Sabino de Arana y Goiri (1865-1903) es conocido por su racismo, que no ha sido superado por nadie. Pero también fue un furibundo antiliberal (por ejemplo: “la libertad del liberalismo es pura farsa y mentira, y puede sintetizarse en esta fórmula: guerra a Cristo”). Liberticida en grado sumo, fue también partidario de una sociedad completamente cerrada con castas separadas y con un Estado teocrático y totalitario, con el objetivo de que todos los súbditos fueran réplicas suyas. Y es que también fue un fundamentalista católico, “integrista” se decía entonces, porque se pretendía la aplicación íntegra de la doctrina católica (así, por ejemplo, estableció como principio de su Estado la “conformidad (así en la vida interna de Euzkadi, confederación vasca, como en sus relaciones con los otros pueblos) de sus costumbres, de sus leyes y de sus actos de gobierno con los preceptos de la Religión Cristiana, los cuales obligan a los vascos como hombres y antes de ser ciudadanos: reconociéndose como única definidora e intérprete de estos preceptos a la Iglesia Católica y Apostólica que hoy tiene su Cabeza en Roma; y garantizándose aquella conformidad con la oportuna venia que el poder civil solicitará del poder eclesiástico”; todo lo que se considerara pecado estaría prohibido). En ese cuadro pavoroso, no desentona que fuera también un machista, que es el aspecto de la personalidad de Arana objeto de este estudio.
El pensamiento del fundador del nacionalismo vasco sobre la inferioridad de las mujeres se encuentra claramente expresado en unos pasajes de una carta dirigida a Ángel de Zabala, que fue quien le sucedió en la dirección del PNV, fechada el 13 de noviembre de 1897:
Con semejante concepción, no es de extrañar que Arana empleara “mujer” y “femenino” como insultos, como ha señalado Pedro José Chacón: “Su concepto de mujer lo utilizaba para insultar a los vascos que no se sumaban a su causa: «Se retraen en absoluto, cual vanas y cobardes mujerzuelas». O a los candidatos de otros partidos, a los que les gustaba «figurar como vanas mujercillas». O, en fin, al partido fundado por Fidel de Sagarminaga –el liberal-fuerista–, al que considera «de cerebro flojo y corazón femenil, como el padre que lo engendró»” (“Los gallegos y las mujeres, según Sabino Arana”, ahora en Sabino Arana: Padre del supremacismo vasco, La Tribuna del País Vasco, San Sebastián, 2022, pp. 315-316). Y se podrían multiplicar los ejemplos: “El bizkaino es de andar apuesto y varonil, el español, o no sabe andar (ejemplo, los quintos) o, si es apuesto, es de tipo femenil (ejemplo, el torero)” (se trata de una de las muchas comparaciones infamantes que hizo de vizcaínos y españoles en “¿Qué somos?”, un artículo publicado en 1895, cuyo racismo supera cualquier manifestación de Hitler en el Mein Kampf).
Pese a esa valoración, para Sabino de Arana, como sucede en las culturas primitivas, las mujeres eran fundamentales para el honor de la población. Veamos.
Arana identificaba la nación la raza. Por eso, uno de sus objetivos fundamentales era evitar los matrimonios mixtos, de los vascos con los que no lo eran, para evitar la desaparición de la raza, pues producían mestizos, que no podían ser vascos (generalmente, para los racistas los mestizos son peores que los que consideran miembros de razas inferiores). Más que un error se trataba de un horror: “Mézclanse las sangres, y porque de la sangre se alimentan el corazón y el cerebro, truécanse los sentimientos y se funden las ideas en torcida amalgama que aborta en consecuencia las aberraciones que hoy deploramos” (cabe recordar que en esta época ni siquiera se conocían la existencia de los grupos sanguíneos). Y más si se mezclaba con la sangre española, que ya era mestiza, una mezcla de muchas razas, entre las que predominaba la mora y la judía (Arana, un antisemita, nunca tuvo presente la importancia que había tenido la sangre vasca en ese melting pot): “Y vosotros, sin pizca de dignidad y sin respeto a vuestros padres, habéis mezclado vuestra sangre con la española o maketa, os habéis hermanado y confundido con la raza más vil y despreciable de Europa, y estáis procurando que esta raza envilecida sustituya a la vuestra en el territorio de vuestra Patria”. Un horror que no podían corregir las generaciones siguientes con matrimonios apropiados: “un descendiente de españoles nacido en Bizkaya nunca será bizkaino de raza”.
