George L. Steer (1909-1944) es el periodista más famoso de la Guerra Civil española. Su libro El árbol de Guernica ha sido reeditado varias veces, la última vez en 2002 por la editorial Txalaparta, especializada en literatura nacionalista, y con un elogioso prólogo de Paul Preston, quien considera que la obra “es un informe completo de toda la campaña vasca” y que “se encuentra entre uno de los diez libros más importantes sobre la guerra civil española”. La obra es tenida no sólo como una fuente primaria sobre la Guerra Civil en Vizcaya, sino también como una de las principales, a tenor de las veces que ha sido citada. Sin embargo, el libro es un panfleto maniqueo que, además, contiene muchos errores no forzados y que, por tanto, nunca debería ser utilizado como fuente de información sin la consiguiente comprobación, como he demostrado exhaustivamente en Aguirre: Apuntes sobre un nacionalista.
En 1930, el escritor inglés Rodney Gallop señalaba que “aquellos que vengan al País Vasco con la esperanza de encontrar una raza sin igual, o se desilusionarán o se autosugestionarán viendo lo que no existe” (una observación anunciada por Sabino de Arana, que había predicho que “esto se va”). Siete años después, Steer era capaz de distinguir entre los habitantes del País Vasco a los que eran vascos de los que no lo eran y definirlos con un detalle propio de un Sabino de Arana, al que, por cierto, consideraba “un demócrata”.
Pero el extraordinario fenómeno no fue producto de la autogestión. Steer fue completamente abducido por el presidente José Antonio de Aguirre y Lecube, cuyo carisma fue importantísimo en su carrera política. Prueba de ello es el siguiente panegírico:
“Lo primero que le llamaba a uno la atención era la extraordinaria finura y delicadeza de las facciones […] Su cara estaba bien trazada. Sus largas cejas, rectas y negras, tenían en el centro las enigmáticas líneas que tiene todo hombre que transige para poder alcanzar un ideal. Porque Aguirre, al igual que todos los de su partido era, primero y hasta el final un idealista. Su gran calidad brotaba como una flor en los discursos públicos […]. Era algo admirable escucharle […]. La gente, la mayor parte pertenecía a otros partidos, ya que los miembros del suyo estaban en el frente [sic], le oía fascinada. […] Bajo él, los republicanos de izquierda, los socialistas, los comunistas y los anarquistas alargaban el cuello con asombro. Allí estaba el hombre que resolvía todas las contradicciones, a quien por esa misma razón no podían ni ver, por ejemplo, los jefes organizadores del comunismo, porque les había salido al paso impidiéndoles llevar adelante sus planes de controlar el ejército vasco. […] Era un joven político asceta quien al final tendría que practicar su fe en el desierto. Su nariz fina y delgada, su boca recta con el labio superior extrañamente apretado de tanto practicar el autocontrol, y su cara atlética bastante delgada, eran los rasgos característicos de un hombre que trataba más de hallar el camino recto que de imponerlo. Estaba decidido a luchar en el bando de la República hasta el final [escrito cuando ya se había producido la traición de Santoña]. […] La honradez era la cualidad más preciada de los vascos. […] Idealismo, capacidad de adaptación, compañerismo y honestidad eran las cualidades que se requerían y Aguirre las tenía todas. Era un gran conciliador”.
También creyó a pies juntillas a otros nacionalistas, tan idealistas como Aguirre, por muy inverosímil que fuera lo que le contaban. Y es que se creyó el tópico de “palabra de vasco” (nacionalista): “Su palabra es un compromiso y no piensa jamás en interpretarla”; abrumada por la responsabilidad, “la raza vasca no habla mucho, excepto ante un vaso de vino” (y tampoco blasfema).
