Las postrimerías de la legendaria década de los setenta y los albores de los ochenta supusieron un momento tremendamente enmarañado y espinoso para el sector de la crítica cinematográfica, acostumbrada a propuestas supuestamente intelectuales, eruditas y excelsas. Son los años en los que Truffaut, Godard, Bergman y Tarkovski se erigieron como los todopoderosos jerarcas del cotarro (cineastas excepcionales y únicos, autores y directores portentosos, conviene dejarlo claro). Estos sesudos y afanosos académicos del cine, exégetas del plano y apologetas del formalismo esencialista, se vieron superados por la vigorosa irrupción de cineastas que convulsionaban e implosionaban todas las valetudinarias convenciones férreamente asentadas, que revolucionaban, literalmente, la concepción del séptimo arte, que innovaban e inauguraban una nueva época en la Historia del cine. ¿Cuáles eran estos conspicuos directores a los que me estoy refiriendo? James Cameron, Paul Verhoeven, George Miller y John Carpenter, la tetrarquía por antonomasia, mis ídolos personales, los dioses de mi particular e irremplazable panteón cinéfilo. Estos ilustres artistas filmaban películas mayúsculas con presupuestos minúsculos, creaban verdaderas obras maestras con unos recursos irrisorios, cultivaban con esmero la gloriosa serie B, sin prejuicios, demostrando que el talento se impone a lo pecuniario y crematístico. Estos cuatro apoteósicos directores filmaron algunas de las películas más gloriosas del cine useño. El mero hecho de listarlas ya genera verdadero arrobo: Mad Max, de George Miller; The Terminator, de James Cameron; The Thing, de John Carpenter; Robocop, de Paul Verhoeven. Todas ellas nos presentaban un futuro distópico, un mundo no muy esperanzador y halagüeño, un universo en el que imperaba de manera implacable el darwinismo social, la ley del más fuerte, el tenebroso adagio «o espabilas o estás listo». Escudriñar y desentrañar las razones de fondo por las cuales el gremio de gafapastas, petulantes y demás ralea elitista desdeñan estas películas daría para un sesudo tratado psicológico. Pese a ello, nos abstendremos de tamaña empresa y nos centraremos en algo más austero: amparar el estatus de obra maestra que, con total merecimiento, le corresponde a Mad Max. Salvajes de autopista.
Corría el lejano año 1979, los alocados e inefables años setenta llegaban inexorablemente a sus estertores, las protestas sociales se agudizaban, los lóbregos ecos y los tenebrosos fantasmas de la ignominiosa guerra de Vietnam aún planeaban por todo el orbe. Así las cosas, un tipo desconocido dentro de la industria del cine, un tal George Miller, por entonces médico de urgencias, decidía mandar a coger dípteros el noble arte de Hipócrates y Galeno y adentrarse de lleno en un arte no menos noble y enjundioso: la creación de películas. Mad Max. Salvajes de autopista contó con un presupuesto muy exiguo, aun así, por muy asombroso e inaudito que parezca, un director novel e inexperto, Miller, en un alarde de maestría y talento colosal, haciendo de la necesidad virtud, logró brindarnos una insólita, laudable y magistral lección de cine. El primer Mad Max es un tratado de economía narrativa, de montaje, de dirección de actores, de suspense, de romanticismo, de heroísmo, de sentido del espectáculo, de adrenalina, de alucinación y, en definitiva, de droga. Sí, pacientes y admirados camaradas, habéis leído bien, auténtica droga cinematográfica, adictiva sustancia enteógena que, una vez probada, no puedes abandonarla, pues los fotogramas de esta barbaridad de Miller -no cabe calificarla de otra manera más que de salvaje y bizarra- se grabarán de forma indeleble en tu memoria y ya jamás podrás desprenderte del lisérgico y depravado mundo de The Wasteland. Arribados a este punto os preguntaréis: ¿Qué está diciendo Jose, es que se ha vuelto definitivamente tarumba? ¿Cómo tiene la desfachatez y la osadía imperdonables de afirmar, apodícticamente, como si de una verdad matemática o lógica se tratase, que esta película de chichinabo, producida con cuatro euros, es una verdadera obra maestra? ¿No merecían únicamente las de John Ford, Billy Wilder o Fritz Lang el calificativo de verdaderas obras maestras? Pues bien, creo que existen sobradas razones para reclamar el estatus de obra maestra que me atrevo a otorgarle a Mad Max. Salvajes de autopista.
