El Cid, arquetipo nacional

El Cid, dice Menéndez Pidal, es un héroe épico de naturaleza singular. Asciende, inmortalizado por su epopeya, a los altares nacionales.

El Cid
Daumier, Honoré-Victorin. «Le Cid se mettant aussi en campagne pour aller combattre les Maures», litografía en negro sobre papel tejido blanco, 1859.

El Cid y el mito político

Como expresó el catedrático, profesor emérito y cientista político, Giovanni Sartori, «la política no es un fenómeno monótono». Es decir, que «a veces la política es «mística», materia de fe, de religión secular; otras veces la política es asimilable a puros y simples «asuntos» (a tratar)»1. En consecuencia, no podemos limitarnos a señalar la mentira o la verdad parcial. Por el contrario, es una exigencia entender su valor dentro de las coordenadas políticas.

Rodrigo Díaz de Vivar, como muchos de los otros grandes mitos políticos españoles, se ha visto «instrumentalizado» para el uso político. De acuerdo a Henry Kamen, «la historia del Cid pasó a primer plano cuando se transformó en una versión de la Reconquista, al publicarse en 1929 la España del Cid de Menéndez Pidal, tal vez la obra más influyente jamás sobre la Historia medieval española»2.

Ciertamente, como ha reconocido Kamen, Menéndez Pidal había sido el pionero de la «investigación de los orígenes del castellano»3. Era considerado además «líder indiscutible de los filólogos de la época»4. El hispanista británico consideraba que Menéndez Pidal pensaba que «el carácter y los logros del Cid sugerían una personalidad que se podía interpretar como representativa de lo mejor y lo más noble del espíritu español»5. En conclusión, «un auténtico héroe nacional»6.

El cómo la obra de Menéndez Pidal llega a ser tan representativa tiene que ver con su prestigio como investigador. Pese a su difícil relación con el franquismo, logra presidir la Real Academia de lengua y la Real Academia de Historia tras su regreso a España en 1947. De manera que sus «puntos de vista se reflejaron a nivel popular en películas, novelas, artículos periodísticos y en las artes»7.

La obra de Menéndez Pidal

El prestigioso catedrático español afirma que en «España se dio la última edad heroica occidental», pues se trata de «el último héroe que se halla en el umbral de las edades heroicas»8. Su penetración en la psicología cidiana, basada en el estudio de las fuentes clásicas, lleva al elogio de su figura en múltiple aspectos.

Por ejemplo, resalta la energía heroica del personaje histórico: «las historias del Cid nos dan muestras de la participación personal del héroe en todas las actividades a que andaba mezclado»9. La obra cidiana, por el contrario, es estrictamente castellana. Es por ésto que «El Cid trabajó primeramente en pro de las aspiraciones de Castilla contra León y contra Navarra»10.

Rodrigo Díaz de Vivar aparece ligado así a la figura del unitarismo castellano que, en realidad, es de origen leonés. Ahora bien, «El Cid, desde luego, combatiendo el goticismo imperial leonés, ya arcaizante, hace triunfar las nuevas aspiraciones castellanas que iban a traer la España moderna»11. En suma, «el Cid encarna el ideal hispánico en toda su azarosa vida de expatriado»12.

Otro de los tópicos que Menéndez Pidal coloca como piedra angular del pensamiento cidiano es la muerte del personaje. Ha sido ejemplar, ha dejado consecuencias en el folclore de los pueblos y en la formación cultural de las Españas. Sobre todas las cosas, «el Cid, después de producir en su patria una florecencia poética como ningún héroe de otra nación, fecundó la imaginación de poetas extraños»13.

Pasando los Pirineos, reconoce Menéndez Pidal, aparece El Cid como la primera tragedia moderna14. La ejemplaridad cidiana también posee un carácter moralizante, una conexión con el pueblo. En palabras del autor, «el vínculo ideal del héroe con su pueblo […] ha de seguir indisoluble. La ejemplaridad del Cid puede continuar animando nuestra conciencia colectiva»15.

La función conmemorativa

La exaltación patriótica, o por lo menos natural, del Cid no comienza con el nacionalismo decimonónico español. Existen casos históricos como el de la ciudad de Burgos solicitando una licencia a Felipe II en 1597 para disponer de los retratos de Fernán González y del Cid, «patres patriae locales» y exponerlos en los arcos para honrar a sus figuras16.

Fernando Bouza sugiere que «tanto las colecciones de medallas como las galerías de hombres ilustres cumplían en parte esta misma función conmemorativa, así como las galerías dinásticas y familiares que empezaron a ser elemento común en las colecciones principescas, constituyendo un modelo»17.