Para evitar esa aberración, escribió dos obras de teatro, las únicas que hizo y que no se estrenaron. En De fuera vendrá…, la historia acaba mal, pues Filomeno Cordero y Halcón, un burgalés sin escrúpulos que medra en Vizcaya, consigue casarse con Ana de Recacoeche, a cuya mano aspiraba Ignacio, un compendio de todas las virtudes, que además ya era nacionalista vasco (Arana no daba puntada sin hilo y los nombres de los personajes están muy pensados: Inocencio y Cándido son dos vascos inconscientes, Santiago, nombre del patrón de España, un mozo de cuerda gallego completamente tonto, y Filomeno es el nombre de un vecino que le había denunciado por el ruido producido por Arana y sus primeros secuaces en el local en el que se reunían; Arana contestó calumniándole en un artículo, por lo que fue condenado a una multa que se negó a pagar e ingresó en la cárcel). La conclusión se expresa en las palabras finales de Ignacio, que ha decidido marcharse de un país que no le merece: “Es inútil que trate usted de disuadirnos, porque no es posible, siendo patriota, vivir en este pueblo degenerado y corrompido… ¡oh raza miserable que renuncias a constituir la antigua Patria y no das cabida en tu pecho a ningún sentimiento levantado! ¡Ya sólo bulle en tu corazón una sed insaciable de riquezas! ¡Ya no hay más Dios para ti ni más patria que el dinero! ¡Ya jamás sienta mi pecho, jamás diga mi lengua que es honor pertenecer a esta raza envilecida… sino deshonor y vergüenza!”.
Libe, la otra obra, escrita cinco años después (1902), acaba mejor, pues la protagonista, con ese nombre sabiniano, se redime del pecado de haberse enamorado de un castellano (Diego Sarmiento, el conde Salinas) con la muerte en una batalla contra los españoles en ¡1470! y unas memorables y patrióticas palabras (en esa etapa equivocada de su vida había confesado que “mujer soy y débil”). En este caso, el enamorado Andima (otro nombre sabiniano), nacionalista avant la lettre, aprueba el desenlace, rodeado de soldados arrodillados ante la heroína que moría por la patria: “¡Oh, Libe! ¡Dios te lleva al Cielo, porque ningún hombre en la Tierra es digno de ti!”.
Aunque De fuera vendrá… gira en torno a Ana de Recacoeche, en la obra no aparece ningún personaje femenino. Arana se tomó semejante trabajo porque no quería comprometer la virtud de una mujer. Conviene detenerse en ello porque sus defensores han hallado el mejor argumento para justificar las barbaridades de su pensamiento argumentando que era un hombre de su tiempo (Miguel de Unamuno había nacido tres meses antes que Sabino a unos cientos de metros). Es otra falsedad más, porque Arana aborrecía la modernidad y el “siglo maldito” en que vivió, como testimonió en numerosas ocasiones: “El siglo de la ignominia” es uno de sus artículos, en el que afirmó que el siglo XIX es “compendio y suma de todas las villanías, cinismos, miserias e ignominias de las pasadas edades”. No se trataba sólo de que fuera el siglo del liberalismo, de la libertad para pecar (“la peregrina libertad del liberalismo es la libertad de Satanás, esto es, la tiranía para lo bueno, para lo que al mismo hombre le concierne”). También se oponía a la industrialización que estaba cambiando el mundo que añoraba: “fuese pobre Bizkaya y no tuviera más que campos y ganados, y seríamos entonces patriotas y felices”. Por eso, concluía que “si no puede ser otra cosa mientras los montes de Bizkaya tengan hierro en su seno [que es de donde salían los capitales para la industria, ¡plegue a Dios se hundan en el abismo y desaparezcan sin dejar huella todas sus minas!”. Y es que como señaló el fundador del nacionalismo vasco: “Mi patriotismo no se funda en motivos humanos, ni se dirige a materiales fines: mi patriotismo se fundó y cada día se funda más en mi amor a Dios, y el fin que en él persigo es el de conducir a Dios a mis hermanos de raza: a mi gran familia el pueblo vasco”, lo que debería ser el objetivo del Estado vasco.
