El pasado 20 de julio, la república de Colombia celebraba su independencia de España. La multitudinaria fecha atrajo la atención no solo de los medios de comunicación y del saliente presidente de la república (como es ya costumbre), sino también la de aquellos que ven en este día una oportunidad de conocer la idiosincrasia colombiana en torno al imperio del que el actual territorio colombiano formó parte por poco más de trescientos años.
Los resultados de este acercamiento al ideario colectivo colombiano son, para aquellos que están interesados en la historia bien contada, simplemente espeluznantes. Las entrevistas televisivas a los ciudadanos asistentes a los desfiles, los titulares de los periódicos, y los tweets del colombiano promedio dejan una cosa bien clara: se cree que España fue una potencia opresora que, por trescientos años, encadenó al pueblo colombiano y lo redujo al oprobio del coloniaje, la discriminación, el expolio y la esclavitud, hasta que los llamados “libertadores”, acompañados por todos aquellos que no eran españoles peninsulares, decidieron liberar al país de la barbarie hispánica.
Estos comentarios no son exclusivos de los colombianos, sino que se pueden extrapolar al nivel continental, y no estaríamos cayendo en generalizaciones apresuradas. El americano promedio cree firmemente que España es la bestia negra de las identidades nacionales de este lado del Atlántico, y que la lucha para expulsarla se basó en un esfuerzo conjunto de criollos, indígenas, negros y mestizos.
Es, precisamente, esta segunda creencia el objeto principal de este texto. A lo largo de estos párrafos, se tratará de ofrecer una perspectiva general (porque entrar en especificidades nos llevaría fácilmente a redactar una disertación universitaria) de la etnografía de las guerras de emancipación hispanoamericanas. Para esto, el articulo cuenta con cuatro secciones, cada una correspondiendo a la explicación del papel de las comunidades indígenas en los procesos de independencia de los cuatro virreinatos americanos existentes: Nueva España, Nueva Granada, Perú y el Río de la Plata.
Nueva España:
El caso del virreinato de la Nueva España es probablemente el más complejo de analizar. No es posible afirmar, sin más, que las comunidades indígenas mostraron abierta hostilidad o simpatía por el proceso emancipador. No sugerimos que la población indígena mostrara un gran entusiasmo por la campaña independentista, ya que, a pesar de que hasta el 50% de las fuerzas de Hidalgo y Morelos eran nativas (Von Wobeser, 2011), la población indígena en general se mantuvo en condiciones de relativa indiferencia ante las pretensiones de los independentistas, pero tampoco sería correcto decir que todas las comunidades indígenas vivían felices con el orden virreinal de finales del siglo XVIII. Para nadie es secreto que los deseos de la Corona no siempre se cumplían a rajatabla en América, y los abusos de las elites locales sentaron las bases de una creciente hostilidad de la población nativa hacia esas clases sociales dominantes en Nueva España. Esta enemistad se vio traducida en la militancia de muchos indígenas en las filas independentistas, pero el objetivo que estos naturales americanos buscaban con su enrolamiento en esas milicias nunca fue la secesión del territorio novohispano. Marcelo Gullo (2021) explica: “Ahora bien, ni mucho menos buscaban [los indígenas] la independencia de la Nueva España, sino que se levantaron en armas contra el mal gobierno, pero desvinculando al rey de España de cualquier responsabilidad y sin ninguna intención de reivindicar sus derechos como indios, porque no tenían conciencia de grupo” (pág. 306).
En el marco de una campaña bélica cuyo fin no era la secesión, sino la rebelión contra el mal gobierno, no hubo nunca un esfuerzo cohesionado por parte de las comunidades indígenas para pelear contra un enemigo que todas percibieran como común. Los otomíes, por ejemplo, se rebelaron contra el poder virreinal y fueron útiles para consumar la secesión del territorio novohispano, a pesar de que esa no haya sido su intención principal a lo largo del conflicto interno, mientras que la fidelísima Tlaxcala se mostró hostil hacia los propósitos revolucionarios e independentistas [1], negándose con vehemencia a colaborar con aquellos que, desde su perspectiva, eran traidores peligrosos para el modo de vida y organización socio-política tlaxcaltecas.
