La inefable y gozosa sensación de inmersión, de pánico, de espanto, de terror absoluto que logran provocar algunas películas resulta sencilla y llanamente inenarrable. El poder liberador y catártico que posee el cine, la «gran pantalla» (si es que se admite tal denominación, muy cuestionada por G. Bueno en Televisión: apariencia y verdad o por J. L. Pozo Fajarnés en su reciente y pistonudo libro Filosofía del Cine) es ciertamente insuperable. En algunas ocasiones, pocas, salgo del Templo Oscuro completamente devastado, pisoteado, derrengado, superado, deslomado, baldeado, vapuleado, reventado, y, sobre todo, profundamente conmovido y entusiasmado. A veces, los refulgentes fotogramas del celuloide se quedan incrustados en mi memoria de forma indeleble; los días transcurren presurosa e inexorablemente y continúo pensando y viviendo en el universo de la película de marras.
Furiosa: A Mad Max Saga, de George Miller, me ha devuelto la esperanza en un cine que consideraba delicuescente, lánguido, enflaquecido, fagocitado, periclitado, casi extinto. Con el cineasta australiano ha retornado, pleno de vigor, el cine visceral, salvaje y mayúsculo, un cine que sólo está al alcance de una exigua, aunque exquisita, pléyade de cineastas: El triunvirato formado por John Carpenter, James Cameron, y el propio George Miller, la santísima Trinidad en el mundo de la ciencia ficción, los “putos amos” del survival. No debemos olvidar que estos tres magnos artistas han logrado crear cintas difícilmente igualables: The Thing, The Terminator o Aliens. El primero de estos gloriosos triunviros, Carpenter, aparentemente retirado, hastiado de la cuestionable deriva del antaño grandioso cine de género, hace algún tiempo que se apartó de este tinglado dejando el dominio omnímodo a dos colosos homéricos: Cameron y Miller, quizá los dos filósofos –con justicia lo son- que mejor han sabido recrear el advenimiento del apocalipsis, jamás la distopía se ha sentido más auténtica que en The Terminator o en Fury Road.
De regreso a mi humilde morada, completamente embelesado tras haber visto Furiosa, la colosal obra maestra de George Miller, me venían a la mente unas veraces palabras escritas por el filósofo vienés Ludwig Wittgenstein, quien, muy perspicazmente, estableció la diferencia que existe entre decir y mostrar, aseverando que aquéllo que no se puede decir se ha de mostrar. Pues bien, poner negro sobre blanco mis impresiones acerca de la última película de Miller se me antoja una empresa tremendamente intrincada y difícil, por lo que resultaría más apropiado dejarnos cautivar y deleitarnos con su visionado hasta el fin de los tiempos, sin decir absolutamente nada acerca de ella porque, siguiendo con el apotegma del bueno de Ludwig, «de lo que no se puede hablar es mejor callar». ¿Qué nos vamos atrever a decir sobre, qué sé yo, Las Meninas de Velázquez, la novena de Beethoven, La Valquiria de Wagner o El Quijote, de Cervantes? Ninguna opinión, reseña o comentario jamás podrá hacer justicia a esas creaciones portentosas. Así las cosas, difícilmente podré ponderar en su justa medida la inefable grandeza que alberga Furiosa: A Mad Max Saga, insuperable en todos los sentidos, en cada uno de sus fotogramas, en cada uno de sus diálogos, en cada decisión adoptada tras la cámara. No obstante, vamos a tratar de ir desentrañando algunas de las innumerables virtudes que, a mi juicio, posee este descomunal filme aunque, ya anticipo, mucho me temo que estas sucintas líneas, habida cuenta de mi febril e incondicional devoción por el universo de las Wasteland, podrán verse reducidas a una ardiente loa ditirámbica hacia uno de los directores más imponentes que han registrado jamás los anales de la gloriosa Historia del Cine, el australiano George Miller, consagrado ya como un auténtico Maestro en el arte de la narración fílmica.