A finales del siglo XIX, Arana mantenía el viejo prejuicio de que la profesión de actor era de dudosa moralidad. Ciertamente, no estaba solo. En 1895, dos años antes de que se compusiera De fuera vendrá…, el sacerdote Resurrección María de Azkue había estrenado la zarzuela Vizcaytik Bizkaira en la que no sólo no había personajes femeninos, sino que no se permitió la asistencia de mujeres en el público. Engracio de Aranzadi, uno de los principales seguidores de Arana, lo considerada un prejuicio nacional: “eso de hacer trabajar en el teatro a mujeres está reñido con la integridad del espíritu nacional” [“gabeko biarra, egunzako lotsaarija”, “trabajo nocturno, vergüenza diurna”]. No obstante, Arana, apremiado por la necesidad, consideraba “que puede hallarse muchachas muy formales que se presten a representar y lo hagan sin mengua alguna de su pudor”. Pero también es cierto que al fundador del nacionalismo vasco no le preocupaba sólo el trabajo de las actrices: le angustiaba que las mujeres tuvieran la necesidad de tener que trabajar fuera de casa por los peligros morales que eso suponía.
No es de extrañar, por tanto, “la total ausencia de la mujer en el proyecto aranista; es tal vez, por ello, que el historiador J. J. Díaz Freire hablará de la presencia ausente de la mujer en el proyecto político de Arana Goiri” (Luis Haranburu, Odiar para ser Nacionalismo vasco: Resentimiento e identidad. Almuzara, Córdoba, 2021, ed. de Kindle, p. 242). Una de las frases de De fuera vendrá… es “el nacionalismo de la mujer y la carabina de Ambrosio, pata”. Sabino nunca habría dicho “los vascos y las vascas”. Luis de Arana (1862-1951), que se convirtió en el guardián de la doctrina íntegra de su hermano, mantuvo esas posiciones hasta el final. Así, cuando en 1933 una asamblea aprobó la admisión de las mujeres en el PNV, Luis, que era entonces su presidente, presentó la dimisión (también porque se decidió que la Ikurriña, originariamente diseñada para Vizcaya por él y sus hermano, se convirtiera en la bandera de Euzkadi, lo que consideró un ”crimen de lesa patria”; un tercer motivo de la dimisión, menos importante, fueron las condiciones ventajosas para la afiliación de los inmigrantes, incluidos los nacidos fuera pero con diez años de residencia). Y es que estimaba “que a la mujer vasca que en nuestra Patria tuvo su misión cristiana y patriótica en el hogar y con el pobre desvalido no se la saque de él, por un modernismo que le haga perder su valor cristiano y vasco” (a muchos miembros del partido no les gustaba la decisión, pero, como escribió el influyente Engracio de Aranzadi “en circunstancias normales, las mujeres no deben salir de casa; pero estas no son circunstancias normales”). Entre 1899 y 1905, Luis había residido muy a gusto en el País Vascofrancés; lo único que le desagradó fue que muchas mujeres trabajaran fuera de casa (y que estuvieran dispuestas a emigrar para hacerlo), “con los riesgos que eso entraña para su moralidad”.