Así, Steer no sólo se convirtió en un vocero de Aguirre, sino en un nacionalista honorario. El presidente del gobierno provisional del País Vasco le regaló un reloj de oro con la inscripción “A Steer de la República [sic] Vasca”, que portaba cuando murió en un accidente en Birmania, cuando dirigía una unidad de propaganda del ejército británico, trabajo para el que estaba mucho más capacitado (de hecho, alcanzó el grado de teniente coronel). Luego, el PNV le ha honrado con una calle en Bilbao y otra en Guernica, donde, además, George Steer tiene una estatua (fue el primer periodista en dar la noticia del famoso bombardeo de la ciudad). Antes él, les había engañado a sus lectores asegurando que el PNV tenía una “aplastante mayoría en Bizkaia, Gipuzkoa y Alaba”, una “abrumadora mayoría que jamás perdió, incluso cuando ambas provincias [Vizcaya y Guipúzcoa] fueron conquistadas por Franco” (en las últimas elecciones, en las de febrero de 1936, el PNV sólo obtuvo en esos tres territorios un 33,8% de los votos, únicamente un 8% más que las derechas españolas, que ganaron en Álava, y un 3,5% menos que el Frente Popular). En cambio, The Times acabó prescindiendo de sus servicios por su sectarismo (aunque los haya que achaquen ese despido a las tendencias fascistas del periódico).
En El árbol de Guernica son constantes las alusiones elogiosas a la raza vasca y al Vasco. La raza se aprecia en el físico: “El hombre vasco es alto y de buena figura, inconsciente de su propia belleza”. A veces comenta algún ejemplo, como en el caso del capitán Arámbarri, “un héroe de película, una especie de Douglas Fairbanks, un atleta moreno ataviado de oro y kaki para alguna imposible aventura”. Los únicos feos que encontró son españoles. El “sucio carabinero Gómez”, “con sus negros mechones de pelo en forma de cola de rata, con su labio caído”, es uno de ellos (por algún secreto agravio convirtió a este teniente en una de las causas de la derrota, a juzgar por las menciones que hace de él). Otro, el comandante “Naranjo, el cínico andaluz con cara de perro de aguas”, que, en realidad, era extremeño. Con Mola le bastaron las fotos: “su cara estúpida y repugnante, como la de perro policía al acecho tras sus gafas de miope”; además lo consideraba sumamente idiota y ridículo a tenor del crédito que dio a una historia increíble sobre un diálogo telefónico que habría sostenido al comienzo de la guerra con el gobernador de Vizcaya y con Aldasoro, que se habrían pitorreado de él sin que se diera cuenta. Las diferencias de belleza las veía incluso en las banderas: “Pensé que la bandera republicana, rojo amarillo y morado, estaba muy sobrecargada de colores, lo cual le daba el aspecto de la envoltura de una barra de chocolate con almendras. La vasca, en cambio, con su cruz verde esmeralda, lucía fresca y bella” (ambas tienen el mismo número de colores y la del enemigo tenía dos, pero a Steer la diseñada por Sabino de Arana le gustaba mucho, a tenor de las menciones que hace de ella).
La raza no tenía sólo consecuencias físicas. Eran más importantes las morales. La más llamativa es que “el vasco [era] demócrata hasta la médula” y “por esencia humano y compasivo”. Eso le ayudaba a comprender cómo la democracia vasca era la más antigua de Europa y del mundo, una “democracia absoluta, en que todos los hombres tenían voto” desde siempre y la “más honesta”. Por ello, en junio de 1937, Bilbao, “la única ciudad tolerante de España”, se convirtió en “el último baluarte en España de la democracia pura”. Y eso que “Bilbao era todavía demasiado español”, lo que podría explicar que esa democracia no tuviera parlamento, ni jueces independientes, ni libertad de prensa, ni respetara el estado de derecho (dado el constante desafío al gobierno republicano) y tuviera miles de presos políticos detenidos sin ningún proceso judicial, no por lo que habían hecho sino por las ideas que tenían (aunque de todo eso no debió de enterarse). Menos mal que consideraba que el periodista “es un historiador de los sucesos de todos los días y tiene un deber para el público”.
