La aventura de Napoleón en Egipto

Napoleón Bonaparte supone un mito clave para entender la historia contemporánea universal. Desde sus humildes orígenes en la isla de Córcega, pasando por una dura vida de oficial de artillería, consiguió mediante su aguerrido y disciplinado carácter convertirse en un carismático líder militar durante las guerras de la Revolución Francesa, alcanzando las mayores cotas de poder y gloria al convertirse en emperador de los franceses.

Pero para poder llegar a esa cima, el indiscutible líder de la Francia revolucionaria tuvo antes que forjar su leyenda de invencible comandante. Y si hubo una campaña que pudiera simbolizar como ninguna otra su meteórico ascenso, esa fue la exótica (y fracasada) expedición a Egipto.

Napoleón ante la Esfinge. Obra de Jean-Léon Gérôme (1867-1868).

Antecedentes

A comienzos de 1798 Europa llevaba casi una década sacudida por el estallido de la Revolución Francesa. Los profundos cambios políticos, económicos y sociales realizados, así como sus excesos de brutal violencia (el Terror) habían propiciado el estallido de la guerra de la Primera Coalición de las monarquías de Europa contra la naciente Primera República Francesa.

Tras varios años de guerra y de vorágine autodestructiva, la Francia revolucionaria había conseguido sobrevivir tanto a las amenazas exteriores como a su propio caos interno. Además había logrado tomar la iniciativa militar, pasando a la ofensiva en la zona fronteriza del Rin contra los estados alemanes y en el norte de Italia contra Austria.

Fue en esta última, en Italia, donde comenzó a emerger la figura de Napoleón Bonaparte. Con escasos recursos y tropas, este artillero corso de apenas treinta años, convertido muy pronto en general, consiguió en una rápida campaña expulsar a los austríacos de suelo italiano. Carismático y popular, su éxito en el campo de batalla había transformado una promesa en realidad en una Francia necesitada de hombres decididos. Sin embargo, sus ambiciones políticas resultaban una amenaza para los miembros del Directorio, el gobierno establecido tras el final del Terror.

Napoleón Bonaparte. Obra inacabada de Jacques-Louis David (1798). Fuente: wikiart.org

Deseando alejarle lo máximo posible de los círculos conspirativos de París, el Directorio planteó a Bonaparte una hipotética invasión de Gran Bretaña. Conscientes todos de la superioridad naval del país vecino, Napoleón rechazó el quimérico plan, pero sí valoró atacar en otro frente de operaciones con la intención de debilitar al mayor enemigo de Francia.

Fue así como surgió el ambicioso plan de invadir Egipto. Territorio semiautónomo del Imperio otomano, gobernado desde el siglo XIII por la temible casta guerrera de los mamelucos, su conquista podría suponer un golpe geoestratégico. Asegurado su control, desde allí se podrían cortar las líneas de suministro británicas con sus colonias de la India y estrangularla económicamente. Además, se potenciaría el predominio francés en uno y otro lado del Mediterráneo. Era un plan arriesgado, pero el Directorio, deseoso de alejar a Napoleón, aceptó el proyecto.

Tras varios meses de preparativos, la expedición estaba lista para la partida, compuesta por cerca de 40.000 soldados con cerca de un millar de piezas de artillería, otro millar de caballos y 10.000 marineros. La flota la formaban trece buques de línea, catorce fragatas y más de 400 embarcaciones de transporte e impedimenta. Además, se unieron casi 200 hombres del saber: matemáticos, biólogos, historiadores, geógrafos, artistas, etc. destinados a realizar una importante labor científica en el exótico país. El 17 de mayo de 1798 la escuadra partió del puerto de Tolón con Napoleón Bonaparte al mando.

Toma de Malta y llegada a Egipto. La batalla de las Pirámides.

