Catalina de Austria y Catalina de Portugal. La primera vivió en Tordesillas. La segunda en Lisboa. Una nació en España. La otra murió lejos de su patria. A una se la conoce como la hija de la desdichada reina Juana I de Castilla. A la otra como la abuela del desdichado rey Sebastián I de Portugal. Una vivió libre. La otra encerrada. Catalina de Austria se convirtió en Reina. Catalina de Portugal reinó. Ambas son la misma mujer. La nieta de los Reyes Católicos. La hermana de Carlos V.
Doña Catalina de Austria, mujer del Juan III de Portugal. Obra de Antonio Moro. Museo del Prado.Hace más de quinientos años, un 14 de enero de 1507, nació en Torquemada, villa palentina, una niña a la que llamaron Catalina. Era la sexta hija de Juana I de Castilla, que por aquel entonces se dirigía a Granada para dar sepultura a su esposo, y padre de la criatura, Felipe I de Castilla, fallecido cuatro meses antes.
Catalina residió durante sus primeros dos años de vida en los pueblos burgaleses y palentinos de Hornillos, Tórtoles, donde conoció a su abuelo Fernando el Católico, y más de un año en Arcos de la Llana. Sus primeros pasos los dio al entrar por la puerta del que se convertiría desde entonces en su hogar, un frío palacio del pueblo vallisoletano de Tordesillas. Era febrero de 1509. Allí vivió dieciséis años.
Catalina creció junto a su madre en aquellas estancias palaciegas situadas en un extremo de la villa, muy cerca del río Duero. Aislada del exterior. Fernando El Católico había ordenado a Luis Ferrer, al frente de la Casa Real de Juana, que su hija no tuviese contacto alguno fuera de los muros de aquel palacio. Y a ese aislamiento arrastró a Catalina, su nieta. A eso, y también a la soledad y severa disciplina, a modo de convento, que padeció su madre.
Una infancia sin ruido
A pesar del bullicio de la Corte, cerca de doscientas personas, entre nobles, damas de acompañamiento, religiosos, administradores, guardia personal, médicos, cocineros, mujeres de servicio, y familiares de todos ellos que acompañaban a la reina en su encierro de por vida, Catalina creció pegada a las faldas de su madre.
Las horas transcurrían en un cuarto por el que solo se podía acceder a través del de Juana. Allí dormía y pasaba largo tiempo. Una habitación cuya única luz era la que desprendían las velas de un candil. Sin ventanas. Sin ruido. Sin juegos. Con la única compañía de la Reina.
Un día vio la luz, el día que, tras la muerte de su abuelo, un alma caritativa, el nuevo encargado de la Casa, Hernán Duque de Estrada, ordenó que le abrieran un hueco en el muro de su cuarto para que pudiera distraerse. Lo hizo. Para ella era todo un acontecimiento ver pasar camino de la Iglesia a la gente del pueblo. Aún más cuando algún grupo de chiquillos se colocaba debajo de aquella ventana para jugar. Catalina les tiraba unas cuantas monedas para que volviesen y continuaran con aquel juego que tanto le divertía. Tenía 9 años.
Catalina y Juana, Juana y Catalina. El vínculo entre ambas debió de ser enorme. De los seis hijos que tuvieron Juana y Felipe, Catalina fue la que más tiempo vivió junto a su madre, la que más se parecía al padre, ¡sonreía como él! Eso dicen.
Juana se convirtió en su maestra. En aquella estancia recibió Catalina lecciones de todo el saber que Juana cosechaba. Y no fue poco. La hija de los Reyes Católicos fue una de las mujeres mejor preparadas de su tiempo. Juana sabía que su hija estaba destinada a convertirse en Reina algún día. Y se ocupó para que fuera una mujer culta.
¿Fue feliz Catalina? Solo podemos hacer conjeturas. Visto desde fuera, diríamos que no, porque nada tenía. Desde dentro, ¿algún niño que no conoce más mundo que el de su madre necesita más? No lo sabemos. Lo que sí se sabe es que aquella niña no paraba de bailar, de tocar el clavicordio y la vihuela. La música estuvo muy presente en su niñez. Todo lo aprendió de Juana.
A ojos de aquella niña su madre no estaba loca. No podía estarlo. Era el ser que más quería en el mundo. Y a pesar de su corta edad comenzó a entender que el trato que se le daba a ambas, a su Reina, no estaba bien.