En el prólogo nos cuenta que “a diferencia de todos los pueblos de Europa occidental, el vasco nunca ha pasado por la etapa feudal”; un feudalismo que entiende “como el molde de la lucha de clases”, que habría tenido una de sus peores versiones en Asturias. Y es que su Euzkadi “nunca conoció una clase desposeída”. Así, pues, para el pueblo vasco “la idea de lucha de clases, la idea de un capitalismo o de un proletariado agresivo no tiene sentido. Su civilización es demasiado vieja para que entienda el conflicto de intereses, producto de un feudalismo por el que nunca pasó” . Y todo así: “En el mundo moderno, el vasco está simplemente en pro de la libertad de clases, de la camaradería y de la lealtad”; “establecieron el principio de libertad de los mares”. Y es que su historia ha sido la de la lucha por la libertad. ¿Para qué seguir? Baste decir que para Steer Euzkadi era el “Edén”, como afirmó en la página 414 de la edición del libro publicada en Madrid en 1978: “en la frontera sur de Bizkaia se alzaba el árbol Malato, más allá de la cual estaba prohibido pasar en persecución del invasor que huía. Aquella era la frontera del Edén que se hacía temer por su espada de fuego. Pero más allá de ella vivía otro pueblo, aunque de condición de vida inferior, cuyos derechos debían ser respetados”. No es necesario conocer historia del País Vasco, basta con tener sensatez para saber que esa historia es imposible.
Ni siquiera conocía la historia más cercana del País Vasco, lo que no le impidió pontificar sobre la opresión fiscal de un territorio privilegiado por los Conciertos Económicos: “A medida que el País Vasco se desarrollaba impulsado por la prosperidad de Bilbao, gestada en los años ochenta y noventa, los hombres que tenían sentido de la política procedentes de la clase media rural comenzaron a protestar: el país pagaba en impuestos al Gobierno de Madrid cantidades muy superiores a las mejoras que el Gobierno realizaba en él”. Luego, tras mencionar brevemente el “trato injusto” que sufrían “las costumbres y la lengua vasca” y a las Cortes “corrompidas”, menciona la aparición del nacionalismo con Sabino de Arana, “un demócrata de corazón”. Que el País Vasco tuviera “las mejores carreteras de España” y “magníficos hospitales, escuelas y sanatorios para niños” era debido a que “el vasco es un administrador público admirable”.
“Todos los vascos son aldeanos de corazón” y tienen muchas otras virtudes: son sinceros (“palabra de vasco”, a lo cual ayuda que hablen poco), sencillos, modestos, ordenados, capaces, íntegros, independientes, pacifistas, trabajadores, compasivos. En definitiva, son fácilmente distinguibles de “los españoles perezosos”, que extrañamente venían al País Vasco a hacer los trabajos más duros.
Ya en la segunda página de su panfleto, siguiendo a Sabino de Arana, escribe que “los vascos son trabajadores y los españoles perezosos. Los vascos son todos de origen campesino y los españoles quisieran ser todos caballeros”. Y “un caballero español, cuando se excita, puede convertirse en una bestia incapaz de sentir piedad, agradecimiento o clemencia. Puede, incluso, carecer de lo que diferencia primordialmente al hombre del animal: la exquisitez de recordar”. A continuación elogia “la fraternidad, el tesón, la seriedad y el humanitarismo” con los que “en el subconsciente, se parecen todos los vascos”. Una actitud que no acaba con la muerte, pues “es una tradición española perseguir a los enemigos imaginarios después de muertos”. Y es que “el pueblo español es vengativo y contra el aristócrata culto el resto de su clase afila el diente”. Más que maldad podía ser un problema de entendimiento: “Es terriblemente difícil convencer a un español de que ha cometido un error”. Sus cosas tampoco merecen aprecio. Así, por ejemplo, los pueblos castellanos son superhabitados y sucios, mientras que los pueblos vascos parecen hechos “para que se juegue a pelota en ellos, para beber vino o cantar en coro”. En cambio, la suciedad que puede encontrarse en la entrada de un caserío “demuestra que al vasco no le importan los olores del campo”.