Mapa de la expedición de Napoleón a Egipto. Fuente: arrecaballo.es

Tras varias semanas de navegación, urdiendo a la flota británica, a comienzos de junio la escuadra francesa llegó a la isla de Malta. Regida desde el siglo XVI por la administración de los caballeros de la medieval Orden Hospitalaria de San Juan, había sido un importante enclave estratégico en el Mediterráneo contra el islam. Enriquecida y con un gran patrimonio, este vestigio del pasado cruzado era un botín muy tentador para el ansioso general. Después de un corto bombardeo a la fortaleza de la Valeta, la Orden se rindió a Napoleón, estableciendo allí un gobierno colonial. Tras unos días de descanso y dejando una guarnición en la isla, la expedición reanudó su ruta, llegando a costas egipcias el 1 de julio.

Aprovechando el elemento sorpresa, rápidamente Bonaparte dirigió a las tropas desembarcadas hacia Alejandría, la histórica ciudad del mundo helénico, conquistándola rápidamente sin resistencia. Tras dos semanas de una dura marcha bajo el abrasador sol del desierto hacia El Cairo, la agotada expedición llegó a las proximidades de la ciudad, distinguiéndose en la lejanía las imponentes pirámides de Guiza. Fue allí donde Napoleón se encontró una gran fuerza de 50.000 mamelucos dispuestos a frenar su avance. Era el 21 de julio de 1798 e iba a comenzar la batalla de las Pirámides.

La batalla de las Pirámides. Obra de François Louis Joseph Watteau (1798-1799).

Consciente de su inferioridad numérica y de la efectividad de la caballería mameluca, Napoleón formó a sus tropas a la defensiva en varios grandes cuadros, convertidos en auténticos baluartes humanos. Antes de la lucha, valiéndose de su eficaz carisma, enardeció a sus hombres con una arenga que se volvería mítica: «¡Soldados! ¡Desde lo alto de esas Pirámides, cuarenta siglos os contemplan!».

Durante varias horas se sucedieron las caóticas cargas de la caballería mameluca sobre las grandes formaciones francesas. Aguerridos pero equipados con armas rudimentarias (alfanjes, flechas y lanzas), no eran rival para la gran potencia de fuego de los fusiles y cañones franceses. Tras sufrir cuantiosas bajas, las fuerzas mamelucas huyeron en desbandada. El paso a El Cairo quedaba libre, estableciéndose Napoleón como el nuevo gobernante de Egipto.

El general Bonaparte en El Cairo. Obra de Jean-Léon Gérôme (1863).

Desastre en el Nilo

A pesar de la importante victoria sobre los mamelucos y de tomar El Cairo, como bien había sospechado Napoleón, la Royal Navy no tardó en hacer su aparición en escena. Al mando de una fuerte escuadra, el almirante Horatio Nelson, el más capacitado y experto marino de su época, estaba decidido a asentar un duro golpe a la flota francesa, estacionada en la bahía de Abukir. Nada más arribar a la bahía y localizar al enemigo el día 1 de agosto, ordenó un ataque inmediato.

Retrato de Horatio Nelson. Obra de Lemuel Francis Abbott (1799).

Sorprendida por el súbito ataque, la escuadra francesa poco pudo maniobrar. Después de varias horas de cañoneos cruzados, la iniciativa británica se impuso, siendo toda la escuadra francesa capturada o hundida. Con el estallido del buque insignia francés, L’Orient, y la muerte del comandante de la flota, el almirante François-Paul Brueys d’Aigalliers, la victoria británica fue absoluta. Nelson encumbró aún más su leyenda de victorioso marino, alcanzando su cénit años después en Trafalgar. Con la batalla del Nilo, la campaña napoleónica en Egipto había dado un giro radical nada más empezar.

La destrucción del L’Orient en la batalla del Nilo. Obra de George Arnald (1827).

Campaña fallida a Siria

Tras la victoria en las Pirámides, todo el valle del Nilo quedó bajo el control de Napoleón, estableciendo un protectorado francés. Buscando ganarse las simpatías de la población, desde El Cairo promulgó varias reformas administrativas y sociales, gobernando el país de los faraones durante un tiempo. Pero el desastre naval en Abukir a manos de Nelson había supuesto un duro golpe. Aislados de Europa y vistos como invasores por la población, la presencia francesa en Egipto se volvió cada vez más complicada. En octubre de 1798 estalló una gran revuelta de la población de El Cairo contra la ocupación francesa. La reacción extremadamente violenta de Napoleón, causando miles de muertos y heridos, sólo sirvió para caldear aún más la situación.