Furibundo liberticida, Sabino de Arana también era enemigo de la igualdad (y de la fraternidad). Así, en la primera organización nacionalista que fundó en 1894, el Euzkeldun Batzokija, embrión del PNV, estableció la existencia de tres tipos de socios con distintos derechos: originarios, adictos y adoptados (si era capaz de hacer semejante discriminación entre el primer centenar de simpatizantes que tuvo, cabe imaginar el infierno que habría sido la Euzkadi que proyectaba). La distinción se establecía por el número de apellidos vascos de los socios (como no habían aparecido entonces los estudios científicos sobre la raza vasca, el único criterio que tenía Sabino de Arana era el de los apellidos, que todo el mundo sabe que es muy insatisfactorio). Los socios originarios eran los que tenían los cuatro apellidos vascos; quien no tuviera al menos uno no podía presentar la solicitud de admisión (los que tuvieran uno podían ser admitidos si cumplían otras condiciones). En el caso de estar casado, se tenían en cuenta también los de la mujer: “Si el socio es casado, o viudo con familia, estas condiciones exigidas se atenderán en ambos consortes, confiriéndose el grado según las del que las reúna más inferiores” (cabe señalar que si Luis de Arana se hubiera casado con la criada aragonesa que le había dado un hijo en 1893 en Barcelona, lo que nadie sabía, no podría haber sido admitido; terminó casándose con ella en secreto en una aldea alavesa en diciembre de 1898 y siguió firmando los documentos como soltero hasta 1900, cuando instalado en el País Vascofrancés, para vivir discretamente con su esposa, dejó de mantener el secreto). Como la edad media de los socios era de 28 años, parecida a la de Arana, que entonces tenía 29, cabe pensar que muchos eran solteros, como el propio Sabino, y que, por tanto, la medida estaba destinada a evitar los matrimonios mixtos (más de un tercio de los miembros no tenían los 25 años que entonces eran necesarios para poder votar).
Hay indicios para considerar que Arana se mostraba más tolerante con los matrimonios mixtos en los que el varón era vasco. Así, por ejemplo, en una carta a Engracio de Aranzadi, manifestaba lo siguiente:
Eso sí: Arana enalteció públicamente el patriotismo de un vizcaíno que plantó a una novia buena, guapa, rica y euskaldún porque su abuelo era español (Bizkaitarra, 30, 7 de julio de 1895), aunque sin dar más detalles.
Finalmente, conviene situar los elementos de juicio enunciados en su contexto.
En su época el machismo de Arana no resulta tan llamativo como su racismo, antiliberalismo o integrismo. En la carta dirigida a Ángel de Zabala queda claro que su interlocutor tenía la misma opinión. Y se podrían poner como ejemplos muchas opiniones parecidas de sus contemporáneos.
Dado que apenas conocía mujeres y que como el mismo confesó en más de una ocasión que no leía (“para darle a usted idea de lo interesante que para mí ha sido su ameno libro, me bastará decirle que lo he leído de un tirón [con dos años de retraso], con no consistir en una novela, y tener yo tan poca paciencia, que bien pudiera contar los libros que he podido leer en toda su extensión”), hay que concluir que las ideas que tenía provenían de los curas con los que había estudiado y que veían en las mujeres la principal causa de los pecados de los hombres (y unas competidoras que reducían el número de religiosos). No es ocioso hacer ahora un digresión sobre la falta de lecturas de Arana. Él la explicó así: “Soy poco aficionado a leer, mucho en cambio a meditar, y más que a estudiar las cosas en los autores me gusta estudiarlas en sí mismas si las tengo al alcance de mi examen”. De los peligros de esta forma de proceder ya nos advirtió Confucio hace dos milenios y medio: “Estudiar sin pensar es inútil, pero pensar sin estudiar es peligroso”. El caso de Arana no sólo es un argumento en favor del sabio chino, sino también un magnífico ejemplo del maestro Ciruela, que no sabía leer y puso escuela, con la circunstancia de que “Arana” significa también “ciruela” en euskera (aunque sin el carácter despectivo que puede tener en español).
De hecho, cuando conoció a la que sería su esposa mejoró la opinión sobre la mujer: “Me ama como nunca creí que pudiera amar mujer”. El enamoramiento corrigió su misoginia, pero apenas disminuyó su machismo, pues siguió considerando que la esposa debía de estar completamente a su marido. Así se lo comunicó a su novia a finales de 1899 poco antes de casarse:
Por otra parte, hay que situar la misoginia de Arana dentro su misantropía.
