Frutos y raíces de la batalla de Muret

El 12 de septiembre de 1213, las tropas del cruzado Simón de Montfort derrotaron al ejército del rey Pedro II de Aragón frente al castillo de Muret, a pocos kilómetros al sureste de Tolosa. El propio monarca perdió la vida en la batalla, y con su muerte acabó también el sueño de una Corona de Aragón extendida a ambos lados de los Pirineos.

Para comprender en su totalidad estos acontecimientos, lo primero que debemos tener en cuenta es que la Francia que hoy conocemos todavía no estaba formada a finales del siglo XII: los reyes Capetos esgrimían sus teóricos derechos sobre el Languedoc y Provenza en base al legado histórico del imperio carolingio, pero la realidad es que poseían una influencia mínima sobre una región cuya aristocracia tendía a actuar de forma independiente. De hecho, era la casa de Aragón-Barcelona la que se había establecido, gracias a una incansable política matrimonial, como el principal actor político del Mediodía francés: en 1112 Ramón Berenguer III se casó con Dulce de Provenza, añadiendo el condado a su patrimonio; en 1137 la unión entre Petronila y Ramón Berenguer IV de Barcelona dio paso a la formación de la Corona de Aragón, y en 1204 el rey Pedro II se unió en matrimonio con María de Montpellier.

El avance de la influencia catalano-aragonesa en Occitania no fue siempre bien recibido. Especialmente, los condes de Tolosa estuvieron incluso dispuestos a enfrentarse abiertamente a las tropas de Barcelona y Aragón en la llamada gran guerra meridional (1120-1198), un enfrentamiento cuya solución pasó nuevamente por la política matrimonial y que unió a la hija del rey Pedro II con el conde Raimundo VI de Tolosa.

La casa de Aragón y Barcelona se convirtió en hegemónica en el Languedoc gracias a su agresiva política matrimonial y a sus enfrentamientos con el condado de Tolosa, con quien mantuvo continuos enfrentamientos durante el siglo XII.

A comienzos del siglo XIII, por tanto, la Corona de Aragón había tejido una importante red de alianzas y establecido una serie de protectorados en Occitania, unas relaciones que la arrastrarían a enfrentarse con los cruzados franceses que acudieron al Languedoc a combatir la herejía cátara. En este sentido, nuevamente debemos retroceder en el tiempo para entender correctamente las motivaciones y consecuencias de la Cruzada Albigense.

En 1198 fue nombrado Papa Inocencio III, principal exponente de la Teocracia Pontificia – básicamente, defendía que el Papado, en cuanto que representante de Dios en la tierra, tenía el derecho y la obligación de intervenir en el gobierno de los diferentes reinos terrenales –. Además, el nuevo Pontífice estaba dispuesto a acabar de una vez por todas con la herejía cátara, un problema recurrente en el Mediodía francés y que socavaba la unidad de la ecclesia universalis. Consecuentemente, en 1207 el conde Raimundo VI de Tolosa fue excomulgado por “protector de herejes”, y a partir de este momento los acontecimientos se suceden rápidamente: un año más tarde moría asesinado el legado papal, por lo que Inocencio III clamó por una cruzada contra Raimundo quien, a sabiendas de que no tenía nada que hacer contra los ejércitos del Papa, decidió tomar él mismo la cruz y acusar del asesinato a su primo Trencavel, vasallo de Pedro II de Aragón.

Ciertamente, el monarca aragonés no tenía ninguna intención de intervenir contra la expedición papal. Tras un fracasado intento de negociación, los cruzados masacraron a la población de Béziers y tomaron Carcasona en 1209; Trencavel fue desposeído de sus tierras y estas pasaron a manos de Simón de Montfort, quien pasó a convertirse en caudillo militar de la cruzada, y todo esto sin consultar siquiera al teórico soberano de esas tierras, el rey Pedro de Aragón. Sin embargo, como hemos dicho, el monarca no mostró demasiado interés en contradecir los deseos del Papa y sus caballeros franceses, y las razones para ello debemos buscarlas al otro lado de los Pirineos.

Durante el saqueo de Béziers, el legado papal instó a los cruzados a «Matarlos a todos, (porque) Dios reconocerá a los suyos».

En 1195 el Califato Almohade había derrotado a las tropas castellanas en la batalla de Alarcos y retomado los territorios manchegos. En los años siguientes, la flota africana se dedicó a conquistar las Baleares y saquear las costas catalanas (1203-1210). Es decir, coincidiendo con el estallido de la Cruzada Albigense, en la Península Ibérica se estaba produciendo un recrudecimiento de las hostilidades entre los reinos cristianos y el califato musulmán. El monarca aragonés no podía desviar sus esfuerzos al norte porque la defensa de sus posesiones hispanas, mucho más prioritarias que los territorios occitanos, reclamaba toda su atención.

