Dice la leyenda que el emperador Federico Barbarroja sigue durmiendo en algún lugar de las montañas, aguardando el momento oportuno para despertar y devolver a Alemania a su antiguo esplendor. Os contamos su historia.
Federico I de Hohenstaufen, llamado Barbarroja por el color de su barba, nació en 1122 cerca de la ciudad alemana de Ravensburg. Era hijo de Federico II de Hohenstaufen, duque de Suabia, y Judith de Baviera. Tras la muerte de su padre en 1147, Federico Barbarroja heredó su título convirtiéndose en Federico III. Pero cinco años más tarde, su tío el rey Conrado III también falleció. Barbarroja fue proclamado rey de Alemania en la Asamblea de príncipes. Al ser hijo de un gibelino y una güelfa era el candidato ideal para terminar con estos conflictos. Por lo tanto, los primeros años de su reinado estuvieron destinados a resolver disputas entre estos dos bandos.
Los güelfos y los gibelinos eran dos facciones que apoyaban distintas casas alemanas. Los güelfos la de Bavaria y los gibelinos la de los Hohenstaufen. Durante la Querella de las Investiduras, una disputa entre el papa y el emperador por quien era la máxima autoridad de la Europa cristiana, los primeros dieron su apoyo al Pontificado y los segundos al Imperio. A fin de alcanzar la paz entre güelfos y gibelinos, Federico I, cedió el ducado de Sajonia a su primo Enrique el León (duque de Baviera y el más poderoso de los jefes güelfos) y le confió la dirección de las campañas contra Polonia en la expansión alemana hacia el este.
Pero ser rey de Alemania no era suficiente para Barbarroja. Él deseaba ser coronado emperador, pero para ello necesitaba ganarse el favor del sumo pontífice. Así que, durante la dieta de Constanza (1153) prometió ayudar al papa Eugenio III a sofocar la rebelión de los romanos, que se habían constituido en municipio libre tras expulsar al pontífice. Barbarroja entró con su ejército en Italia en 1154, y al año siguiente fue coronado en Roma emperador del Sacro Imperio Romano Germánico por el papa Adriano IV.
Considerándose continuador de la obra de Carlomagno y Otón I, el monarca tenía el firme propósito de crear un imperio universal que restaurase la grandeza del Imperio Romano, para lo cual era preciso someter al Papado y a las ciudades italianas. Para tal fin, luego de divorciarse de su primera esposa, se casó en 1156 con Beatriz de Borgoña, hija y heredera del conde de Borgoña, con quien tuvo ocho hijos. Sin embargo, su casamiento no le dio el reconocimiento que él esperaba. Las ciudades italianas estaban más interesadas en una confederación libre que en formar parte del Imperio. Barbarroja procedería entonces a someter Italia por la fuerza mediante campañas militares. Para rechazar estos ataques, las ciudades de la región de Lombardía se aliaron y buscaron la protección del papa, el cual tenía sus propias ambiciones territoriales.
El conflicto entre el emperador y el papado se agudizó cuando, en 1159 Alejandro III, firme defensor de la teocracia pontificia y, por tanto, de la sumisión del emperador a la autoridad papal, fue nombrado papa. Barbarroja apoyó entonces el nombramiento sucesivo de los antipapas Víctor IV (1159) y Pascual III (1164). Para sorpresa de nadie, Barbarroja fue excomulgado.
Comenzó entonces la etapa más sangrienta de las campañas en Italia. Milán, la urbe más poblada de Lombardía fue sitiada y destruida por las fuerzas imperiales en 1162. El resto de las ciudades entonces se organizó en una confederación de ciudades libres llamada la Liga Lombarda. Esta resistió los ataques de las tropas de Barbarroja e incluso reconstruyó Milán. Estas ciudades italianas, en su momento divididas y enemistadas, ahora se habían unido para derrotar a un enemigo común. El patriotismo y el nacionalismo absorbieron sus diferencias. Además, las enfermedades hacían mella en las tropas de Barbarroja, y su más poderoso aliado, Enrique el León, rehusó acudir en su ayuda. En 1177, tras cinco campañas en Italia, Federico Barbarroja intentó por vía diplomática lo que no había logrado mediante la fuerza. Firmó la paz de Venecia y reconociendo a Alejandro III como papa y consiguiendo una tregua con las ciudades italianas.
De vuelta en Alemania, Barbarroja debía lidiar con la traición de Enrique el León. Este le había servido bien, expandiendo las fronteras del imperio en el este y organizando el territorio. Pero lo había abandonado en Italia y eso no podía ser perdonado. El poder de Enrique era ya demasiado grande y amenazaba al propio emperador. Por lo tanto, Barbarroja resolvió desterrarlo a Inglaterra. Lejos de sus tierras y de su fortuna era poco el daño que Enrique le pudiera hacer.