Un rapto fugaz
El 4 de noviembre de 1517 la vida de Catalina de Austria cambió para siempre. Vestida como una aldeana con pañuelo anudado a la cabeza, se presentó ante sus hermanos, Leonor y Carlos a los que veía por primera vez en su vida. Los jóvenes borgoñones ataviados con elegantes trajes, pues su condición así lo requería, no pudieron más que sentir lástima por su hermana menor. Tras una semana de estancia en Tordesillas, los hijos mayores de Juana decidieron que aquel encierro no era digno de una infanta. Prometieron que la sacarían de allí. Y lo hicieron. Sin que Juana lo supiera.
A través de un agujero abierto en la pared de su habitación, Catalina puso rumbo a Valladolid. Por poco tiempo, el suficiente para descubrir el mundo que se estaba perdiendo. Volvió a Tordesillas. Su madre enloqueció, y de qué manera, tras enterarse de aquel rapto… humanitario.
Catalina regresó. Pero todo cambió. Lo hizo acompañada de una pequeña corte de damas y doncellas y con el mandato del otro Rey, su hermano Carlos, de que ocupara mejores aposentos, saliera a pasear a caballo y se divirtiera como lo que era, una niña de once años.
Por las venas de Catalina circulaba sangre orgullosa, rebelde, inconformista, de carácter, la transmitida por su madre y abuela. Lo demostró desmintiendo los bulos epistolares que envió el Marqués de Denia, el más cruel carcelero que tuvieron madre e hija, a Carlos V acusándola de connivencia con los comuneros. Lo demostró al denunciar a su hermano el trato vejatorio al que estaba sometida su madre, la Reina, y el maltrato que sufría ella, la Infanta.
Aquella niña de tan solo 13 años aprendió a no callarse nunca más, a ser justa y a velar por los intereses de aquellos a quien debía lealtad. Dura escuela la de Tordesillas. Lección de por vida aprendida. A la fuerza había madurado convirtiéndose en una gran mujer. Poco le faltaba para convertirse en una gran Reina.
Libertad por razón de Estado
Aquel encierro llegó a su fin el 2 de enero de 1525, doce días antes de su dieciocho cumpleaños. Catalina abandonó para siempre la casa de su madre. Por razón de Estado, su hermano Carlos V, la había unido en matrimonio con Juan III, Rey de Portugal.
Catalina había sido para su madre su nexo con la vida afectiva, como señala el historiador Manuel Fernández Álvarez. Juana se desgarró por dentro al dar a luz a su hija y al despedirse para siempre de ella.
Por aquella ventanita abierta de aquel frío y oscuro cuarto en el que tantas horas habían pasado juntas, Catalina de Portugal creyó ver la silueta de su madre Juana. Tordesillas quedaba atrás. Desde la distancia Catalina no pudo distinguir las lágrimas y el dolor desgarrador que debió sentir en aquel momento su maestra, su compañera, su madre. El adiós para siempre entre ambas debió de ser una auténtica locura.
Cuentan las crónicas que Catalina de Portugal fue una reina bondadosa “amada y venerada como si fuese madre particular” de cada portugués. Nueve de esos portugueses nacieron de sus entrañas. Solo a dos pudo ver crecer y educar.
Quiso dejar su huella creando orfanatos, escuelas, conventos y monasterios. Era extraordinariamente piadosa.
Astuta, inteligente, sensata y hábil en el campo político, se convirtió en una de las pocas reinas del Renacimiento que tuvieron influencia en los consejos de Estado. Alcanzó cotas de poder sin precedentes dentro de la corte lisboeta. Su gran capacidad de dominio lo puso siempre al servicio de su familia y de Portugal. Tras la muerte de su esposo asumió la regencia de su nieto Sebastián, cargo que ocupó hasta 1562.
Quiso saber de todo lo que se le privó en Tordesillas. Dicen que no hubo novedad que no le interesara. Cosechó una de las mayores bibliotecas humanistas de su época. Coleccionó objetos de lujo, tapices, pinturas. En Palacio creó un museo de curiosidades provenientes de las colonias portuguesas. ¡Y hasta una casa de fieras! Donde los portugueses vieron por primera vez elefantes y jirafas.
Catalina no olvidó su pasado. La novedad no le cegó. A través de una activa correspondencia con amigos y antiguos servidores, supo de su madre. En una de aquellas cartas Catalina de Portugal pudo haberle escrito a Catalina de Austria lo que se estaba perdiendo. La pequeña contestó a la mayor: disfruta de nuestra libertad, nos la hemos merecido.