Los nativos del gran norte (actual sur de Estados Unidos), la región más inhóspita de todo el imperio español, mostraron una total indiferencia hacia el proceso independentista. Los indios navajo, por mencionar uno de los numerosos pueblos que habitaban la árida zona norteña, siempre tuvieron relaciones inestables con las autoridades virreinales, y nunca lograron ser sometidos por las mismas de manera duradera. Desde los primeros contactos con los castellanos y sus aliados, los nativos del gran norte mostraron una evidente hostilidad. Eran conocidos por sus constantes ataques a los reinos más septentrionales del virreinato, por el hecho de que el saqueo era su forma de ganarse la vida. Al igual que sucedía con los pastores y cazadores en el Egipto neolítico, los navajos no se sedentarizaron de manera efectiva, y les faltaba bastante para alcanzar un cierto grado de maestría en el oficio de la agricultura, pero eso no les impedía atacar a aquellos que ya habían adoptado esas condiciones de vida. Y a pesar de que “los españoles deseaban que los navajos dejasen de depender de sus incursiones bélicas como medio de ganarse la vida” (Flagler, 1988, pág. 152), cambiar las costumbres de un grupo humano tan descentralizado, escurridizo y hostil era una tarea harto difícil que nunca culminó, por lo que los ataques a las zonas urbanas del norte de la Nueva España siguieron siendo el principal medio de subsistencia de esas comunidades. Es cierto que, a comienzos del siglo XIX y luego de décadas de conflicto, los españoles lograron hacer las paces con los navajos, pero esas condiciones de paz entraron en crisis durante las invasiones napoleónicas y el comienzo de los procesos secesionistas.
Flagler (1988) explica:
«La paz con los navajos se mantuvo durante tinos dos años, pero a medida que el control español se debilitaba debido a la situación inestable en México y en la misma metropolí, los indios se sentían más inclinados a sublevarse. El hecho de que ya no se les entregaban obsequios a los navajos cuando acudían a Santa Fe seguramente contribuía a su insatisfacción» (pág.153).
Los navajo, al igual que otros pueblos de Aridoamérica, nunca estuvieron totalmente sometidos al dominio español, por lo que afirmar que sus revueltas tenían como objetivo la emancipación de la Nueva España es ridículo. Después de todo, a los navajo no les interesaba colaborar con la emancipación de un territorio con el cual sentían una paupérrima conexión, la cual estaba dada, en buena parte, por los réditos que sus ataques a las comunidades urbanas novohispanas les permitían percibir.
Nueva Granada
En el virreinato de la Nueva Granada, aquel que compartía frontera con Nueva España en lo que hoy en día es Panamá, la actitud de los indígenas frente a la emancipación fue bien distinta a la mostrada por los naturales novohispanos. Si las acciones de los segundos estuvieron inspiradas por la indiferencia o el apoyo en la mayoría de los casos, las de los primeros mostraron, casi siempre, un vehemente e iracundo rechazo hacia cualquier tipo de proceso secesionista que separara a Santa Fe de Bogotá de Madrid.
En el marco de la campaña independentista de lo que más tarde se conocerá como la (Gran) Colombia, la solidificación de un escenario de guerra civil en el que el territorio neogranadino se dividía entre regiones realistas y regiones patriotas se fue haciendo cada vez más evidente. Si bien es cierto que el proceso independentista jamás gozó de un gran apoyo popular (Anderson; año), habían algunas regiones más realistas que otras, y en la Nueva Granada, las más fieles fueron las más septentrionales y las más meridionales, mientras que el centro del país estaba dominado por los patriotas.