Fue la gran victoria cristiana de Las Navas de Tolosa en 1212 la que despejó el horizonte peninsular y permitió al rey de Aragón retomar su política en el Languedoc, y además hacerlo con el beneplácito del Papa Inocencio III, quien había visto en la derrota de los musulmanes una señal de los futuros triunfos de la cristiandad. Así, Pedro el Católico – sobrenombre adquirido tras su actuación en la batalla – intervendría en el panorama occitano en nombre de la Iglesia, pacificaría el territorio albigense y uniría a los cristianos hasta entonces enfrentados entre sí para lograr nuevas victorias sobre los sarracenos en Hispania.

La victoria cristiana en Las Navas permitió a Pedro II concentrarse en la situación occitana y le valió el sobrenombre de el Católico.

Cumpliendo con estas prerrogativas, Pedro viajó al Languedoc y rápidamente se decidió a planificar la región: acusó a Montfort y sus caballeros de haberse apropiado ilegalmente de la tierra de sus vasallos, forzó al conde Raimundo VI a renunciar a su cargo y se comprometió a garantizar la rectitud religiosa de su heredero al condado tolosano, sostuvo que la herejía había sido erradicada y, como broche final, propuso su matrimonio con la hija del rey de Francia. Y la propuesta casi tuvo éxito. El Papa Inocencio ciertamente la aceptó y suspendió la cruzada, los nobles occitanos se colocaron felizmente bajo la protección del monarca en enero de 1213, y durante unos meses Pedro el Católico actuó como soberano de toda la región.

No obstante, los prelados del Languedoc no aceptaron el plan de paz. Insistieron una y otra vez al Papa en que la herejía no había cesado de existir, por mucho que el rey Pedro dijera, y que si se permitía a los nobles occitanos conservar sus tierras esta no haría más que crecer. Al final, el Pontífice decidió hacer caso a sus hermanos en el episcopado, revocó sus decisiones anteriores y reabrió la cruzada. El problema es que, a diferencia de 1209, era muy difícil que ahora el rey se pusiera de perfil ante los cruzados. El Languedoc había caído en sus manos, la política matrimonial que su familia llevara a cabo durante décadas había quedado resuelta con la sumisión de los principales nobles de la región y, además, el Católico estaba seguro de su rectitud y de la vileza de Simón de Montfort. Es por eso que desafió a su oponente a una batalla campal, porque era el juicio de Dios. El Señor había estado con él en las Navas y volvería a hacerlo ahora en Muret.

Entre enero y septiembre de 1214, Pedro II el Católico se convirtió en soberano y protector del Languedoc.

Al parecer, las tropas catalano-aragonesas, apoyadas por las milicias occitanas, sitiaron a los caballeros franceses de Simón de Montfort en el castillo de Muret. El rey Pedro parece haber contado con una ventaja numérica importante y, de hecho, nada hacía pensar en una posible derrota del aragonés, menos aún con la renovada confianza que traía su ejército tras derrotar a los musulmanes en Hispania. Sin embargo, un exceso de confianza o una falta de coordinación parecen haber sido las causantes de la catástrofe: una carga de caballería francesa consiguió abandonar la fortificación y estrellarse contra el centro de la formación occitana. Al mismo tiempo, el propio Montfort habría dirigido una maniobra envolvente que habría puesto a la coalición occitana en fuga. El rey Pedro II murió en el combate y los restos de su ejército fueron masacrados mientras traban de cruzar el rio Garona para ponerse a salvo de la caballería cruzada.

La experimentada caballería pesada francesa, núcleo del ejército cruzado, destrozó con su carga las primeras líneas aragonesas y atrapó al monarca en un combate cuerpo a cuerpo del que no pudo salir con vida.

Las consecuencias del desastre de Muret son de sobra conocidas. La derrota y muerte de Pedro el Católico significó, para la Corona de Aragón, la entrada en un período de graves dificultades – Jaime I, heredero al trono, quedó bajo la tutela de Simón de Montfort, asesino de su padre – y, para Occitania, la continuación de la cruzada con la conquista de nuevas plazas fuertes y castillos. La monarquía catalano-aragonesa sería a partir de entonces incapaz de aglutinar a su alrededor a la nobleza occitana y la monarquía Capeto pasaría a imponerse definitivamente en el Mediodía francés.

Muchos occitanos, desposeídos de sus hogares por los cruzados, huyeron como refugiados o faïdits a la Corona de Aragón.

En Muret se cerró un camino, la expansión ultrapirenaica iniciada por los condes de Barcelona, pero también se abrió otro: la consolidación peninsular y la aventura mediterránea quedaban ahora como únicas opciones para la Corona de Aragón. Los reinados de Jaime I el Conquistador y Pedro III el Grande llevaron los pendones de Aragón hasta Mallorca, Valencia, Nápoles y Sicilia, y nos hacen pensar en Muret no como un punto final, sino como un punto de partida que llevaría a la Corona de Aragón a alcanzar durante los siglos XIV y XV un esplendor mediterráneo que poco tuvo que envidiar a aquel sueño que extendía la hegemonía catalano-aragonesa desde las faldas de los Alpes hasta la ribera del Ebro.

Bibliografía

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