Al alba de un «¡Tierra a la vista!» y con el ocaso puesto en la toma de «posesión de la dicha isla por el Rey y por la Reina», el 12 de octubre de 1492 Colón daba cuenta al Viejo Mundo de una realidad completamente desconocida hasta la fecha.
¿Qué Indias son estas?
La mañana del 12 de octubre de 1492, los nativos de Guanahaní, a la que Colón bautizó como San Salvador en acción de gracias al Altísimo, se agolparon rápidamente en torno al profeta del Descubrimiento y a sus marinos improvisados, grumetes por redención y pilotos bíblicos. Como en la incredulidad de santo Tomás, ninguno de los presentes daba crédito a lo que tenía en frente. Para los europeos aquello era nuevo pero no desconocido. Si los cálculos de Colón no fallaban, estaban en Asia, frisando los dominios del Gran Kan.
A su llegada a Guanahaní, Colón creía haber llegado a una isla próxima al continente asiático
Para los indígenas, que vieron cómo de lo que parecían casas flotantes descendían bateles con hombres blancos, barbudos y vestidos, aquella realidad era tan nueva como desconocida, todo un «sentirse fuera de su tiempo», tal y como dirá el ilustre don Ramón María Serrera Contreras.
Dos mundos, dos realidades
Jubones, calzas, cueros, camisas, armaduras, botines y alpargatas contrastaban en la arena de la playa con la inocente desnudez de los naturales. Menciona el Almirante en su relación a los Reyes Católicos que estaban todos «desnudos, hombres y mujeres, así como sus madres los paren«. Y de la desnudez a la piel, de la que relata Colón que la tez de los indios era «de la color de los canarios, ni negros ni blancos«, sino más bien tirando a tostado. De «los cabellos» decía eran «gruesos casi como sedas«, recogidos, generalmente, a modo «de cola de caballos», llevándolos «por encima de las cejas, salvo unos pocos detrás que traen largos, que jamás cortan».
La realidad de los europeos chocó de frente con las costumbres de los nativos, pero también sirvió para desmitificar muchas leyendas de marineros
Añadía el Almirante que gustaban de teñirse el pelo de« blanco y colorado», y que estos mismos colores empleaban para pintarse el rostro y el resto del cuerpo. Un cuerpo y una condición física que describía con una gracia que desbanca a los cuentos y leyendas náuticas que hablaban de seres protohoméricos horribles a la vista y desfigurados. Colón da fe de que «hasta aquí no he hallado hombres mostrudos, sino gente bien dispuesta y de hermosa estatura».
El buen salvaje
En cuanto al talante de los antillanos, el genovés se sorprende por ser, «muy temerosos a maravilla». Y argumenta Colón que «no porque a ninguno se haya hecho mal», sino que, simplemente, son así, «temerosos sin remedio». Y no es para menos, porque esa naturaleza asustadiza de la que los castellanos fueron testigos era la suma del carácter insular de las Antillas, el aislacionismo involuntario de los nativos y la venida repentina de aquellos rostros pálidos salidos de las entrañas del océano.
Colón se topó con una población asustadiza pero muy hospitalaria que no tardó en ofrecer cuanto tenía a los navegantes españoles
Pecó el Almirante en creer en el mito del buen salvaje al advertir que tan pronto eran huidizos y temerosos como generosos y hospitalarios, pues vio con claridad cómo «después que se aseguran y pierden este miedo, ellos son tanto sin engaño y tan liberales de lo que tienen, que no lo creería sino el que lo viese». Eran harto dadivoso, «jamás dicen de no», aseguraba Colón, «y muestran tanto amor que darían los corazones». Para ellos no existía el «tuyo y mío«, que «todos hacían parte», incluso en lo tocante a mujeres, a las cuales el Almirante valora en alto grado porque «parece que trabajan más que los hombres».
Buena tierra para asentarse
Días después, cuando Colón llega y a la isla de «La Española«, comenta relata por carta a los reyes que «es maravilla» por sus extraordinarias cualidades y oportunidades para crear asentamiento y obtener riqueza con «las sierras y las montañas y las vegas y las campiñas, y las tierras tan hermosas y gruesas para plantar y sembrar», así como «para criar ganados de todas suertes» como para levantar «edificios de villas y lugares».
El Almirante trató en todo momento de convencer a los Reyes Católicos para que poblasen la Española y fundasen asentamiento en ella
Y da más argumentos a la sazón previendo nuevas exploraciones: «los puertos de la mar aquí no habría creencia sin vista, y de los ríos muchos y grandes, y buenas aguas, -y lo más importante de todo- los más de los cuales traen oro». Por todos estos motivos y por la hipotética cercanía con la tierra «del Gran Can», asegura el Almirante que «La Española es el lugar más convenible» para asentarse, porque de ella podrán Sus Altezas disponer tan «cumplidamente como de los reinos de Castilla».
América, error y acierto de Colón
No fue Cipango la que, corridos los años, dio a Colón la fama y a España la vitualla, tampoco la provincia de Catay ni ninguna de las tierras del Gran Kan. La búsqueda de una nueva ruta a la Especiería habría de esperar. América, en palabras del profesor José Otilio Umaña Chaverri, «empieza por ser resultado de un proyecto cuyos cálculos excluyen, no por mala fe sino por simple ignorancia, su existencia». Colón no pensaba dar prueba de la existencia de una tierra aún desconocida en los planisferios y las cartas de marear, sino, simplemente, acortar los límites del Viejo Mundo: su mundo.
Bibliografía:
Las Casas, Bartolomé, Historia de las Indias (1875)
Colon, Hernando, Historia del Almirante (1872)
Serrera Contreras, Ramón, La América de los Habsburgo (2011)
Umaña Chaverri, José Otilio, Interpretación y Traducción en el Diario de Navegación de Cristóbal Colón (1992)