sobre todo si les debían dinero. ¿Qué mejor quita en la deuda que asaltar una judería y acabar con sus ocupantes?
Tampoco sabían que una de las razones por la que los intereses eran tan absurdamente altos se debía a los mismos reyes, que pedían altos créditos para sus campañas o empresas y los judíos necesitaban sacarlo de algún sitio para no perder el favor y la protección real. Un negocio perfecto para la realeza que le permitía esquilmar indirectamente a sus súbditos, mientras que estos dirigían sus odios hacia otro lugar. A cambio los protegían. Un ejemplo fue la moda que recorrió toda Europa de acusar a los judíos de asesinatos rituales, normalmente de niños pequeños o de hostias consagradas, para después colgarlos a partir del siglo XIII, moda que no llegaría a triunfar en España, salvo algunos incidentes por tierras catalanas.
Tanto apoyo era inimaginable para los europeos que, cuando llegaban en peregrinación o cruzadas, el turismo de la época, veían ojipláticos y muy malhumorados cómo los judíos paseaban por las calles de las ciudades con total libertad. Esto sería el primer germen de la leyenda negra española que tildaba a los españoles de marranos, de tener todos ascendencia judía.
La expulsión de los judíos de otros territorios europeos permitió que en España recalasen muchos de ellos, conformando la comunidad más grande de toda Europa, dotándola de un sentimiento, cultura y consciencia propia que no tuvieron en ningún otro lugar. Sin embargo, con el avance de la reconquista y el aumento de la población cristiana, los judíos comenzaron poco a poco a no ser tan necesarios dentro de los planes reales. Se les fue abandonando y la población no perdió la oportunidad. En los pogromos de 1391 prácticamente se acabó con los judíos en el sentido de una comunidad próspera y autónoma. La expulsión de 1492 más bien fue un hecho simbólico y propagandístico, aplaudido en toda Europa, para unificar la fe de la incipiente nación.
La cuestión judía española es única en Europa, pues aunque los judíos han sido expulsados de multitud de naciones, tal vez de todas en algún momento, incluso de la suya propia, ¿en qué otra nación ha surgido un fenómeno tan singular como Sefarad? Y es que, contra los que empuñan la leyenda negra como su principal catecismo, deberían recordar que “El violinista en el tejado” no es una película del siglo XIII.
“Ahora pues, si en verdad escucháis mi voz y guardáis mi pacto, seréis mi especial tesoro entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra.”
Éxodo