Caro (2009) afirma:
«Las guerras entre las múltiples unidades políticas erigidas en 1810 se estabilizan hacia 1812 en torno a cuatro polos geográficos. Los realistas en el sur con la zona montañosa y el valle de la Patía, y en el norte en la zona costera caribeña de Santa Marta. Por su parte, los patriotas se dividían en federalistas que dominaban la mayor parte de la región central, y en centralistas, que predominaban en Santa Fé y en la región del magdalena medio» (pág. 189).
Así, la mayoría de ciudades del norte, así como la mayor parte de las del sur, fronterizas con el Perú, “se convirtieron en las ciudades ‘mecas del realismo’ o ‘fidelismo absolutista’” (Caro, 2011, pág. 117). Estos dos polos geográficos de la Colombia hispana compartían una realidad demográfica: la mayor parte de su población, era indígena. Los polos patriotas, por su parte, también compartían una carga demográfica similar, en tanto una parte importante de sus habitantes eran criollos acomodados.
En ese respecto, el historiador colombiano Jaime Sierra García (1988) explica:
«Los dirigentes de la Independencia surgieron de un grupo social bien definido, compuesto por las principales familias criollas, de comerciantes, mineros y propietarios, cuyos hijos se habían educado en Bogotá o Popayán, donde se graduaron como abogados o sacerdotes. Como residían ante todo en las áreas urbanas, fueron éstas las zonas más adictas al movimiento emancipador, mientras que en las zonas rurales, donde predominaban los esclavos dedicados a la minería y los mestizos, dedicados al mazamorreo y a la agricultura, así como los escasos indios dedicados a la agricultura, la adhesión a la causa realista fue más frecuente” (pág. 92).
Concentrémonos, primero, en las regiones norteñas. En esta zona, “Santa Marta, Riohacha, Tolú y el istmo de Panamá reconocen a la Regencia y luego a las Cortes de Cádiz” (Caro, 2009, pág. 189). Las provincias de Santa Marta y Riohacha, y los naturales que allí habitaban, se levantaron con especial fulgor para combatir contra las fuerzas secesionistas. En ese sentido, Caro (2011) afirma: “Los indios de mamatoco, Bonda, Gaira y Ciénaga, y los wayuu de la Guajira, siempre fueron contingentes prestos a las fuerzas realistas” (pág. 124). Estos contingentes indígenas al servicio de la Corona tenían como mayor rival a otra de las grandes ciudades del norte de Colombia, que, a diferencia de la gran mayoría del territorio costeño, se decantó por el independentismo: Cartagena de Indias. El orgullo de España, como se refería el mismo Edward Vernon a Cartagena antes de su derrota a manos de Blas de Lezo, había traicionado a la Corona poniéndose del lado independentista, y por ende, las hostilidades contra los indios monárquicos y contra los realistas del norte de Colombia más generalmente salieron muchas veces de allí.
Uno de los ataques patriotas más famosos, durante el cual los indios realistas de esta región tuvieron particular protagonismo, fue la toma de la Santa Marta realista por parte del exsoldado español Pierre Labatud, quien, ahora al servicio de los secesionistas cartageneros, se hizo con el control de la ciudad de Santa Marta el 13 de enero de 1813 (Caro, 2009). Ante la noticia de la caída de Santa Marta, inmediatamente La Habana envió suministros y apoyo para liberar la ciudad, pero fue grande la sorpresa que se llevaron los efectivos españoles al llegar a las costas samarias para colaborar en la liberación de la ciudad, pues a su llegada, ya los indígenas realistas de la zona habían recobrado, ellos solos, el control de la ciudad. Caro (2009) afirma: “llegando [los refuerzos realistas] a la ciudad de Santa Marta tres días después, fecha para la cual, la cabecera principal de esa Provincia ya había sido recuperada por los propios vecinos que se mantenían realistas y leales a la Monarquía española, apoyados por los pueblos indígenas de Mamatoco y Bonda” (pág. 196). La pronta recuperación de Santa Marta era vital para la causa realista, porque de asegurarse los patriotas su control, la toma de Riohacha habría sido inminente (Caro, 2009).