Muerto el papa Alejandro III, asumió Gregorio VIII a quien le interesaban más los acontecimientos en Tierra Santa que la situación de Italia. Saladino, general musulmán, había expulsado a los cruzados de sus castillos y reconquistado Jerusalén. Para evitar que toda la región volviese a caer en manos del Islam, el papa proclamó una nueva cruzada. La Tercera Cruzada encajaba perfectamente en los planes de los Hohenstaufen para fortalecer y agrandar el Imperio. Además, podía ayudar a terminar con la enemistad con el papado mostrándose Barbarroja como el defensor de la cristiandad. Por lo tanto, este se puso al mando de la cruzada de la cual también participarían Ricardo I de Inglaterra y Felipe II de Francia. Aproximadamente 13.000 germanos siguieron a Barbarroja en su viaje a Tierra Santa, el cual inició el 23 de abril de 1189, dejando a su hijo Enrique VI como regente.
Después de una tranquila marcha por Hungría, donde el emperador fue recibido por su rey, Bela III, este ejército llegó a territorio bizantino donde, según un acuerdo firmado en Nuremberg, debían ser provistos de guías, provisiones y transportes. Pero el Imperio Bizantino no estaba preparado para recibir al ejército germano. Además, el emperador de Constantinopla, Isaac II, entronizado por una revolución y carente de capacidad política, temía que Barbarroja estuviese allí para deponerlo. Por lo tanto, lejos de cumplir con el acuerdo, se alió con Saladino y no solo no recibió al ejercito de Barbarroja, sino que les negó refugio, arrestó a sus embajadores y mandó a bloquear los caminos. El ejército imperial comenzó así a cometer actos de pillaje, capturando ciudades y fortalezas y tomando lo que necesitaban.
A todo esto, se le debe sumar una discusión de trasfondo entre ambos emperadores por cuál de los dos debía ser considerado como el sucesor de los emperadores romanos. Ambos gobernaban sobre territorios que les habían pertenecido a los romanos y ambos pretendían estar por encima de los demás reyes. Barbarroja además se presentaba como el defensor de la cristiandad, tratando de dirigir esta nueva cruzada.
Finalmente, Isaac II accedió a darle a los cruzados transporte y provisiones para atravesar la zona de Galipoli. El Imperio Bizantino no podía seguir soportando el pillaje de un ejército al cual no podía vencer y debía evitar un inminente asedio a la capital del imperio. De esta manera se evitó un ataque de los cruzados a Constantinopla, algo que lamentablemente no se pudo repetir en la siguiente cruzada.
En Turquía, el ejército comenzó a padecer los males del clima árido. Debían acampar en tierras sin pasto y el agua escaseaba. La sed acababa con caballos y soldados por igual. Barbarroja se negó a pagarle a los turcos para que los dejaran marchar libremente y en lugar de ello decidió enfrentarlos diciendo: “Con la ayuda de nuestro Señor Jesucristo, cuyos caballeros somos nosotros, el camino se abrirá con hierro.” Tras dos batallas exitosas contra los musulmanes ocurrió algo impensado. Mientas su ejército cruzaba el río Saleph en Anatolia en junio de 1190, Barbarroja se ahogó. Las circunstancias exactas de su muerte no están claras: una parte cuenta que, acalorado tras cabalgar, quiso refrescarse con un baño; otros relatan que fue tirado de la silla por el caballo cuando estaba atravesando el río y que el peso de su armadura lo hundió. Se especula que, siendo un hombre de casi setenta años y teniendo en cuenta el calor que hacía, sufrió un infarto en el agua helada de un río que viene de las montañas.
Federico Barbarroja ya era famoso en su época. Su tío, el obispo Otón de Freising, lo presentó como la figura providencial llamada a frenar la decadencia del Imperio. Su mitificación cobró un nuevo impulso con su muerte. Según la leyenda del emperador durmiente, Barbarroja no había muerto y aguardaba en las montañas el momento apropiado para volver y guiar a Alemania a la grandeza. Durante la Belle Epoque se popularizó la creencia de que Guillermo I era la reencarnación de Barbarroja pues en ese momento Alemania, por su gran aporte a las ciencias y las artes y su moderno ejército, era una de las grandes potencias europeas.
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Bibliografía:
Munz, P. (1969). Frederick Barbarossa: a study in medieval politics. Cornell University Press.
Setton, K. M., Wolff, R. L., & Hazard, H. W. (Eds.). (1969). The Later Crusades, 1189-1311 (Vol. 2). Univ of Wisconsin Press.
Ruiza, M., Fernández, T. y Tamaro, E. (2004). Biografia de Federico I Barbarroja. En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea. Barcelona (España)