No es de extrañar, por tanto, que una de las “pocas cosas que la paciencia del vasco no tolera […] es la sugerencia de que es español”, como afirmó, para fijar posiciones, en la primera parte del libro. Así se explica que, según cuenta, el coronel Joaquín Vidal Munárriz, que era un navarro no nacionalista, para meter prisa a sus soldados les gritara “«¡Sois vascos o españoles!». Al oír esto las tropas mostraron descontento. «Está bien: ya vamos», contestaron”. Y es que vascos y españoles “procedían de dos mundos diferentes”.
La hispanofobia de Steer alcanza su máxima expresión con asturianos y cántabros, que habían venido a Vizcaya a defenderla (ya estuvieron presentes en la defensa de Irún, fundamental para mantener la conexión con Francia, cuando los nacionalistas todavía no combatían, limitándose a salvaguardar el orden y, probablemente, a chantajear al gobierno republicano para que aprobara un estatuto de autonomía).
Las veces que los menciona es para contar que estaban huyendo. Las diferencias que hay en sus citas estriban en los detalles que aporta. “Los asturianos y todavía más los santanderinos temblaban […] ante la visión de la enseña roja y gualda en la punta de una montaña”. “Tampoco [“aquel hombre con gorro asturiano, barba negra y mal aspecto”] había reagrupado su propio batallón [como se le había ordenado tras una huida colina abajo para esconderse ante el simple paso de unos aviones], según descubrimos después aquella noche, cuando tropezamos con muchos de sus hombres durmiendo entre los pinos, muy lejos de la línea de fuego, mientras otros se dedicaban a devorar cordero asado”; luego cuenta que horas después “no comenzaron el ataque que se les había encomendado y desaparecieron”. “Este fue su error [del comandante Gorritxu]. Pero todos los demás errores deben ser colgados en la puerta de los asturianos: aquella puerta trasera siempre abierta por donde el enemigo penetraba, como llegamos a aprender por experiencia. Los asturianos no se servían para nada fuera de su propia tierra”. “Su comandante ordenó a los asturianos volver a la línea en el puente. Un hombre salió de sus filas y lo mató de un tiro”. “La 3º Brigada Asturiana se volvió a Asturias. Pero en aquel momento sus hombres se movían más rápidamente que nuestros medios de información y durante varias horas estuvimos ignorando la brecha que habían dejado abierta a retaguardia, en nuestro flanco derecho. Los asturianos siguieron existiendo en una fina línea roja dibujada sobre mi manoseado mapa de Bilbao, y fue en el único sitio en que les vi sostenerse con solidez”. “Al oeste, una brigada asturiana estaba desembocando en la carretera. Por la mañana, cuando el enemigo disparó cuatro granadas, había abandonado las colinas […]. Los asturianos estaban altamente satisfechos de la batalla. Vehementes melenudos, caminaban llevando colgados de sus fusiles las gallinas robadas en los caseríos y en la bandolera patatas arrancadas de raíz”. “Una vez más los santanderinos huyeron de una posición tan valiosa como la ermita del Bizkargi, que había de ser la llave del cinturón de hierro”. “El batallón santanderino número 105, sin ser atacado, abandonó sus posiciones en el Gondramendi. […] Los santanderinos se retiraron a lo largo de la carretera de Bilbao, bien cargados de gallinas y otros productos frescos, contando innumerables mentiras sobre la naturaleza alarmante del ataque que nunca tuvo lugar”. Los santanderinos también huirían en Cantabria, facilitando su conquista. De los batallones nacionalistas habla muchas más veces, pero nunca menciona un comportamiento siquiera parecido; tampoco de los de los socialistas y comunistas vascos, a los que no solía considerar vascos. De hecho, Steer cuando menciona batallones nacionalistas no necesita identificarlos, le basta con llamarlos “vascos”; las precisiones las deja para socialistas, comunistas y anarquistas. A estos últimos, les tenía una fobia parecida a la de Aguirre: “Los méritos bélicos de los anarquistas fueron descalificados por el Gobierno vasco, el cual no tuvo el menor reparo en declarar en voz bastante alta que el papel de los anarquistas en el bando del Gobierno y el de los falangistas en el de Franco podían muy bien cambiarse y que en el combate ambos eran aves”.