Más allá del caso de la liberación de Santa Marta, y sin ánimos de restarle a la loable braveza indígena, hemos de hacer hincapié en la importancia que tuvo la ayuda proveniente de Cuba (ver figura 1). Sin esta, otras operaciones bélicas en las que participaron los naturales de la zona habrían sido aún más complejas de lo que fueron en realidad.
La ya mencionada provincia de Riohacha fue el escenario de otra de las hazañas de los indígenas realistas de Colombia. Allí, los indígenas guajiros se enfrentaron nada más y nada menos que al mismísimo ejército británico, cuando este comenzaba sus andaduras por el continente americano de la mano de Simón Bolívar. Marcelo Gullo (2020) explica: “Cuando la Legión Británica desembarcó en América para auxiliar a Bolívar, los guajiros presentaron batalla y trataron de impedir el paso de los cinco mil soldados ingleses que el Libertador necesitaba para hacer frente al ejército realista, curiosamente compuesto por los miembros de las clases más bajas de la sociedad venezolana” (pág. 309).
Más allá de impedir el paso de la legión para que esta no pudiera auxiliar a Bolívar, la resistencia armada de los indígenas guajiros tenía otro objetivo: prevenir la caída de Riohacha en manos patriotas. Después de todo, Riohacha, al igual que Santa Marta, era particularmente importante para la causa del rey en tanto “esta ciudad protegió algunos pueblos del valle del Cesar [una región de lo que hoy en día es Colombia] que no estaban de acuerdo con la independencia absoluta cuando Valledupar se declaró independiente” (Acuña, 2011, pág. 27). No obstante, la valentía de los guajiros no hizo milagros, y a pesar de su fiera y orgullosa resistencia, que lograría arrebatarle una vez el control de Riohacha a los ingleses, terminarían cayendo ante los los traidores patriotas y sus colaboradores. Acuña (2011) explica: “Cuando las fuerzas patriotas volvieron a tomar el control de Riohacha ante el desembarco en la costa de los generales Brion y Montilla, la guerrilla de indígenas ofreció tenaz resistencia” (pág. 28).
No podemos concluir nuestro paso por la Nueva Granada sin dirigirnos al sur de la actual Colombia, en donde encontramos al más ilustre héroe que el realismo indígena pudo haberle dado a la historia: Nos referimos al mítico Agustín Agualongo.
Descrito como un hombre de baja estatura y físicamente feo (Álvarez, 1996), el “león de Pasto”, como se le llama a veces, también fue “ídolo de un pueblo aguerrido y exaltado, y es hoy símbolo de esperanza de un pueblo defraudado” (Álvarez, 1996, pág. 19). Las razones para que a Agualongo se le tenga en semejante concepto sobran, en tanto que fue el quien coordinó la resistencia de indígenas y negros en el otro polo geográfico realista de lo que hoy en día es Colombia: las provincias sureñas de la Nueva Granada, fronterizas con el Perú. Allí, Agualongo y los indígenas pastusos pusieron en jaque la movilidad de los ejércitos secesionistas de Simón Bolívar. Después de todo, al ser Pasto la puerta de entrada el virreinato peruano desde el norte, quien lo gobernara controlaría también la movilidad entre los virreinatos, y por tanto, Agualongo y los indígenas pastusos que pelearon junto a él hicieron un esfuerzo olímpico para prevenir que los independentistas tomaran su tierra por el interés geoestratégico que esta tenía.Juan Faustino Sallaberry (1931) explica sobre la resistencia indígena al sur de Colombia:
«En aquella irreductible y brava «Vendée Sud-Americana«, surcada por los ríos Guaytara y Juanambú, entre los que se levanta el inmenso y barrancoso cono truncado del Volcán de Pasto, habían sucumbido durante varios años los ejércitos invasores. Contra estas formidables barreras y contra la fuerza moral de los pastusos, que combatían a los patriotas como a herejes y defendían contra ellos su fe y sus hogares, se habían estrellado los arrestos de los caudillos revolucionarios» (pág. 113).