Corría el año 2015 y cuando todo parecía indicar que este legendario cineasta había decidido colgar la toalla, irrumpió una gozosa sorpresa: Mad Max: Fury Road se estrenaba en cines, una cinta que proseguía con las malandanzas del mítico Max Rockatansky, aquel icónico e inolvidable solitario superviviente, aquel indómito lobo estepario, que diría Hesse, al que daba vida un jovencísimo y casi irreconocible Mel Gibson en la prístina trilogía. Fury Road ya es un hito en la sci-fi contemporánea, una cinta frenética, convulsa y adrenalínica que ampliaba el fascinante mundo postapocalípitco australiano para dar cabida a dos nuevos personajes no menos fascinantes y magnéticos: la emperatriz Furiosa, una fabulosa Charlize Theron; y el déspota Immortan Joe, el dictador de la Ciudadela. Furia en la Carretera se erigió merecidamente como una pasmosa fábula feminista, de las de verdad, de las auténticas, no de las impostadas y falsas, no de esas de chichinabo a las que muchos nos tienen muy mal acostumbrados; la emperatriz Theron era el fiel arquetipo de mujer empoderada, heredera directa de la emblemática teniente Ripley de Aliens: el regreso, la heroína erigida en adalid de unas desamparadas jovenzuelas, cruelmente sometidas y reducidas a simples procreadoras de una manera infame, meras integrantes de un nutrido harén, mujeres reducidas a una simple y primitiva función biológica con el propósito de saciar los delirantes y perversos deseos eugenésicos del mentado Immortan Joe. Todo lo demás es Historia: una febril persecución de ida y vuelta de dos horas de duración absolutamente inigualable en la que no sobraba ni un solo plano, ni una sola escena, ni absolutamente nada; donde los protagonistas debían dedicar ímprobos esfuerzos para tratar de mantenerse con vida en un entorno tan fieramente hostil: el Páramo, el Erial, el Desierto, las Wasteland, espacio en el que la parca era endiosada con el grito atronador del Valhalla. Fury Road era una película espeluznante, feroz y turbadora, en la que los lúgubres presagios hobbesianos, cuales cárdenos y amenazadores nubarrones, se manifestaban en todo su esplendor, donde el darwinismo social imperaba por doquier: o espabilas presto o te vas para el otro barrio. Esa ha sido, desde sus orígenes, la peculiar esencia de la saga Mad Max: en el mundo apocalíptico no hay un resquicio para la piedad, ha desaparecido la esperanza, ya no hay salvación. Únicamente se lucha para continuar viviendo, eso es todo, no hay nada más. Este es el motivo por el que me atrevo a reivindicar, de manera furibunda, el estatus de wéstern que con total justicia y absoluto merecimiento le corresponde a esta pentalogía de cintas únicas y memorables: Mad Max es un poderoso relato de frontera, una cautivante ficción en la que los personajes son arrastrados hasta el límite de sus posibilidades, en la que no caben remilgos ni subterfugios, en la que no hay tregua ni paz, única y exclusivamente lucha feroz, guerra sin cuartel y completa destrucción. Ese es el ADN constitutivo y diferenciador del género del wéstern, paciente y admirado lector: batalla y pugilato sin cuartel para continuar con vida, como ya quedó maravillosamente reflejado en esas irrepetibles obras maestras del género, como Grupo Salvaje, de Peckinpah; Infierno de Cobardes, de Eastwood, o Los Siete Samuráis, de Akira Kurosawa.
Furiosa se desmarca completamente de la estructura narrativa de Fury Road y nos presenta una historia de venganza subyugante y terrorífica. La película está montada siguiendo la estructura de una novela, a través de capítulos, en los que el asombrado espectador puede ir observando la forja del carácter (una muestra de cine bildungsroman, si se quiere) de una mujer, desde su robada infancia, hasta su madurez saqueada; una criatura herida cuyo única motivación para seguir viva en ese valle del terror, las Wasteland, es acabar con la vida de Dementus, el vesánico monstruo que se lo arrebató todo, un electrizante Chris Hemsworth que, literalmente, se adueña de la película, haciendo gala de unas dotes interpretativas sin parangón y consagrándose con total merecimiento como un actor de primerísima división; es el rey de la función, la película le pertenece.