Comencemos por el principio. ¿Qué nos cuenta Salvajes de autopista? En un mundo post-apocalíptico, unas bandas de facinerosos y zarrapastrosos moteros se dedican a sembrar el caos y la destrucción, a asesinar impúdicamente y a imponer su espantoso mandato a través de un sinnúmero de fechorías. Al mismo tiempo, un inquebrantable comisario, un ejemplar agente de la ley, Max Rockatansky, excelsamente interpretado por un jovencísimo Mel Gibson, trata de detener a esta patulea infecta de garrulos y sádicos salvajes de la carretera, criminales mefistofélicos y sanguinarios. Todo parece más o menos en orden hasta que un aciago día Rockatansky detiene (y liquida) a un tal Nightrider, un carismático preboste de esta horda de miserables delincuentes y psicópatas de frenopático, tras lo cual, sus esbirros y secuaces juran por lo humano y lo divino vengar su óbito y planean vesánicamente destruir la Bofia, el apelativo con el que denominan a la policía, a la vilipendiada pasma. Estas bandas de atracadores imponen la anarquía allá por donde pisan, propinando monumentales palizas a grupos de impotentes impúberes o de desamparados ancianos que nada pueden hacer frente a la ciega brutalidad de estos malhechores. Rockatansky sabe que van a por él, que se la tienen jurada y que no pararán hasta liquidarlo. Aun así, este legendario personaje hace alarde de una granítica entereza y un inquebrantable compromiso moral con su profesión hasta que las cosas se desmadran y alcanzan un punto de no retorno. Esto sucede cuando los alevosos motoristas acaban vil y cruelmente con su inseparable compañero y secuestran y atropellan a su amada esposa, dejándola tan maltrecha que su fallecimiento se antoja prácticamente inevitable. El hijo de Max sí que resulta asesinado en el siniestro, por lo que Rockatansky, hombre de emociones fuertes y reacciones contundentes, obliterará sus otrora firmes convicciones y mandamientos policiales y se transformará en un implacable salvaje de autopista más para eliminar de la faz de la tierra a todos y cada uno de los perversos integrantes de esta cruel y macabra banda de maleantes.
Esta historia, en apariencia sencilla, encierra una profundidad intelectual y filosófica muy inusual en el cine de estas características, orientado al consumo rápido y al mero entretenimiento. Miller, con su prodigiosa inventiva, con su innegable poder visual y su impagable pericia para construir escenas de acción absolutamente excepcionales, nos habla, en realidad, del núcleo central de la condición humana; nos advierte de los peligros inherentes al acelerado e imparable desarrollo tecnológico, nos avisa, en definitiva, de que el rumbo que ha emprendido la especie humana no es, ni mucho menos, el más idóneo. Como James Cameron, John Carpenter o Paul Verhoeven, George Miller es un verdadero director-filósofo, extremadamente crítico con la situación política imperante y que, tras las toneladas de acción y entretenimiento que ofrece Mad Max, nos brinda un original y valioso tratado acerca de la supervivencia humana, presentándonos un futuro distópico en el que la supuesta especie superior ha retornado al estado de naturaleza hobbesiano, al homo homini lupus, al hostil territorio en el que impera la lucha de todos contra todos por alcanzar la supervivencia. Mad Max es un verdadero wéstern, Rockatansky es un personaje prototípico de este irrepetible y glorioso género cinematográfico, un hombre afincado más allá de bien y del mal, un tipo que está de vuelta de todo, que no se interroga por la rectitud o probidad de su comportamiento, que hace lo que cree que debe hacer y punto, sin alharacas sentimentales, sin escrúpulos ni remordimientos éticos o morales. La única justicia en la que cree cuando su familia es eliminada es la justicia de la babilónica Ley del Talión, el primitivo ojo por ojo y diente por diente del Código de Hammurabi. Rockatansky parece un personaje salido de la ubérrima y maquiavélica imaginación de un escritor fabuloso, Cormac McCarthy, célebre autor de No es país para viejos o Meridiano de sangre, experto en la creación de atmósferas opresivas, siniestras, irrespirables y enfermizas. Rockatansky, al principio, es la única luz que brilla con fulgor en este entorno hostil hasta que su mundo se desmorona. Este otrora policía, este agente de la ley antaño insobornable, ha de pasarse al lado oscuro, pues, como nos recordaba R. Safranski en su inolvidable ensayo El mal o el drama de la libertad, los buenos han de ser malos para poder derrotar a la maldad. Cómo olvidar al nietzscheano Rust Cohle, imperial McConaughey, en True Detective, aseverar ante un impertérrito Marty Hart, fabuloso Harrelson, que el mundo requiere hombres malos para detener a otros hombres aún más depravados y demenciales.
En definitiva, ponderemos Mad Max. Salvajes de autopista sin las tergiversadoras gafas de los prejuicios, dirijamos la mirada a la profundidad de sus extraordinarios valores narrativos, literarios y filosóficos, y dejémonos maravillar con su genialidad y grandeza. ¿Por qué estamos ante una obra maestra? Por su singular originalidad, por su montaje, por su incontenible ritmo, por la poderosa ficción que construye, por su coherencia narrativa, por su subtexto filosófico, por sus personajes carismáticos e inolvidables, por su atmósfera, por su romanticismo exuberante, por su heroísmo desesperanzado. Todo eso y mucho más es el primer Mad Max, uno de los estrenos cinematográficos más indómitos y brutales registrados en los nutridos anales del séptimo arte.