Sabido es que Arana odiaba y despreciaba a los españoles. Nadie los ha insultado más que él. Entre las muchísimas frases que lo demuestran se pueden citar: España es “la nación más degradada y abyecta de Europa”; “esa nación enteca y miserable”; “la nación más atrasada de Europa: la irrisión del mundo entero”; “nación de toreros y tullidos”; “de nuestras relaciones políticas con España procede todo nuestro daño”; el pueblo español es “la hez de los pueblos europeos, menospreciado por todos los pueblos y objeto de befa para toda nación civilizada”; “pueblo a la vez afeminado y embrutecido”; “afeminada” y “embrutecida raza”; “el pueblo de la blasfemia y la navaja”; la española es la “raza más vil y despreciable de Europa”; “vil, rastrera, servil y fementida”; los españoles son “unas gentes groseras y degradadas”; “más honrado que un bizkaino ningún español”.
Mucho menos sabido es que despreció a casi todos los pueblos que citó (judíos, moros, árabes, negros, turcos, chinos, latinos). La excepción la constituyen los pueblos de orígenes germano.
Y lo que no se suele recordar es que Sabino de Arana también condenó e insultó a los vascos como pocos lo habrán hecho (al menos, por escrito): bastardos, malditos, idiotas, viles, degenerados, corrompidos, lobos, puercos, e, implícita y explícitamente, traidores (recuérdense las palabras ya reproducidas de Ignacio, el protagonista de De fuera vendrá…). Veamos.
Como señaló José Luis de la Granja, “a todos los vizcaínos no nacionalistas los denominó «maketófilos o españolistas, esto es amigos de los españoles» («Ellos y nosotros», 24-IV-1895»)”, esto es, cuando los nacionalistas se contaban por docenas y Vizcaya, según el, estaba maketizada: «Ciertamente, no le falta todo a la Bizkaya para parecer engendrada por maketos”. La rabia que le producía semejante traición le llevó a terminar de la siguiente manera el artículo “Corrupción”: “Borren sus apellidos y sustitúyanlos por extranjeros. Porque ultrajan el sello de nuestra raza. Llámense maketos, y entonces consideraremos dignos de ellos sus actos electorales” (nótese que nada más nacer el nacionalismo vasco ya pretendió reducir el pueblo a la comunidad nacionalista, que en ese momento estaba formada por un centenar de miembros). Es más, los vascos que no le hacían caso eran peores que los maketos: “Vosotros, vascos maketófilos, sois malvados y completamente odiosos para Bizkaya, más incluso que los propios maketos”. Por eso: “Estos [los vascos “maketófilos” o españolistas] son con quienes tenemos que luchar principalmente; no los maketos”. Muchas fueron las veces que expresó su odio contra los vizcaínos y vascos realmente existentes. Baste con tres ejemplos para mostrar la intensidad de su odio:
Particular inquina manifestó hacia Bilbao, que tanto le homenajea hoy con calle principal y estatua. Continuador del antibilbainismo de la nobleza rural y del carlismo, Sabino de Arana odió Bilbao como nadie lo ha hecho: “maldita corruptora de nuestro pueblo, infame prostituta de Bizkaya”, “la inmunda villa de Bizkaya”, “la Sión cerdista y mercantil” (“hacer un cerdito” era la expresión utilizada para calificar a los negocios fáciles y rápidos), “la colmena de hórridos fenicios” (“fenicio” era un de los insultos preferidos del fundador del nacionalismo vasco), que consideraba ya una ciudad maketa. Basten nuevamente tres ejemplos:
Como ha afirmado José Luis de la Granja, “se dio la paradoja de que el primer nacionalismo vasco era a la vez bilbaíno, por su origen y arraigo inicial, y antibilbaíno por su ideología como consecuencia de su antiliberalismo, antimaketismo y antiindustrialismo” (Ángel o demonio: Sabino Arana: El patriarca del nacionalismo vasco. Tecnos, Madrid, 2015, p. 96). Efectivamente, el nacionalismo vasco, que al principio fue bizcaitarrismo, no nació en el mundo rural sino en el muy españolizado Bilbao, de donde procedieron la mayoría de sus primeros partidarios (no se trata de ningún hecho singular, el nacionalismo es un fenómeno urbano y los separatismos suelen medrar entre los desclasados por la industrialización). El mismo Sabino de Arana fue un señorito español que vivió de las rentas (no trabajó un día en su vida) y que procedía de una familia que no había podido modernizar sus negocios. Todo ello es una prueba más del carácter artificial del nacionalismo vasco, que pretende presentarse como un producto natural y no político.