A pesar de la enconada resistencia que los pastusos, encabezados por el heroico Agualongo, mostraron contra Bolívar y sus huestes, el destino de estos naturales fue el mismo que el de sus pares del también realista norte de la Nueva Granda. A pesar de que “abrazaron con toda su alma la causa de la península, que, para ellos, era la causa católica, y por lo tanto, la única interesante: y por la cual daban gustosos la sangre y la vida” (Sallaberry, 1931, pág. 113), fue cuestión de tiempo para que los pastusos fueran doblegados por Bolívar y sus comandantes. Agualongo fue apresado y fusilado, no sin antes gritar claro y alto que “si tuviera veinte vidas, estaría dispuesto a inmolarlas por la religión católica y por el rey de España” (Álvarez, 1996, pág. 223), mientras que la población indígena de Pasto sufriría un terrible genocidio por órdenes del mismo hombre al que hoy, en Colombia, Venezuela y Ecuador, se llama «Libertador». Luego de que Juan Barreda, por órdenes de Bolívar, mandara acabar con “cuanto hombre se encuentre, y más si son indios e indias” (Garnica, 2019, pág. 179), el “Libertador” celebró el exterminio indígena afirmando que se había logrado “en fin, destruir a los pastusos. No sé si me equivoco como me he equivocado otras veces con esos malditos hombres, pero me parece que por ahora no levantarán más su cabeza los muertos” (Vinueza, 1994, pág. 148).
El Perú
Dejando ya el virreinato de la Nueva Granada, concentrémonos ahora en el Perú. Es relativamente bien sabido que la mayor parte de la población de los territorios que hoy gobiernan Perú y Bolivia (el antiguo Alto Perú) mostraron un vehemente rechazo a la causa independentista. Como bien afirma el historiador británico William Maltby (2009): “The Peruvians, perhaps mindful of the Tupac Amaru revolt a generation before, remained loyal to the crown until independence was forced upon them by outsiders after the Riego Revolt” [Los peruanos, tal vez conscientes de la rebelión de Tupac Amaru ocurrida una generación antes, se mantuvieron leales a la corona hasta que la independencia les fue impuesta por extranjeros después de la revolución de Riego] (pág. 299). Empero, es particularmente interesante detenernos en la actitud de las comunidades indígenas hacia ese mismo proyecto independentista. Así, encontramos que la sociedad indígena en el Perú giraba alrededor de dos polos distintos: uno, el de los indígenas del común, y el otro, el de la nobleza incaica. Ambos polos se mantuvieron fieles a la Corona española cuando esta se vio traicionada por los criollos en prácticamente todos los virreinatos, y cada uno contribuyó a la defensa del Perú virreinal desde sus posibilidades.
Los indígenas del común vieron en la lucha armada la mejor manera de mostrarle lealtad a su rey. Por esto, la vasta mayoría de efectivos que combatieron contra las tropas independentistas de Bolívar y San Martín eran indígenas. Marcelo Gullo (2021) explica: “De la Serna había logrado mantener unido un poderoso ejército formado por diez mil combatientes, casi todos voluntarios. La mayoría de los soldados eran indios y mestizos pobres de habla quechua, y el resto, criollos, negros y pardos hispanoparlantes” (pág. 304). Es cierto que el virrey José de la Serna tuvo un rol importante en la conformación de la resistencia que le plantaría cara al ejército que, a pesar de considerarse libertador, era visto por los peruanos como una fuerza de ocupación (Gullo, 2021), pero cuando el virrey faltó, y cuando el poder español colapsó a mediados de la década de 1820, sería un indígena, y no un español, el supremo organizador de la resistencia realista que decidiría enfrentarse, por última vez y en un acto lleno de lo que unos tildarían de valentía y otros de simple locura, a la inevitable victoria secesionista. Nos referimos a Antonio Huachaca, quién combatiría con fiereza a los patriotas junto con los indígenas iquichanos que a él juraron lealtad, aun cuando la contienda parecía llegar a su fin.
