El Dominado de Soissons y el final del Imperio Romano

Tendemos a imaginar la Historia de forma lineal, separando los grandes periodos históricos en bloques monolíticos que nos ayudan a comprender y situar mejor los acontecimientos, pero que nos hacen un flaco favor a la hora de representar la realidad del momento. Así, a menudo se nos presenta la caída del Imperio Romano como un acontecimiento rompedor e irreversible por el cual toda una administración y un simbolismo de más de cuatro siglos de historia pasase a ser poco más que un recuerdo en la mente de la nueva Europa bárbara.

Nada más lejos de la realidad. Tengamos en cuenta que la descomposición del Imperio Romano se cimentó más en su incapacidad para organizar sus diezmados ejércitos que en la desaparición de la realidad imperial. Cuando Rómulo Augústulo abdica en la figura del caudillo Odoacro en el año 476 d.C. lo hace constatando un hecho innegable: las huestes godas tienen muchísima más capacidad militar que las enquistadas legiones romanas; el Imperio occidental no puede ya cuidar de sí mismo y, por lo tanto, el único emperador reside ahora en Constantinopla. Pero nadie cuestiona que haya de existir un imperio: Europa no se hundió en la oscuridad y la impronta imperial continuó viva en los nuevos reinos romano-germánicos.

Caída del Imperio Romano
La caída de Roma ha sido siempre representada como el final de una época; algo rompedor y dramático.

En este sentido, tengamos en cuenta que lo que se produjo al Oeste del Rin fue más un traspaso de poderes que un cambio de régimen. Cerca del 90% de la población continuaba siendo “romana” y se estructuraba en torno a los códigos legales y civiles expedidos por la administración imperial. En la cumbre de esta sociedad, eso sí, dejó de estar el emperador y en su lugar se situó un caudillo de origen germánico con su corte de seguidores y guerreros. Podríamos decir que se trataba de la misma población con nuevos “protectores”. Es más, muchos de ellos adoptaron el antiguo sistema de gobierno imperial, su sistema fiscal (aunque menos gravoso) y sus códigos legales, si bien en muchos territorios hubo disputas en torno al ámbito religioso.

Como hemos dicho, en los últimos años del Imperio su capacidad militar estaba muy reducida: intervenir en un sitio implicaba desproteger otro, y paulatinamente se fue constatando que las legiones romanas simplemente no daban para responder a todas las amenazas. La población, en consecuencia, pasó más a confiar en los gobernadores locales para su defensa que no en la llegada de algún ejército enviado desde Italia. Estos administradores y generales terminaron convirtiéndose, en la práctica, en los dirigentes absolutos de los territorios en los que habían sido situados por el emperador y, a partir de 476 d.C. (cuando ya no hay un imperio en nombre del cual actuar), pasarían a convertirse en verdaderos reyes dentro de la provincia o municipio que administrasen, y de ahí el surgimiento de estos reinos romanos.

Los concilios toledanos son una buena muestra de la relación que se estableció entre los nuevos reyes germánicos y las élites eclesiásticas romanas.

Esta sería la norma general en buena parte de la Europa surgida a finales del siglo V, pero se dio también la situación de que algunos de los nuevos “reinos” estuvieran dirigidos por antiguos generales romanos que, sin un emperador al que obedecer, pasasen a gobernar aquellos territorios que se les había encargado proteger. Cierto es que estos reinos romanos acabaron sucumbiendo ante la expansión de los caudillos germánicos, pero su desaparición no es excusa para no explicar su surgimiento.

El ejemplo más conocido quizá sea el caso de Britania, pues daría pie a la leyenda artúrica: supuestamente, cuando el Imperio decidió abandonar las islas, un caudillo local, de nombre Arturius, habría tomado posesión del territorio y organizado la defensa frente a los invasores sajones. La veracidad de estos acontecimientos es muy discutible, pero nos permite apreciar una realidad innegable: la población se refugia en los poderes más inmediatos, los gobernadores locales.

En cualquier caso, considero que existe un ejemplo mucho más verídico y representativo de este proceso de privatización del poder al otro lado del Canal de la Mancha, en la provincia romana de Bélgica. Allí encontramos, durante la segunda mitad del siglo V, el Dominado de Soissons.

Empecemos por el principio. En 454 d.C. era asesinado Flavio Aecio, el último gran defensor del Imperio. El general había tejido toda una red de alianzas para poder hacer frente a las hordas de Atila en la Galia, y entre quienes se le unieron en sus campañas estaban los francos merovingios, que habitaban el delta del Rin y cuyo rey Childerico era todavía menor de edad. A la muerte del general, la Bélgica romana quedó en manos de uno de sus antiguos generales, un tal Egidio, que continuó las buenas relaciones para con los francos, ofreciéndoles consejo durante la minoría del rey y protección frente a sus enemigos.

La invasión de Atila y su enfrentamiento con Aecio resultó ser crucial para la posterior organización política del continente.

