A muchos les cogió por sorpresa el desplome del Imperio español, algo que tarde o temprano hubiera ocurrido de manera inevitable. En cambio, lo que sí parece inaudito es su extraordinaria longevidad: más de 300 años entre triunfos y avatares de muy diversa índole. Pero, ¿qué hechos provocaron su caída?
Un imperio universal
El Imperio español se erigió sobre las cenizas de la antigua Roma. Pero el gran hito que marcó un antes y un después para la historia mundial y para España fue el descubrimiento de América en 1492 de la mano de Cristóbal Colón. Nuevas posibilidades se abrían entonces para los reinos peninsulares, sobre todo para Castilla y Portugal. Este último ya había iniciado años atrás su carrera hacia las ansiadas especias de Oriente adelantándose al resto de Europa. Como consecuencia de las diferentes uniones entre las casas reales europeas (Juana la Loca, hija de los Reyes Católicos, se había casado con Felipe el Hermoso, de la casa de Borgoña), el futuro Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico heredó un inmenso territorio. De sus abuelos maternos recibió los reinos de Castilla, Aragón (y sus dominios en el Mediterráneo), Navarra, las Indias, las posesiones norteafricanas, y de sus abuelos paternos, los territorios de los Habsburgo, los de la casa de Borgoña y el derecho al trono imperial. Sin duda, el futuro parecía muy prometedor para el joven Carlos.
Con semejantes dominios y poder, Carlos I pudo coronarse emperador del Sacro Imperio en 1530 sin demasiados problemas. Su proyecto pasaba por ser un monarca universal que ejerciera el poder terrenal junto al papado. Pero la reforma protestante de Lutero dio al traste con sus planes de uniformidad religiosa. Tras innumerables conflictos por la fe católica, Carlos consideró oportuno repartir su imperio entre su hermano Fernando, al cual le legó el titulo imperial junto con los territorios austríacos, y su hijo Felipe, a quien le dejó el resto. Felipe II se encargó de ampliar los dominios de su padre, ya de por sí extensos. Entre 1580 y 1640, España y Portugal conformaron la Unión Ibérica. Para entonces, ya era el «imperio donde nunca se ponía el sol» pues se añadieron todas las posesiones portuguesas de ultramar. No obstante, a pesar de poseer este título tan honorífico, Felipe II también encajó algunos fracasos como el desastre de la Gran Armada en 1588 durante la guerra anglo-española (que tendría su equivalente inglés al año siguiente).
Las causas del declive
La decadencia del Imperio español fue paulatina. De ser una potencia mundial a sufrir altos niveles de pobreza y marginalidad a mediados del siglo XVII. Prueba de ello, fueron las constantes crisis económicas: el imperio quebró tres veces en el siglo XVI y otras cinco en el siglo XVII. La ingente llegada de metales preciosos a la península procedentes de América sirvió ante todo para sufragar los costes bélicos de la política mantenida por los Austrias. Además, provocó una altísima inflación que golpeó a las clases más humildes. Por si fuera poco, el absolutismo imperante de Carlos I y Felipe II dejó paso a un gobierno de validos bajo los Austrias menores que no siempre supieron afrontar los problemas que acuciaban a los diferentes territorios del imperio. Uno de los proyectos fallidos fue la «Unión de Armas«, con el fin de armonizar los recursos que cada reino debía movilizar para la guerra, ya que Castilla era la que soportaba todo el esfuerzo bélico. Esta arrolladora propuesta del valido de Felipe IV, el conde-duque de Olivares, originó la Crisis de 1640 que estuvo a punto de fulminar a la Monarquía Hispánica y que acabó conllevando la independencia de Portugal. La Unión Ibérica soñada desde los lejanos tiempos del rey visigodo Leovigildo ya era historia.
En el contexto internacional se produjo la llamada Guerra de los Treinta Años (1618-1648), que en principio enfrentó a católicos y protestantes aunque después derivó en una lucha por la supremacía. Este conflicto es considerado como una gran guerra europea y se caracterizó por sus elevados costes económicos y su extrema crueldad. Tras la firma de la paz de Westfalia en 1648, las Provincias Unidas de los Países Bajos obtuvieron su independencia de España y se reconoció a Francia como potencia hegemónica. Este país le asestó otro duro golpe a la Monarquía Hispánica mediante el Tratado de los Pirineos (1659). Esta vez las pérdidas fueron el Artois, el Rosellón y la Alta Cerdaña. Por otro lado, la política austríaca que se había basado en matrimonios consanguíneos acabó por debilitar poco a poco a los Austrias, hasta llegar a la persona de Carlos II (1665-1700), apodado el «Hechizado«. Este monarca padeció graves problemas de salud fruto de las sucesivas uniones entre familiares cercanos, si bien otros autores han puesto en valor el papel ejercido por Carlos II, quien logró mantener a flote el imperio (aunque perdió el Franco-Condado) y aumentar la riqueza de sus reinos. Todo ello bajo la alargada sombra de la Francia de Luis XIV, llamado el «Rey Sol«.
Tras la muerte de Carlos II sin descendencia, se abrió un conflicto dinástico conocido como la Guerra de Sucesión (1701-1715). Los dos aspirantes al trono español fueron Felipe de Anjou (futuro Felipe V) y el archiduque Carlos de Austria. Las diferentes potencias europeas se posicionaron para apoyar al bando que más les convenía: Francia a Felipe, mientras que Inglaterra, Austria, las Provincias Unidas, Portugal y Saboya hicieron lo propio con Carlos. Pero además, dentro de la propia península ibérica, también existieron partidarios tanto de Felipe (principalmente en Navarra y Castilla) como de Carlos (sobre todo en la Corona de Aragón), lo que originó una guerra civil. Después de una larga contienda en la que el equilibrio europeo amenazaba por romperse, finalmente se llevaron a cabo negociaciones de paz entre las diferentes naciones participantes.