La resistencia realista encabezada por Huachaca, mejor conocida como la rebelión de Iquicha, llevó a los indígenas que este caudillo lideraba a arrebatarle a los independentistas (que, de facto, ya habían triunfado) el control de Huanta, y a tratar de tomar, sin éxito, Ayacucho en 1827. A pesar de varias victorias iniciales, el movimiento de Huachaca fracasó, y con el tiempo, las fuerzas del naciente gobierno peruano lograrían revertir lo hecho por los indígenas, en tanto era imperativo aplastar a los revoltosos iquichanos porque la rebelión de estos no tenía ningún objetivo modesto, sino todo lo contrario: los iquichanos, como buenos realistas, buscaban el colapso del gobierno republicano y su derrota sin paliativos. Urbano y Lauer (1991) afirman: “ Vinieron a pactar [Huchaca y otros] con un sector de los curas locales -de filiación realista- y un grupo de españoles capitulados, quienes refugiados en Huanta luego del triunfo patriota en Quinua, urdieron un vasto plan cuyas pretensiones no eran nada menos que reconquistar para Fernando VII el Reino del Perú” (pág. 172). Uno podría pensar que un plan así era fantasioso, y que unos indios desorganizados que peleaban con palos y lanzas en su mayoría no podrían llevar a cabo una operación de ese tamaño; empero, Huachaca y sus huestes no solo dependían de sí mismos, sino que tenían aliados en Austria y en Rusia: nada más y nada menos que la Santa Alianza.
Sobre esta colaboración entre austríacos, rusos, e indígenas, Fernán Altuve-Febres (1996) afirma:
«El general Huachaca siguió combatiendo contra la República junto con todo el pueblo huantino y hasta con los Húsares de Junín que en un tiempo lo secundaron. La guerra contra la República terminó el 15-XI-1839 cuando sus fuerzas firmaron el Tratado de Yanallay. Este hecho ignorado de la historia peruana tuvo un carácter internacional ya que en los primeros años de la güeña de Iquicha estos estuvieron vinculados con agentes contrarevolucionarios de la Santa Alianza« (pág. 284).
Por su parte, los nobles indígenas presentaron también una firme oposición a la causa independentista. Eso sí, esta oposición fue mucho más simbólica, en tanto la nobleza inca no tuvo un interés manifiesto en combatir en la cruda guerra en la que ya los indígenas pobres, como hemos visto, estaban dejando su sangre. Así, la oposición de la nobleza incaica se basó en desfilar, una última vez, con las dignidades que la Corona española les había otorgado en señal de apoyo a la misma.
Marcelo Gullo (2021) afirma:
«Los descendientes de la antigua nobleza del Imperio inca, solicitaron, en 1824, al virrey De la Serna —cuando ya estaba cercano el fin de la guerra y su resultado era previsible a favor del bando independentista—volver a pasear el real estandarte de la ciudad de Cuzco, del que eran custodios en la procesión del Corpus Christi —tradición que se mantuvo hasta 1815—. Desfiló entonces la nobleza inca con sus trajes y uniformes de ceremonia y sobre ellos lucían los emblemas de oro correspondientes a su dignidad, consistentes en cadenas de oro en bandolera, el sol de oro de los incas colgando del pecho, y hombreras, rodilleras y hebillas de oro que tenían grabadas el rostro de un puma, emblema del viejo Imperio inca. Profesaron su fidelidad a la monarquía española sabiendo que la guerra ya estaba perdida» (pág. 303).
Río de la Plata
No podemos terminar este recorrido sin referirnos al virreinato más septentrional de la América española: el Río de la Plata. Allí, la actitud de los naturales hacia el independentismo fue mucho más ambigua que la mostrada por los neogranadinos y los peruanos. En efecto, mientras algunas comunidades indígenas decidieron aliarse tímidamente con el independentismo, hubo algunas otras que decidieron optar por pelear bajo el estandarte realista.