Algunas de las fugas provocaron importantes derrotas. El uno de mayo fue un día victorioso en el que los italianos estuvieron a punto de ser copados, pero “los santanderinos, en la forma encantadora, característica de ellos, echaron a correr. La explicación que trató de justificar su cobardía fue original: «estos vascos son fascistas como los del otro lado», dijeron” (a veces da la impresión de que Steer escribía para personas sin ningún sentido crítico; otras que él no lo tenía). Unos días después, un batallón asturiano culminó la faena regalando Sollube al enemigo: “Entre las seis y las siete de la mañana –dijeron los afligidos asturianos– estaban saboreando una reconfortante taza de café en sus chabolas. […] Pero, de repente, al levantar la vista, se hallaron una veinte rostros morunos. […] Estaban ya en las trincheras. No habían intervenido para nada la aviación ni la artillería. Fue una horrible sorpresa y ellos se asustaron. Desconcertados volvieron la espalda y escaparon ladera abajo. En Bilbao se dio una versión bastante diferente: los asturianos temiendo lo que el día les deparaba, un bombardeo como los que aguantaron los hombres de Acción Nacionalista Vasca durante cinco días sin retroceder, decidieron abandonar la posición al amanecer, sin tener la excusa de un ataque por sorpresa. La posición fue ocupada por los italianos. […] Al ser informado de la caída del Sollube, Aguirre [que acababa de usurpar el mando del ejército] tuvo uno de sus raros accesos de ira. Los asturianos culpables del desastre comparecieron ante un Consejo de Guerra. Algunos fueron fusilados”.
De hecho, algo muy parecido arguyó Aguirre en el infame “El informe del presidente Aguirre al gobierno de la República: Sobre los hechos que determinaron el derrumbamiento del frente del norte” con el que pretendió encubrir, calumniando a todo el mundo, la traición del Pacto de Santoña. Y cuando escribía Steer conocía ya la actitud que habían tenido los batallones nacionalistas en Cantabria, lo que superaba con muchas creces lo que falsamente había atribuido a asturianos y santanderinos. En cambio, Steer contó a sus lectores que los vascos (sic), “libres de las dos Españas, prefirieron rendirse “a los italianos porque fue Italia quien los venció y no Franco”, cuando la actuación militar de los italianos en la conquista de Vizcaya había sido marginal y Aguirre estuvo negociando con Mussolini desde hacía un trimestre.