En realidad, Arana odiaba a las veintiuna ciudades que se habían fundado en la Edad Media en Vizcaya (y que no se regían por el fuero de Vizcaya, sino por el de Logroño y la legislación castellana). Por una parte, eran creación de los señores de Vizcaya, a los que odiaba también, porque les consideraba los grandes responsables de la desnacionalización de los vizcaínos. Por otra parte, habían estado abiertas desde el principio a los maketos, y las consideraba maketizadas. Según él, “ambas razas [la originaria compuesta por hidalgos y la “mestiza o extranjera”] vivían separadas y se diferenciaban por las leyes y autoridades, estando la segunda subordinada a la primera”. Era lo que pretendía perpetuar en el infierno que tenía proyectado. Cabe añadir que especial odio tenía a la “odiosa y abominable” Guernica, cuyos habitantes se opusieron al primer acto de matonismo nacionalista (el 16 de agosto de 1893, con gritos de “muera España”, que se oyeron por primera vez, Arana, su hermano Luis y cuatro secuaces que unos pocos secuaces se apoderaron de dos banderas españolas de sociedades guerniquesas y las pisotearon desgarraron y quemaron).
Su condena también se extendió a los vascos del pasado, responsables del estado lamentable en que se encontraba la patria, como muestra este ejemplo:
Ni siquiera se salvaban los escasos partidarios que tuvo si cometían una falta (que podía consistir en leer prensa española o bailar agarrado, algo que le parecía asqueroso y contra lo que luchó toda su vida):
Cabe señalar que en el primer año de existencia del Euskaldun Batzokija, entre el poco más del centenar de miembros, fueron expulsados treinta (realmente era un partido de cotillas en el que se producían muchas denuncias; el propio Arana fue muy criticado por su noviazgo con una aldeana porque “desprestigiaba al partido con mi acto y daba un golpe de muerte al nacionalismo”, e incluso “se deliberó si habría de juzgárseme por el Consejo Supremo”). Además, Arana exigía un fidelidad completa.
Arana, pues, exudaba odio, ante un mundo y unos contemporáneos que le merecían. Por eso, en un artículo titulado “Con hierro y sangre” escribió: “Esto no debe escribirse con tinta y pluma. Esto lo debiéramos escribir con hierro y sangre
El problema era que los vascos de Arana, que eran como él, no existían más que en su mente, de ahí su condena de los que había. Porque, además, Arana se consideraba con derecho a determinar lo vasco. Así, sin ningún rigor, creó el nombre del país y sus habitantes (“Euzkadi” y “euzkos”), la bandera, el himno, el escudo, el euskera garbija (“limpio”, llamado así por la pretensión de limpiarlo de términos provenientes del latín, que son alrededor del 70%), innumerables neologismos, el abecedario vasco (Agakaskadi, por el nombre de las tres primeras letras, formado por 32 signos, a pesar de no contener la “c”, la “h”, la “v” y la “w”), los nombres vascos de persona (y de muchos lugares), la letra vasca, el ajedrez vasco (con sólo 32 casillas, rojas y verdes, y nuevas figuras),… e intentó crear los números vascos en un sistema en base 20 (compárese eso con la realidad de la naciones reconocidas internacionalmente). Su nacionalismo, en realidad, era aranismo, se basaba en su persona. Con el Estado para la eternidad que proyectaba, Arana buscaba que los súbditos fueran réplicas de él.
Antes de que te vayas…