Furiosa y Dementus, los pupilos del desierto, son las dos caras de una misma moneda, dos personajes condenados a chocar inevitablemente.
La saga Mad Max siempre ha exudado cierta fragancia quijotesca, tanto en pantalla como tras la cámara, –son de sobra conocidas las enormes dificultades a las que ha tenido que enfrentarse Miller, incluidas desavenencias con los estudios y demás vicisitudes, para erigir sus películas-. Rockatansky bien podría ser el Caballero de la Triste Figura si Cervantes hubiese sido un cineasta australiano. Más allá de estas sugestivas ucronías, más allá de estos divertidos pero insustanciales ejercicios contrafácticos, Furiosa sí que desprende ese aroma aventurero que destilaban las excelsas páginas de la obra cervantina; Anya Taylor-Joy, esa actriz primorosa, esa beldad enigmática y misteriosa de raigambre egipcia, cual poderosa Nefertiti, aúna en su emperatriz Furiosa los trazos quijotescos del Rockatansky de Gibson y los caracteres indómitos de mujeres indomeñables como la Ripley de Weaver, la Neytiri de Saldaña o la propia Theron de Fury Road. Furiosa es una mujer a la que se lo han arrebatado todo, a la que no le queda nada más que la frágil y lívida esperanza de regresar a su otrora cálido hogar, del que fue brutal y vilmente raptada cuando no era más que una indefensa niña. Furiosa, la fabulosa Taylor-Joy, es un excepcional trasunto del Ulises homérico, ansioso por regresar a su famosa isla, salvo que, en las inhóspitas y tórridas Wasteland, no hay posible Ítaca. El paraíso de la opulencia es una maldita pamema, un sueño, una inalcanzable quimera. En Fury Road descubrimos que esa otrora ubérrima y feraz región hace tiempo que fue arrojada al basurero de la Historia.
Wilhelm Nestle, un desconocido filósofo y filólogo alemán, escribió en 1940 un libro titulado Del mito al logos, del que no se acuerda ni Dios, en el que trataba de exponer el arduo periplo recorrido por el pensamiento occidental desde el relato mitológico al discurso racional. Pues bien, podríamos señalar, forzando algo las cosas, que Miller hace precisamente lo contrario, transita «del logos al mito», edifica una mitologización de la emperatriz Furiosa, enriquece visual y narrativamente el universo que ya nos regaló en Fury Road, lo magnifica, lo hace más grandioso, sombrío, intrincado y sugestivo. Mad Max siempre ha actuado a modo de espejo en el que podemos ver reflejados nuestros infortunios y miserias, todas nuestras ignominias y desafueros como especie. Mad Max es el tenebroso vaticinio del sombrío futuro que nos aguarda si no somos capaces de dar un golpe de timón que enderece el desatinado rumbo qu .e hemos emprendido, si no corregimos nuestra ínsita propensión a facilitar el camino para el advenimiento de los caliginosos Jinetes del Apocalipsis. Aquí, en Furiosa, ese catastrofismo irrestricto que exhala toda la saga es llevado hasta límites paroxísticos. En ese escenario apocalíptico, el aforismo de Heráclito cobra vigorosa presencia: la guerra sigue siendo la madre de todas las cosas. Immortan Joe y Dementus, vástagos y pupilos del páramo, no entienden de diplomacia ni de habladurías; aquí los agravios y entuertos se resuelven a través de la violencia y de la guerra, las parteras de la Historia, que diría Marx, el mal inevitable, como escribiría McCarthy en su mayúsculo e imperecedero Meridiano de Sangre. Cuando Dementus logre imponerse a Joe y subyugue la Ciudad del Petróleo, la guerra resultará inevitable, con lo que Furiosa se verá obligada a aliarse con el enemigo, Joe, para así multiplicar sus posibilidades de debelar al que le arrebató su idílica vida, al que la convirtió en otra criatura del erial, en otra desheredada, en otra anti-heroína desesperanzada.