Incluso en la formación de los príncipes, los personajes populares históricos desempeñan un gran papel. Como relata Geoffrey Parker sobre Felipe II, «como era habitual, Carlos «lo dilataba», y, durante otro año más, el contacto del príncipe con la cultura escrita se limitó a la lengua oral, escuchando historias como las del Cid tan a menudo que llegó incluso a memorizarlas»18.

La rúbrica del Cid está tan marcada en el imaginario popular español que Ramiro Núñez de Guzmán dedica una biografía de el Cid a Felipe II donde además le insta a seguir el ejemplo cidiano porque se trataba de su «antepasado» y porque era un deber luchar contra los moros19.

El reformismo borbónico y la nacionalización de las Españas

El momento culmen de la promoción de figuras históricas sucede con el reinado borbónico y su conocido «reformismo borbónico». Pérez Vejo señala que los Borbones pretendían una nacionalización de las Españas, e incluso de las Indias, en una sola entidad. El proyecto de palacio real de Sarmiento estaba pensando para «un rey de España», una «España «ampliada» en la que América y la península se representan como parte de un todo»20.

Ese «parte de un todo» visto por Sarmiento «son las escenas de batalla de los relieves en mármol que iban a ir en las sobrepuertas de los muros intermedios de la galería principal […] donde se mezclan las batallas de Covadonga y Clavijo con las tomas y conquistas de Toledo, Granada, México y Cuzco». Parte de un todo, según Pérez Vejo, son también «las estatuas de «todos los reyes de España» con el que el proyecto de Sarmiento pertende coronar la cornisa del palacio, desde Ataulfo hasta Felipe V. Un «todos los reyes de España» que incluye tanto a las viejas dinastias godas como a los últimos emperadores azteca e inca, Moctezuma y Atahualpa»21.

Con razón, Henry Kamen afirma que «los Borbones estimularon las ansias de gloria y su dinastía fue la que más contribuyó al nacimiento del patriotismo»22. El historiador refiere también a un «romanticismo español» que comenzó a ser cultivado por el liberalismo español cristino, isabelino y canovista. Durante la Restauración, se hicieron grandes avances en pro de la «memoria popular». España estaba fundiéndose políticamente, en tanto Estado, y había que avanzar en otros aspectos que crearan esa cohesión.

Véase como «para ayudar a recordar las glorias pasadas de América colonial, se exhibieron en público estatuas y pinturas», a la par del incentivo económico que motivaba a artistas gracias a los premios ofrecido por la Academia de Bellas Artes. En resumen, «fue el Estado liberal, la única institución que gozaba de suficientes recursos para financiar a los artistas, el que inició «la utilización de las imágenes artísticas como arma política»»23.

Dalí, Salvador. «El Cid», grabado en papel, 1968.

A imagen y semejanza del Cid

Es innegable el valor arquetípico que tiene el Cid, independientemente de cuantas apologías o exageraciones puedan existir sobre su figura. Más allá de las diferencias entre el personaje histórico y el personaje literario. Ha penetrado en el imaginario popular, en la memoria del pueblo, en los príncipes y en los reyes. El Cid ha estado presente en el «ser» y en el «hacer».

Valentin Álvarez dice al respecto que «el Cid, hijo del llano, alma de la planicie, es la esencia de lo castellano. La historia entera de Castilla, expansión conquistadora por los cuatro puntos cardinales, es la leyenda heroica del Cid»24. De tal modo que hay una conexión entre el caballero errante, la planicie castellana y la espada como resolución final a los acontecimientos.

Luis Díez del Corral, en la misma línea, afirma: «el máximo héroe nacional, el Cid, es, en primer lugar, un caminante; la suprema expresión literaria del español, un andante caballero; con Don Juan la intimidad del amor se trastocará en experiencia itinerante, y hasta en las alturas de la pura contemplación mística nuestro más eximio valor será una monja andariega»25.

El apologista de lo hispánico, Ángel Ganivet, tampoco se queda atrás al reconocer lo siguiente: «en la Reconquista, habiendo tantos reyes, algunos sabios y hasta santos, la figura nacional es el Cid, un rey ambulante, un guerrillero que trabaja por cuenta propia; y el primer acto que anuncia el predominio de Castilla no parte de un rey, sino del Cid, cuando emprende la conquista de Valencia e intercepta el paso a Cataluña y Aragón»26.

El hispanista Abelardo Bonilla, por su parte, ahonda en lo que él denomina «democracia guerrera», que en el pasado ya han llamado «democracia frailuna», para hablar del sentido de igualdad de los españoles. De acuerdo a Bonilla, «el sentido individualista de la democracia guerrera de Castilla se revela en este verso del juglar del Cid: “Dios, qué buen vasallo si ovviese buen señore”»27.