Una de las grandes beneficiadas en dichas negociaciones fue Inglaterra. A través de las ventajas obtenidas en la firma del tratado de Utrecht (1713), se confirmó su ascenso como potencia marítima y comercial. Por aquel entonces, un nuevo tablero geopolítico se estaba configurando en Europa. La guerra finalizó con la entronización de la Casa de los Borbones y la renuncia de Carlos al trono español por medio del Tratado de Viena (1725). Otra consecuencia del resultado de esta contienda para España, fue la cesión de ciertos territorios a otras potencias como Austria (los Países Bajos españoles, el Milanesado, Nápoles, Flandes y Cerdeña), Saboya (Sicilia) e Inglaterra (Gibraltar y Menorca; esta última recuperada en 1782). Pero a pesar de la pérdida de todas sus posesiones europeas, España pudo conservar su vasto imperio americano hasta las primeras décadas del siglo XIX.
Los últimos estertores del imperio y los territorios africanos
El gobierno de Carlos IV (1788-1808) en manos de su ineficiente primer ministro Godoy, fue bastante calamitoso para la monarquía española. Napoleón quiso sacar tajada de esta situación de debilidad mediante la colocación de su hermano José Bonaparte en el trono español, lo que dio lugar a la cruel Guerra de Independencia (1808-1814). Este conflicto originó una gravísima crisis en España a todos los niveles (político, social, económico,…) , que fue aprovechada por algunas clases sociales para favorecer la emancipación de Hispanoamérica. Desde Nueva España hasta el Río de la Plata, cristalizaron movimientos insurreccionales en contra del poder peninsular.
El Imperio español se hizo pedazos de forma irremediable. Tras una larga lucha contra las fuerzas realistas, los antiguos virreinatos se fueron constituyendo en repúblicas independientes. El hijo de Carlos IV, Fernando VII, había recogido las riendas del poder tras la marcha de José Bonaparte. Este personaje ha sido catalogado como el peor monarca de la historia de España debido a su bochornoso papel durante y después de la Guerra de Independencia, su despotismo y su desinterés por los asuntos de Estado. Su muerte en 1833 abrió otro conflicto dinástico entre su joven hija Isabel y su hermano Carlos María Isidro: las guerras carlistas. Estas hostilidades se reactivarían cada cierto tiempo (1833-1840, 1846-1849 y 1872-1876).
Tras sufrir una grave inestabilidad política a lo largo de casi todo el siglo XIX y presentar una industrialización tardía e irregular, insólitamente España todavía pudo retener algunos territorios de ultramar: Cuba, Puerto Rico, Guam, Filipinas y otros archipiélagos menores del Pacífico (Palaos, Marianas y Carolinas). Sin embargo, la derrota ante Estados Unidos en 1898 significó el trágico final de los últimos restos del otrora Imperio español, aunque en algunos sectores se vio como un mal menor. Aún así, un fuerte sentimiento regeneracionista se instauró entre parte de la clase intelectual, lo que dio lugar a la llamada «Generación del 98». Al año siguiente, España vendió sus últimas posesiones ultramarinas al Imperio alemán.
Todas estas pérdidas supusieron el adiós definitivo a pertenecer al club de las grandes potencias europeas, las cuales ansiaban tener el control de los últimos territorios por colonizar: el extenso continente africano y algunas partes de Asia. España tuvo que conformarse con un papel muy disminuido en el reparto de África de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Su gran baza fue el cercano sultanato marroquí, que fue mayoritariamente ocupado por Francia en contra de los intereses de Alemania, la potencia emergente en Europa. Pero a pesar de las pretensiones francesas, el rey Alfonso XIII pudo ver cumplidas sus expectativas de quedarse con una estrecha franja del Rif marroquí además de otras posesiones africanas.
La irrelevancia de España a nivel internacional quedó patente en su neutralidad durante las dos guerras mundiales, a pesar de su posición sumamente estratégica entre el Mediterráneo y el Atlántico. En cambio, una sangrienta guerra civil ocurrida entre 1936-1939 golpeó en toda su crudeza a España, de la que tardaría décadas en recuperarse. Durante la posterior dictadura de Francisco Franco, irían desapareciendo paulatinamente los últimos territorios africanos que quedaban en poder de España: Marruecos en 1956, Guinea Ecuatorial en 1968 y el Sáhara Occidental en 1975 (este último fue ocupado por Marruecos). Este hecho coincidió con la oleada de descolonizaciones que sacudieron los imperios coloniales europeos en África y Asia durante la segunda mitad del siglo XX.
Posteriormente, España pasó de un régimen dictatorial a una democracia tras la muerte del general Francisco Franco a finales de 1975. Pocos años más tarde, las Cortes españolas aprobaron la Constitución de 1978 con el protagonismo de casi todas las fuerzas políticas con representación parlamentaria, algo inaudito hasta entonces. Algunos de los hechos más trascendentales que tuvieron lugar durante este período democrático fueron la integración de España en la OTAN en 1982 y en la Unión Europea cuatro años después junto con Portugal. Tras muchos años de aislamiento, España se incorporaba por fin al mercado común europeo. Muy lejos ya de su pasada gloria imperial, el país ibérico iniciaba un nuevo camino lleno de optimismo pero también de incertidumbres y desafíos.
Bibliografía
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Gómez-Centurión, C. (1987). La Armada Invencible. Barcelona: Anaya.
Pulido, G. (2008). La caída del imperio español: El colapso de la contradicción. MuyHistoria.