Muy distintas eran las tropas vascas: “En su conjunto, la infantería vasca era excepcionalmente buena. La raza vasca es fuerte, resistente y disciplinada por naturaleza, sin demasiada imaginación, llena de moral y resistencia física; invulnerable al pánico”. Ni siquiera contaba bien, pues aseguró a sus lectores que la mayoría de los batallones eran nacionalistas (en ellos servían también los derechistas, que, reclutados, no querían integrarse en unidades izquierdistas). Ni que decir tiene que para Steer “lo mejor del material humano del nuevo ejército fueron algunos bien curtidos batallones nacionalistas vascos: el «Itxas-alde» (que significa orilla de mar y estaba formado por pescadores) [que se quedó en Bilbao para rendirse], el «Gordexola» [que esperó en Baracaldo, custodiando los Altos Hornos, para poder rendirse], el «Kirikiño», el «Otxandiano» [que también se quedó en Bilbao para poder rendirse], el «Marteartu» [sic]”. También reconoció la valía de los socialistas (y la cobardía de los anarquistas, a los que tenía fobia), “pero mi opinión personal es que los socialistas no eran tan duros en el ataque como los nacionalistas, y en general eran menos experimentados en el campo abierto”. Pero lo cierto es que, en el contexto de la Guerra Civil, los soldados nacionalistas no destacaron ni para bien ni para mal (salvo en Cantabria donde se rindieron sin combatir). Eso sí: con los no nacionalistas, fueron los soldados mejor pagados y equipados. En lo que si destacó el ejército vasco es en fue el que más enfermó: “Si las heridas son la plaga de cualquier Ejército, en el de Euzkadi casi superaron a aquéllas las enfermedades”, con unas cifras asombrosas [Vicente Talón, Memoria de la guerra de Euzkadi de 1936, Plaza&Janés, Barcelona, 1988, III, p. 654. El autor acompaña las afirmaciones con los datos de una estadística oficial del ejército republicano. En los cinco primeros meses de 1937 los porcentajes de bajas debidas a las enfermedades fueron el 77,3, 58,5, 66,6, 27,4 y 26,5; el de muertos: 1,6, 6, 5,5, 16,1, 15,0; y el de heridos, 21,1, 34,7, 25,8, 53,8 y 50,5. Recuérdese que en los tres primeros meses apenas hubo combates]. Hubo “dos azotes muy particulares: las dolencias de tipo venéreo y las parasitarias. El primero de ellos, en la época de consecuencias graves, hizo que se abrieran centros especializados en el hospital del Club Deportivo y cinco dispensarios en las zonas de concentración cercanas al frente a los que, algo más tarde, hubo que añadirles cuatro más […]. En un mes, las fichas registran entre lavados, toques, inyecciones de argirol, etc, unos cinco mil [casi el 10% del total de los efectivos del ejército] atendidos sólo en el capítulo de las blenorragias” [ibid. p. 655. El autor continúa apuntando una hipótesis: “Algo que debía afectar casi exclusivamente, a los combatientes de las unidades ajenas al PNV, ya que resulta sabida la púdica contención de la mayoría de los nacionalistas, hasta el punto de haberse dicho que los batallones nacionalistas estaban compuestos por hombres que, salvo en el caso de los casados, prácticamente ninguno había conocido mujer”]. Steer no da cuenta del fenómeno, salvo en el caso de los anarquistas, a los que no consideraba vascos:
“Con el fin de impresionar a los piadosos vascos, [los anarquistas] desfilaban con sus amigas con los labios pintados en rojo y mono azul, a la cabeza de cada batallón. Todas llevaban una dotación de bombas que brotaban de sus cinturones con una fertilidad comparable a las bananas de Josephine Baker. Personalmente, el anarquista era la persona más encantadora, excepto en las noches oscuras [?]. Sólo después de terminar el año 1936 los vascos consiguieron someter a las mujeres anarquistas a inspección médica y las retiraron del frente. Estaba tan profundamente arraigada la idea libertaria en la mentalidad de los seguidores de este movimiento proletario típicamente español, que la terrible idea de que una autoridad central pudiese enviar un médico para emitir su dictamen necesitó dos meses para entrar en la extraña masa encefálica que llena la cabeza del anarquista. A las mujeres que lo deseaban se les permitió seguir luchando y hubo unas cuantas sufragistas de aspecto fiero que mantuvieron limpio su certificado y ocuparon con brío su puesto en las trincheras hasta el fin de la contienda”.