¿Espejo de un pueblo?

La mayoría de los escritores decimonónicos, tanto españoles como extranjeros, reconocen una virilidad heroica en los españoles y ven una influencia cidiana en este supuesto. Fouillée expresa en este supuesto que el español «ha conservado en todos los sitios un ideal de virilidad, y aun de virilidad heroica: este ideal, presente siempre ante el espíritu de la nación, explica mucha de sus mejores tendencias, lo mismo que sus defectos»28.

En la literatura, en los estereotipos nacionales y en la psicología nacional, campo en el que Rafael Altamira incursionó como pionero, es innegable la conexión entre lo cidiano y lo castellano; entre el Cid y España. Hasta el enemigo más «racionalista» de los mitos, o de los imaginarios, tendrá que reconocer que «hasta el mito tiene un cierto aspecto “objetivo” y una función objetiva definida» como afirmó Cassirer29.

Campbell apunta que «si los hechos de una figura histórica real lo proclaman como un héroe, los que hicieron su leyenda inventarán para él aventuras apropiadas en profundidad»30. Entender la formulación popular, literaria, histórica, de lo que es el héroe no hace daño en absoluto al análisis histórico. Al contrario, es menester entender la gestación del héroe y cómo afecta al imaginario popular. Desde Gregorio el Grande hasta Carlomagno tienen historias que hacen que la literatura (o la crónica), y la historia se confundan entre sí.

Ricardo Levene manifiesta en su obra Las indias no eran colonias que «el Cid Campeador es el símbolo representativo de la psicología de un pueblo y de valores superiores del espíritu humano», pues «su historia se identifica con la leyenda, porque su vida fue sobrehumana»31. Acertadamente, con una notable influencia de Menéndez Pidal, asegura que «no existe oposición […] entre el Cid poético y el Cid histórico y hermanas son, en este caso, la tradición literaria y la verdad documentada»32.

El Cid, siguiendo a Levene, «no es como otros héroes de épocas primitivas». A diferencia de Aquiles, de Sifrido y Roldán, el Cid fue de carne y hueso; fue temido, envidiado, vilipendiado y recompensado. El historiador argentino descibre al héroe ibérico como «un exponente representativo de un pueblo naciente, encarna el heroísmo invencible pero el heroísmo violento es intermitente y tiene fin porque es un instante o la sucesión de los instantes solemnes lanzándose al sacrificio para imponer una causa»33.

Las Españas y las Indias: entidades cidianas

Levene se refiere a entidades jurídicas y éticas pero hay que enfatizar el valor ético de lo castellano. Lo que aporta el Cid no es una forma política o una forma de gobierno concreta, como sí lo hacen los reyes de las Españas, sino un ejemplo eminentemente ético.

El pueblo del Cid, como entidad ética fue el creador de una actitud sobre la fidelidad, la defensa del desvalido, la dignidad del caballero y el honor del hombre, no sólo el honor exterior, diré así, que nace obligadamente en las relaciones con los demás, sino del honor íntimo o profundo que tiene por juez supremo a la conciencia individual34.

Este heroísmo quedará plasmado en generaciones enteras de españoles y criollos. Dice el autor, «del Cid en adelante, los héroes españoles e hispanoamericanos son de su noble linaje»35. La empresa de las Indias implicó trasplantar no solo todo lo castellano, sino la Reconquista misma.

Debido a estas energías, a esta inspiración espiritual, «en América trasvasó la desbordante vitalidad de la Edad media española, corriéndose impetuosamente por el tronco y las ramas la savia de la raíz hispánica»36. Por tanto, «la individualidad ejemplar de la nueva epopeya es como la del Cid, la que al frente de sus mesnadas o huestes sigue sus rutas ideales y avanza con la ley, la espada y la cruz»37.

El historiador venezolano Rufino Blanco Fombona da fe de este genio individualista y particularista: «¿qué es ello sino superabundancia de personalidad, individualismo; un individualismo que desborda por su mismo exceso de las personas a las entidades de geografía política»38. Sin lugar a dudas, se trata de un rasgo de lo hispano o ibérico a lo largo de su desarrollo civilizatorio: el individualismo ibérico.