Bonaparte visitando a los apestados de Jaffa. Obra de Antoine-Jean Gros (1804).

Aunque aislado, la pasividad no era una característica propia de Napoleón. Buscando continuar con el plan original de proseguir el avance hacia la India, en febrero de 1799 mandó una expedición de 13.000 soldados hacia Siria. Tras un rápido avance por la costa egipcia y la conquista de Jaffa, llegó a las puertas de la ciudad de Acre, antiguo bastión de las Cruzadas. Las importantes fortificaciones le obligaron a un duro sitio. La falta de víveres y munición, las enfermedades de la tropa y la desmoralización general le hicieron levantar el asedio tras dos infructuosos meses. Fracasada la expedición siria, en junio de 1799 Napoleón volvió a Egipto.

Batalla de Abukir y huida de Napoleón

Retornado de la fallida aventura por Palestina, el panorama era más que desalentador para Napoleón. Aislado en un país hostil y casi incomunicado, las pocas noticias que llegaban desde la metrópoli no eran especialmente positivas: el país se encontraba debilitado por las tensiones internas del ineficaz Directorio, se había formado una Segunda Coalición, volviendo los austríacos a ocupar el norte de Italia, y además, en el ámbito personal, supo que su esposa, Josefina de Beauharnais, le era infiel con varios amantes. Viendo que no podría obtener ningún beneficio más de la campaña y temiendo quedarse al margen de futuros acontecimientos, decidió regresar cuanto antes a Francia.

La batalla de Abukir. Obra de Antoine-Jean Gros (1806)

Pero antes de plantear la fuga, una nueva amenaza centró su atención. Recién vuelto a Egipto, un importante contingente de 16.000 otomanos desembarcó en la desembocadura del Nilo, buscando expulsar a los ocupantes franceses. Rápidamente Napoleón reagrupó a todas las fuerzas disponibles y se lanzó al ataque, venciendo a esta fuerza de castigo en Abukir el 25 de julio. En este enfrentamiento, el último que disputaría Bonaparte en su aventura egipcia, destacó su amigo, confidente y futuro cuñado, Joachim Murat.

Resuelto el peligro, Napoleón comenzó a organizar su regreso a Francia. Valiéndose de engaños o medias verdades, en la noche del 23 de agosto embarcó en Alejandría junto a un grupo de sus más fieles seguidores y partió hacía el oeste, consiguiendo eludir el bloqueo de las naves británicas. Tras una travesía de más de un mes por un Mediterráneo plagado de naves enemigas, finalmente arribó a las costas francesas el 9 de octubre de 1799. Su papel en aquella insensata aventura egipcia, que el mismo había concebido, había acabado. Pero no así la de los infortunados que dejaba atrás.

Últimos combates y final de la campaña

Tras la marcha de Napoleón, abandonando de forma ciertamente cobarde a aquellos de que le habían seguido ciegamente en su quimera, los restos de la expedición quedaron al mando del general Jean Baptiste Kléber. Experimentado combatiente en las guerras revolucionarias, su prestigio entre los soldados le permitió apaciguar los ánimos, una vez se descubrió la huida de Bonaparte. Este le había dejado instrucciones muy imprecisas de resistir hasta la llegada de refuerzos. Sin embargo, abandonados a su suerte sin posibilidad real de recibir ayuda de Francia, Kléber no tenía más opciones que pactar algún tipo de rendición con los británicos y otomanos.

El general Kléber. Obra de Paulin Guérin (1792).