Así, pues, la conclusión era muy clara para Steer: “Uno se convencía cada vez más que aquélla era, por nuestro bando, una guerra vasca y que los amigos de fuera, el Estado Mayor [apático e inútil] y los aliados de Santander y Asturias, no eran los elementos que ayudarían a Bizkaia a conseguir la victoria” (en el comienzo del libro, advierte que “empleo las palabras nosotros y nuestros al referirme a los vascos”). Habían venido a otra cosa: “No eran cobardes: su programa a largo plazo era regresar a Asturias con la mayor cantidad posible de vacas y gallinas que pudieran reunir a su paso por las provincias vecinas”. Así que asturianos y santanderinos fueron una de las dos causas fundamentales de la derrota: “En un último análisis, creo que no fueron tanto los bombardeos de Bilbao y sus ciudades los que ganaron la guerra, sino el enorme peso de material bélico de Alemania e Italia que cayó sobre las líneas vascas en el frente de batalla y la total inconsciencia de los aliados de Bilbao, procedentes de Asturias y Santander”. Y es que la hispanofobia de Steer le llevó a ignorar el papel de las tropas españolas en la conquista de Vizcaya, entre las que tampoco vio a los numerosos vasconavarros, pese a que fueron los que más destacaron (en cambio, los italianos estuvieron a punto de sufrir un nuevo Guadalajara en Bermeo, lo que fue evitado por la IV Brigada de Navarra). Por eso negaba que hubiera una guerra civil entre vascos, algo inimaginable:
“Yo no estaba allí, pero ninguno de esos hechos me fueron negados por el Gobierno Vasco, quien, adoptó como siempre, un punto altamente científico sobre la guerra española. Los carlistas y monárquicos son un fenómeno español, decían, lo mismo que el anarquismo. Los carlistas que pierden su fe se vuelven anarquistas inmediatamente. Y como son españoles, nada más luchan unos contra otros. Dejémosles. El Nacionalismo Vasco, sin embargo, como el Socialismo y el Comunismo, representa un concepto universal. Hay nacionalismo en todo el mundo. Nosotros los vascos somos una fase del mismo. Un vasco que pierde su fe se hace socialista o comunista. Y como no somos españoles sino que mantenemos un ojo abierto al panorama del mundo exterior, los humos guerreros y el falso heroísmo de los españoles no nos intoxican. Nosotros no combatimos unos contra otros. Llegamos a compromisos y terminamos por bajar el tono de la voz. He ahí, amigo inglés, la diferencia entre nosotros y España, decía Leizaola”.
Aunque Steer tenía a Leizaola, del que trazó un panegírico, “como el más grande de ellos [los nacionalistas] por su rectitud de propósitos” y “un abogado de prestigio e integridad en la España republicana”, tendría que haber sabido distinguir lo que es un comentario de barra de bar (y más con la realidad que tenía delante de las narices). Pero el objetivo del libro, como confesó, era contar el exterminio de los vascos (“los vascos, cuyo exterminio es el tema de este libro”). Y ciertamente de los que tenía en su imaginación no quedó ninguno.
A los santanderinos, además, Steer los consideraba mentirosos: Wandel, un alemán “astuto y a la vez despreciable”, “comenzó a mentir terriblemente y a recordarme a un santanderino”.
Un racista confunde el gentilicio, que sólo indica procedencia, con un adjetivo calificativo. Un racista no distingue individuos sino réplicas cortadas por un mismo patrón. Un racista cree en las mentiras de otros racistas. Steer era pues un racista en una época en que el racismo no se limitaba a la Alemania nazi.
De creer a Steer, su odio no sería consecuencia de la influencia de la hispanofobia de Aguirre, cuya hispanofobia he acreditado en el libro citado: “Aguirre era uno de los pocos nacionalistas vascos que jamás pronunciaba una palabra desagradable sobre los castellanos”. Quizá su gran hispanofobia hacía que los insultos le parecieran verdades como puños y no viera la ofensa. O quizá el hecho de que Steer fuera sudafricano pueda ayudar a explicar cómo pudo comulgar con tantas y tan grandes ruedas de molino supremacistas, y cómo, a pesar de tanta tergiversación, pudo tener la conciencia tranquila.
Otro asunto es explicar cómo un individuo así haya tenido y tenga tanto prestigio entre los historiadores.
Antes de que te vayas…