Entre los pueblos originarios que mostraron alguna simpatía por la secesión, encontramos a los guaraníes [2]. Estos naturales, curiosamente, habían tenido siempre una relación relativamente cordial con los misioneros españoles, en tanto estos fueron los encargados del establecimiento de las reducciones jesuíticas guaraníes. Allí, los naturales no solo eran instruidos en la fe católica, en las artes y en la música, sino que también aprendían a mantener, económica y militarmente, un espacio que era prácticamente una burbuja, apartada de otras realidades.
Domínguez Ortiz (2014) afirma:
«En el interior, en la cuenca del Paraguay, las misiones creadas por los jesuitas habían derivado, si no en un estado teocrático, como decían sus enemigos, en una organización original y autosuficiente, incluso en el terreno militar, pues los jesuitas habían adiestrado a los indios guaraníes en el manejo de las armas para defenderse de las incursiones de colonos brasileños que se adentraban en el país para capturar y esclavizar a sus habitantes» (pág. 290).
Si bien los guaraníes no estuvieron, en general, muy interesados ni en la causa independentista ni en la realista (Ribeiro, 2009), fue en una misión jesuítica donde se crio el único caudillo patriota guaraní del que tenemos registro. Hablamos de Andrés Artigas, hijo adoptivo del también separatista José Artigas, quien dirigió a los guaraníes que peleaban por la emancipación de la Corona española (Ribeiro, 2009; Gullo; 2021). A pesar de su acción en el marco de la independencia paraguaya, debemos tener en cuenta que la importancia de Andrés Artigas nunca fue demasiado notable, y que, en comparación con otros indígenas beligerantes, fueran realistas (como Agustín Agualongo) o patriotas (como el indio Jerónimo), su influencia se ve ciertamente opacada. Después de todo, como bien resume Ana Ribeiro (2009): “[La independencia paraguaya] tampoco contó con reivindicaciones ni con protagonistas indios destacados” (pág. 290), y Artigas, a pesar de mostrarse como un líder tímidamente reconocido, no puede ser considerado como una excepción a la relativa neutralidad guaraní.
Muy lejos de la relativa neutralidad de los guaraníes, los mapuches, eternos enemigos de los castellanos, si decidieron tomar partido durante las guerras civiles que tendrían como consecuencia la independencia de la capitanía general de Chile. Empero, la actuación de estos fieros guerreros no sería la esperada para cualquiera que tuviera conocimiento de la evidente hostilidad que los mapuches mostraron hacia los españoles virtualmente desde siempre. Y es que, a diferencia de lo que el sentido común podría sugerir, los mapuches, aquel pueblo bravo e irreductible ante el cual los españoles tuvieron que repensar sus posibilidades de victoria, terminaría siendo, por lejos, el mayor aliado indígena de la Corona durante la independencia del Río de la Plata.
A diferencia de otros pueblos indígenas cuyo papel ya hemos revisado anteriormente, el de los mapuches muestra una particularidad: estos indígenas hacían parte del grupo de pueblos que, por una u otra razón, se resisten con fiereza a la expansión de otra sociedad política en detrimento suyo. Desde las tribus libias haciéndole frente al Antiguo Egipto, hasta la resistencia de los pictos ante los romanos, todos comparten una realidad con los mapuches: su sometimiento fue tan complejo que terminó por convencer a sus invasores de que el mismo simplemente no era rentable.