Tras un fallido intento de rendición y evacuación de las tropas francesas el 24 de enero de 1800, de nuevo una fuerza de castigo otomana, esta vez de 60.000 unidades, desembarcó en Egipto. Aún con un ejército desecho y desmotivado y teniendo que evacuar El Cairo, Kléber marchó a su encuentro, produciéndose el choque el 20 de marzo en la ciudad de Heliópolis, en las riberas del Nilo. A pesar de la gran inferioridad numérica y la total escasez de municiones, la férrea disciplina francesa volvió a imponerse a las numerosas pero ineficaces tropas otomanas, consiguiendo la última victoria francesa de la campaña.

La posición de Kléber se reforzó, recuperando el control de la capital egipcia y entablando de nuevo negociaciones de paz. Lamentablemente, fue asesinado el 14 de junio a manos de un joven fanático sirio. Fue reemplazado en el mando por el general Jacques-François Menou, un nada carismático y extravagante militar que se convirtió al islam, buscando crear algún tipo de monarquía independiente.

Finalmente, en marzo de 1801, Gran Bretaña decidió poner punto y final con esta dilatada aventura francesa. Una expedición de unos 20.000 soldados al mando del teniente general Ralph Abercromby desembarcó en la bahía de Abukir, derrotando a las escasas y debilitadas fuerzas franceses en las batallas de Mandora (13 de marzo) y Canope (21 de marzo) y sometiendo a asedio a las débiles guarniciones de Alejandría y El Cairo a lo largo de ese verano. Totalmente superado, Menou capituló ante su homologo británico el 2 de septiembre de 1801. Los soldados franceses serían repatriados. Tres años después de desembarcar en la mítica tierra de los faraones, la campaña napoleónica en Egipto terminó.

Conclusiones

La conocida como campaña napoleónica en Egipto fue uno de los proyectos más infructuosos e insensatos en toda la historia militar de Francia. Concebida sobre planteamientos muy poco realistas, a pesar de los éxitos iniciales, esta aventura estaba abocada a un inevitable fracaso. En aquella época resultaba imposible poder conquistar y mantener un territorio como aquel con los recursos disponibles. Sería necesario esperar hasta finales de ese siglo que comenzaba para que las entonces sí avanzadas potencias de la vieja Europa pudieran poner sus ojos en el gran continente africano.

A día de hoy se asume que Napoleón, cegado por sus pretensiones de grandeza, sólo pretendía hacer una campaña propagandística. Emulando las hazañas en aquellas tierras milenarias de sus admirados héroes de la Antigüedad (Alejandro Magno, Julio César), buscaba con ello aumentar su popularidad y demostrar su fuerza como líder militar en su propósito de hacerse con el poder de Francia, cosa que ciertamente consiguió.

La Piedra de Rosetta exhibida en el Museo Británico (Londres).

Sin embargo, la fracasada campaña napoleónica de Egipto sirvió para otros objetivos. El grupo de sabios que le acompañaron organizó una comisión científica y comenzaron su labor de descubrir las maravillas del Antiguo Egipto. Durante los años que duró la expedición, recorrieron el país, haciendo trabajos arqueológicos, copiando textos antiguos, dibujando las ruinas de templos, tumbas, pirámides y esfinges, realizando estudios de todo tipo (etnológicos, geológicos, zoológicos y botánicos, etc.). El hallazgo más importante fue el descubrimiento de la Piedra de Rosetta, la cual sería la clave para descifrar los jeroglíficos en los tiempos futuros. Todo ello sirvió para fundar las bases de la egiptología como rama del saber. Aunque sólo sea por esa impagable labor dada a la posteridad, la fracasada expedición a Egipto del futuro emperador de Francia bien pudo merecer la pena.

Bibliografía

-Del Rey, M. (2022). Napoleón en Oriente. Madrid. Editorial La Esfera de los Libros.

-Ellis, G. (2004). Napoleón. Barcelona. Ediciones Folio.

-Granados, J. (2013). Breve historia de Napoleón. Madrid. Editorial Nowtilus.

-Ludwig, E. (1958). Napoleón. Madrid. Editorial Juventud.

-Vaca de Osma, J.A. (2005). Grandes generales de la Historia. Madrid. Editorial Espasa Calpe.

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