Estos pasados días he estado leyendo, muy atentamente, las críticas escritas por colegas sobradamente competentes, y he podido observar que las citas y referencias a grandes obras anteriores han sido innumerables: Centauros del Desierto, Hasta que llegó su hora, En busca del arca perdida, y un largo etcétera. Mi apuesta personal es que Furiosa no se asemeja absolutamente a nada, es puro y auténtico Mad Max, es legítimo y verdadero George Miller, ergo es salvaje, despiadada y truculenta. Si hubiese que establecer un paralelismo, una analogía, me inclinaría a pensar en Aliens: el regreso, la celebérrima secuela de James Cameron, en la que el aclamado director useño expandía y enriquecía el universo del anterior Alien de Ridley Scott, cinta con la que el artífice de esa extraordinaria proeza llamada Titanic demostraba que ese topicazo tan manido que asevera que «segundas partes nunca fueron buenas» no es más que una ramplona y vulgar fruslería, una auténtica majadería. Miller ha logrado lo imposible: superar Fury Road, erigir un nuevo mito cinematográfico, trazar un pasmoso viaje del héroe, cual Joseph Campbell, transmutar el logos en mito, como Homero, como Cervantes, como McCarthy. A ese nivel nos movemos, bienquistos camaradas, aquel en el que se hallan los verdaderos artistas, en el que habitan los directores y creadores visionarios y legendarios. Furiosa: A Mad Max Saga es una verdadera obra maestra que destaca con vigor inusitado ante tantas medianías inmerecidamente celebradas. Todo en ella resulta prodigioso y de un virtuosismo sin igual: montaje, sonido, dirección de actores, guion, interpretaciones, atmósfera; es, sin lugar a dudas, la película más fascinante de cuanto llevamos de 2024. Queridos amigos, esto es el cine, esto es el mito, esto es un survival, esto son las Wasteland.
No logro entender la indiferente equidistancia y la seca frialdad con la que la crítica profesional (por decir algo) ha acogido a esta catedral del wéstern contemporáneo, no comprendo la desaforada animadversión que suscitan cineastas como George Miller y James Cameron, autores con un mundo propio, con una cosmovisión, con una weltanschauung única e irrepetible. Todos, yo el primero, acudimos al templo oscuro con premura y devoción ávidos por descubrir la nueva obra maestra, el nuevo hito que engrosará las gloriosas estanterías en las que merecidamente descansan las películas legendarias. El sintagma “obra maestra”, en realidad no es más que un flatus vocis, un término sincategoremático, un mito oscuro que empobrece y dificulta el análisis fílmico. Cuando alguien prorrumpe con un incontenible vítor declamando por los cuatro elementos de Empédocles la presencia de una obra maestra, en seguida, como buen husserliano, practico la epoché o suspensión del juicio y pongo entre paréntesis esa contundente y taxativa aseveración. Para concluir este texto y sin que sirva de precedente, quiero despedirme mostrándome rotundo y contundente, recórcholis, pues la ocasión bien lo merece: Furiosa: A Mad Max Saga es una de las mejores películas filmadas en el siglo XXI porque, sencillamente, desborda y trasciende su medio, el estrictamente cinematográfico y lleva a cabo un penetrante y lucidísimo estudio de esa cosa tan deletérea llamada condición humana. Acudan raudos y veloces al cine para disfrutar de esta magistral lección de un coloso del oficio, de un titán inalcanzable, de un prodigio de la naturaleza, George Miller, el artista total, el director filósofo. Furiosa es una atractiva reflexión de segundo orden y, por ende, filosófica, acerca del sugestivo universo de Fury Road, es una incursión apasionante por el insólito y variopinto universo psicológico de los personajes que pululan por las Wasteland, es una anamnesis que precede a aquella memorable persecución; Fury Road es el logos, Furiosa es el mito.
Antes de que te vayas…