A pesar de no haber sido sometidos nunca, los mapuches decidieron firmar la paz después de un siglo de guerra que hoy conocemos por el nombre de Guerra de Arauco. Ya sea por exhaustividad o por el simple aburrimiento que causaba pelear una guerra de nunca acabar, los mapuches y los españoles firmaron las paces de Quillín (1641), en las que se establecían, básicamente, dos clausulas: primero, se afirmaba la independencia mapuche de la Corona española; segundo, los mapuches, siempre independientes, se comprometían a enfrentar a los enemigos de la monarquía (Bengoa, 1994). Fue esta última cláusula la base neurálgica del rechazo mapuche a la causa patriota. Los mapuches, al igual que muchos otros pueblos indígenas, veían en su relación con el rey “cierta impronta de pactismo” (Levaggi, 2001 párr. 30), y por ende, pelear contra los enemigos del rey no era ya simplemente una cuestión de altruismo o de intereses, sino de honra. Por tanto, “los mapuches respetaron los pactos y, cuando fueron llamados a luchar al lado del rey, así lo hicieron” (Bengoa, 1994, pág. 144).
Pero la guerra de los mapuches contra los patriotas fue diferente. Normalmente alejados del estilo de combate de los indígenas neogranadinos y peruanos, en el que los asedios y las batallas campales eran el pan de cada día durante la primera mitad del siglo XIX, los mapuches configuraron su resistencia sobre un tipo de combate distinto. Bengoa (1996) afirma: “El pillaje, el incendio, el robo y el saqueo, la sorpresa y la emboscada, eran los métodos de una guerra llevada a cabo no por ejércitos modernos, sino por campesinos, exsoldados, indígenas, bandidos y personajes fronterizos aunados en un extraño afán de mantener el estatus quo colonial” (pág. 143). Fue en el marco de esta estrategia, similar en algunos aspectos a la guerra de guerrillas, que la vasta mayoría de los mapuches trataría de evitar el colapso del orden virreinal en las proximidades de sus dominios.
Marcelo Gullo (2021) explica:
«Combatieron a favor de España casi todas las tribus mapuches. En la guerra sin cuartel que los mapuches emprendieron contra los criollos chilenos independentistas sobresalieron por su arrojo y audacia los caciques Huenchukir, Lincopi y Cheukemilla, que estuvieron al frente de los lafkenches; los caciques Martín Toriano, Chuika y Juan Nekulman, que lideraron a los pehuenches, y los caciques Mariwán, Mangin Weno (o Mañil Bueno) y su hijo Ñgidol Toki Kilapán, que encabezaron a los wenteches. Tampoco fue menor la participación del cacique Curiqueo, al mando de los boroganos» (pág. 307).
En conclusión, y después de haber revisado las generalidades del tema, podemos afirmar que la creencia de que hubo, durante las guerras de independencia en Hispanoamérica, un apoyo multitudinario por parte de los indígenas hacia los distintos movimientos patriotas es simplemente falso. Es cierto que, a veces, algunas comunidades mostraban simpatía por la causa independentista, pero la evidencia empírica nos demuestra que esta, muy lejos de ser la regla, fue siempre la excepción. La mayoría de los naturales de la América española nunca dejaron de ser fieles a su rey. Ni antes del siglo XIX ni en las guerras de secesión ocurridas durante los albores del mismo pensaron, ya sea por interés, honra personal o respeto a una autoridad que creían intocable, en desmantelar el orden político, social y económico que las autoridades virreinales habían impuesto por trescientos años. Por lo tanto, y a pesar de los distintos intentos de los relatos fantasiosos, nacionalistas y tremendamente simplistas que los programas educativos de los gobiernos hispanoamericanos (tanto de izquierda como de derecha) han tratado de impulsar, podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que la independencia fue, a grandes rasgos, cosa de criollos.
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[1] Téngase en cuenta que revolución e independencia no son sinónimos. En el marco de la dominación española de América, la mayoría de las rebeliones nunca buscaron la secesión de los territorios en los que estas sucedían.
[2] Aquí sucede lo mismo que con el resto de pueblos recogidos en el texto. Una parte importante de esa comunidad indígena fue patriota, pero claramente también habían elementos realistas en tanto las guerras de independencia fueron guerras civiles y fratricidas (Gullo, 2021).