Aunque supuestamente su cargo fuese meramente militar, Egidio ejerció también de administrador y juez en los territorios que gobernaba, obteniendo un poder prácticamente absoluto – únicamente contrarrestado por el de los obispos – en una provincia tan alejada de Roma que podía predicarse prácticamente como independiente. El hecho de que Egidio se excediese en sus prerrogativas parece ser directamente proporcional a la incapacidad del gobierno central para mantenerlo dentro de los límites de su cargo.

En este sentido, la mayor muestra de independencia política de Egidio quizá sea el traspaso de sus poderes a su hijo después de su muerte. En efecto, cuando el gobernador falleció en 465 d.C. el control del territorio pasó directamente a manos de su heredero, Siagrio. Supuestamente, la tarea de nombrar al nuevo dirigente correspondía al emperador, pero su poder era tan lejano y permeable en la región que hubo de limitarse a confirmar la situación en Bélgica. Apenas una década después, tras la abdicación de 476 d.C., el Dominado de Soissons pasó a convertirse en una realidad política independiente.

Territorios controlados por Siagrio en 476 d.C.

Lo cierto es que nada cambió en el territorio. La autonomía del Dominado en los últimos tiempos hizo que tras la descomposición del Imperio la administración continuase como si nada hubiera pasado, a través de unos empleados imperiales que ahora pasaban a trabajar oficialmente para Siagrio. Los impuestos se quedaban ahora en Soissons y las tropas dejaron de fingir que trabajaban por la salvaguarda del Imperio para concentrarse en la defensa de los territorios circundantes a la capital del Dominado. En definitiva, dejó de pretenderse una realidad imperial y se aceptó una situación mucho más realista.

Por lo que a la situación con los francos se refiere, las relaciones de protección y consejo se mantuvieron incluso después de que Childerico alcanzase la mayoría de edad. Es más, Siagrio parece haber sido un gran conocedor de los pueblos con quienes compartía frontera: los burgundios de la rivera alta del Rin acudieron también a su corte en busca de consejo y tanto ellos como los francos describieron al gobernador como una persona sabia y justa.

Francos y burgundios acudieron a la corte de Siagrio para pedirle consejo en la elaboración de sus códigos legales.

Territorialmente, no obstante, sí se produjo un cambio: si previamente el reino merovingio constituía una especie de protectorado romano, ahora que el rey se encontraba en plena posesión de sus poderes pasó a gobernar en solitario. El Dominado se dividió entonces en dos realidades políticas independientes: el territorio romano, gobernado desde Soissons, y el reino franco con capital en Tournai.

Sin embargo, como hemos comentado anteriormente, ninguno de los reinos romanos sobrevivió a la expansión de sus homólogos germánicos. La desaparición del régimen de Siagrio se precipitó tras la muerte en 481 d.C. del rey franco Childerico, quien dejó el reino a su hijo Clodoveo. El nuevo monarca debía entonces ganarse la confianza de la nobleza y presentarse como un dirigente capaz y un guerrero formidable. Al mismo tiempo, las élites eclesiásticas de Soissons comenzaban a hartarse del gobierno totalitario de Siagrio, quien al parecer no siempre respetó el papel de los obispos como dirigentes municipales. Consecuentemente, estos religiosos habrían acudido a la corte de Clodoveo para pedirle ayuda frente al despótico gobierno romano.

Dicho y hecho, la tensión entre ambos poderes fue aumentando hasta que Siagrio y Clodoveo se enfrentaron en batalla campal cerca de Soissons en 486 d.C. El romano salió derrotado y al año siguiente fue ejecutado por su contrincante. Se iniciaba así la imparable expansión del reino franco , que se convirtió en la fuerza hegemónica de la Galia, iniciando la dinastía merovingia y sentando las bases para el posterior Imperio Carolingio. Curiosamente, Clodoveo fue uno de los primeros monarcas germánicos en comprender la importancia de estar en sintonía con las élites eclesiásticas romanas, lo que le llevó a ser bautizado y, consecuentemente, aceptado por buena parte de la población cristiana como líder.

Clodoveo ejecutó a Siagrio tras derrotarle en la Batalla de Soissons.

Finalmente, no puedo sino remarcar nuevamente la necesidad de evitar una visión lineal de la Historia. Si en vez de entender los acontecimientos como un juego de ascensos y caídas intentamos comprender el porqué de lo sucedido descubriremos que las cosas tienen mucho más sentido. En nuestro caso, parece obvio pensar que la gente no cambiase de un día para otro su estilo de vida sólo porque ahora hubiesen de pagar a un caudillo extranjero; o comprender que en tiempos de extrema necesidad es mucho más lógico acudir a quien pueda proporcionarnos una seguridad inmediata. La aparición del Dominado de Soissons no es sino una nueva muestra de la extremadamente acusada capacidad de adaptación de la población romana. El emperador dejó de residir en Occidente, los últimos generales y reyes de romanos acabaron sucumbiendo ante el avance de los nuevos poderes germánicos, pero el Imperio se mantuvo al Oeste del Rin durante siglos, en la corte de aquellos gobernantes que, lejos de romper con el pasado, trataron de adaptarlo a las necesidades de su tiempo.

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