El individualismo español lo patentiza, entre otras cosas, su guerrear, desde los tiempos de Viriato y Sertorio hasta Espoz y Mina, el Empecinado y demás guerrilleros de la lucha contra Napoleón. En España nace la guerra de guerrillas, único medio de que cada localidad posea su caudillo y su hueste: único medio de que cada jefecito, es decir, cada jefe de guerrilleros se insigne jefe de ejércitos, factor de primer orden en todo momento de peligro. En esta forma de combatir cada soldado, en vez de reducirse a número de tropa sin voz ni voto, cuya personalidad desaparece en la del Cuerpo que integra tiene iniciativas personales, combate como humano, no como mera máquina y puede, en algún momento decisivo, significarse con las proporciones de héroe. Los conquistadores de América son sino guerrilleros, algunos de gran talento militar, como Cortés, o de vastos planes, como Balboa. Y fuera de Bolívar, Miranda, Sucre, San Martín y Piar, ¿qué fueron los caudillos de nuestra emancipación sino guerrilleros, algunos estupendos y casi fabulosos como Páez? Los americanos heredan de España la aptitud guerra y la forma de combatir39.

Los tipos históricos y los comportamientos «transmitidos» que conforman una psicología nacional pueden, en determinados episodios históricos, demostrar que sí existen arquetipos. El Cid fue uno de éstos y penetró en la mentalidad española por siglos.

Umbral de la aventura del héroe (o el viaje del héroe). Véase Campbell, El héroe de las mil caras, 223.

Conclusiones finales

Como inferirá el lector, llegado a este punto, nuestro brevísimo ensayo busca demostrar la existencia de un arquetipo histórico, de su presencia en el imaginario popular y del valor del héroe en los pueblos, naciones y civilizaciones.

Todos buscan emular al héroe, el héroe crea o personifica una serie de valores. Los pueblos se moldean con valores y principios. España, que tardó mucho en ser una idea política efectiva, se forjó a partir de principios y ejemplos.

Si partimos de esto, entenderemos el papel del Cid en el acontecer histórico español. Incluso en el presente. Si estudiamos el celo belicista, intransigente y fanático de los castellanos, entenderemos el oficio del Cid. Si, por el contrario, buscamos antecedentes al kabilismo o a la disgregación, veremos que hasta el Cid no estaba exento de los particularismos tan comunes de la época.

En fin, ha dicho Campbell «que el héroe es el campeón de las cosas que son, no de las que han sido, porque el héroe es»40.

Notas y referencias bibliográficas

  1.  Giovanni Sartori, Elementos de teoría política (Madrid: Alianza Editorial, 1999), 119.
  2. Henry Kamen,  La invención de España. Leyendas e ilusiones que han construido la realidad española (Barcelona: Espasa, 2020), 103.
  3. Ibíd.
  4. Ibíd.
  5. Ibíd., 104.
  6. Ibíd.
  7. Ibíd.
  8. Ramón Menéndez Pidal, Obras completas, 13 vols. (Madrid: Espasa-Calpe, 1947), 595.
  9. Ibíd., 603.
  10. Ibíd., 606.
  11. Ibíd., 607.
  12. Ibíd.
  13. Ibíd., 612.
  14. Ibíd.
  15. Ibíd., 621.
  16. Fernando Bouza, Imagen y poder. Capítulos de historia cultural del reinado de Felipe II (Madrid: Ediciones Akal, 1998), 34.
  17. Ibíd.
  18. Geoffrey Parker, Felipe II (Barcelona: Editorial Planeta, 2018), 53.
  19. Ibíd., 1501.
  20. Tomás Pérez Vejo, Elegía criolla. Una reinterpretación de las guerras de independencia hispanoamericanas (México: Memoria Crítica de México, 2019), 164.
  21. Ibíd., 164-165.
  22. Kamen, La invención de España, 515.
  23. Ibíd., 547-550.
  24. Valentin Andrés Álvarez, «La época del mercantilismo en Castilla», Revista de estudios políticos, n.º 9-10 (1943), 142.
  25. Luis Díez del Corral, «Reflexiones sobre el castillo hispano», Revista de estudios políticos, n.º 61 (1952), 71.
  26. Ángel Ganivet, Idearium español (Madrid: Librería General de Victoriano Suárez, 1905), 48.
  27. Abelardo Bonilla, “Concepto histórico de la Hispanidad”, Cuadernos Hispanoamericanos, n.º 120 (1959), 250-251.
  28. Alfred Fouillée, Bosquejo psicológico de los pueblos europeos (Madrid: Daniel Jorro Editor, 1903), 194.
  29. Ernst Cassirer, El mito del Estado (México: Fondo de Cultura Económica, 1947), 58.
  30. Joseph Campbell, El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito (México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1959), 287.
  31. Ricardo Levene, Las Indias no eran colonias (Madrid: Espasa-Calpe, 1973), 125.
  32. Ibíd.
  33. Ibíd., 126.
  34. Ibíd., 127.
  35. Ibíd.
  36. Ibíd.
  37. Ibíd.
  38. Rufino Blanco Fombona, Ensayos históricos (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1981), 17.
  39. Ibíd.
  40. Campbell, El héroe de las mil caras, 222.

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