Desde que no era más que un diminuto retoño, un impúber total y completamente obnubilado y rendido al embriagador poder de fascinación que posee el séptimo arte, he sentido una profunda y desaforada admiración hacia la figura de Francis Ford Coppola. La primera vez que vi Apocalypse Now experimenté en mi interior una inefable catarsis, un momento de gozo, de deleite, de fascinación, de terror, de delirio absolutamente inenarrable. Esa experiencia mística suponía el encuentro con un cine suicida, un cine entendido como arte total, un cine, en definitiva, más grande que la vida misma. Se trata de una extraordinaria película sobre el descenso del hombre a las lacerias y miserias más tenebrosas de la condición humana, una singladura apasionante y desquiciada hacia el corazón de las tinieblas, un periplo que desemboca en el horror más espantoso y mefistofélico que imaginarse pueda. No conozco ninguna otra película que haya sido capaz de llegar más lejos narrativa, filosófica, literaria o artísticamente hablando. Apocalypse Now es el apocalipsis del cine, el alfa y el omega del celuloide, el orto y el ocaso de una concepción de la vida y del arte. Todo empieza y todo termina con Apocalypse Now, el Quijote del cine, el manifiesto apasionado y enfebrecido de un artista, Coppola, que se volvió tarumba perdido con semejante proyecto, un hombretón molletudo y barbudo que rodó la diatriba más implacable que se ha formulado nunca contra el ortograma que guía la acción imperial de los Estados Unidos de Norteamérica. A saber: la liquidación del comunismo de la faz de la Tierra, pues, que nadie abrigue duda alguna, los yanquis, adalides por excelencia de la sacrosanta libertad, invadieron alevosamente un país donde no pintaban nada con el único objetivo de exterminar, literalmente, al comunismo realmente existente. Todos los cineastas del mundo se cortarían un brazo y lo que haga falta por contar en su zurrón con un filme de la magnitud, grandiosidad y enjundia de Apocalypse Now.
Así que, bienquistos y pacientes lectores, atención: glosar sobre la figura de Francis Ford Coppola, el padrino de toda una pléyade de cineastas portentosos, el Dios Padre del cine americano, es un asunto muy serio. No en vano, con El Padrino, filme que catapultó su incipiente carrera hacia el estrellato, el cine estadounidense alcanzaba su mayoría de edad. Con anterioridad, las películas eran fingidas, amañadas, ingenuas, impostadas; salvo excepciones, el cine se veía reducido a un mero medio propagandístico que encomiaba sin reparo alguno la misión civilizadora llevada a cabo por EEUU a lo largo y ancho de todo el orbe, un país que, después de su contundente triunfo en la Segunda Guerra Mundial, aspiraba, por decirlo en términos gramscianos, a imponer su hegemonía en el convulso mapa geopolítico mundial. Ahora bien, todas esas garambainas y fruslerías ideológicas fueron fulminante e incontestablemente trituradas por la legendaria saga protagonizada por la familia Corleone. Ahí, en El Padrino, el sueño americano queda despedazado, el país de la democracia, la igualdad y la libertad era, en realidad, el país de la muerte, la mafia y el crimen. El idealismo quijotesco de Michael Corleone, pipiolo convencido de las bondades de su nación, pronto trocará en un abyecto pragmatismo, un vesánico, darwinista e inapelable mandamiento de supervivencia: que se salve el más fuerte, sólo es un negocio. La década de los setenta de Coppola, quizá, constituya la cumbre del cine americano. El debate sobre quién es el mejor director de su generación queda inmediatamente resuelto: nadie ha alcanzado la solemnidad de los dos Padrinos, Apocalypse Now y La conversación. Yo defiendo, numantinamente, que el cine es la fusión perfecta de literatura, música y filosofía; si no yerro en dicha percepción, esas cuatro películas mentadas logran la citada mezcla alquímica de forma portentosa y admirable. Os voy a proponer, caros y abnegados lectores, una sugerente oferta que no podéis rechazar. Vamos a hablar de Megalópolis, el largamente ansiado proyecto de Coppola, su sueño gestado durante más de cuarenta años que hemos podido ver finalmente materializado. Dispónganse a inclinarse ante el reclinatorio, permanezcan en reverente y respetuoso silencio y todos a rezar.
Se antoja una empresa temeraria esbozar siquiera unas líneas sobre una personalidad tan inagotable e inconmensurable como la de Francis Ford Coppola, el director que transformó para siempre el rostro del cine americano. No es empresa sencilla, ni mucho menos, sintetizar la carrera de este artista impagable pero, creo, para comprender en su totalidad una propuesta tan exagerada, descomunal y radical como Megalópolis es ineludible apuntar, siquiera sucintamente, unos cuantos rasgos fundamentales. Después de esa aventura suicida, Apocalypse Now, Coppola, en la cima de su carrera, se iba a embarcar en un proyecto sumamente ambicioso, un musical rodado íntegramente en interiores, un filme experimental, arriesgadísimo y, por desgracia, incomprendido, One from the Heart, donde el director oriundo de Detroit iba a dar rienda suelta a su desbordante imaginación para lograr la fusión más sublime que yo conozco entre música, cine y teatro. Esta película vapuleada sin contemplaciones por la crítica supuso una cesura radical en la fulgurante carrera de Coppola: no en vano, su desmesurado presupuesto y sus exiguas ganancias comerciales arruinaron el sueño de American Zoetrope y nuestro director se vio obligado a aceptar trabajos alimenticios donde, no obstante, dejaría una impronta y un sello artístico indelebles. Ahí están La ley de la calle o Cotton Club para corroborarlo. En los albores de los noventa, dos proyectos de gran envergadura, The Godfather Part III y Bram Stoker´s Dracula le permitieron un respiro económico pero Coppola, hasta los dídimos de las injerencias de los grandes estudios, apostaría por un tipo de cine personalísimo, atemporal, ensayístico, la primorosa trilogía compuesta por Youth without Youth, Tetro y Twixt, películas autobiográficas donde el cineasta norteamericano aborda temas de gran hondura intelectual: el hombre posthistórico de Mumford, los orígenes del lenguaje, la conciencia, la memoria, la familia, el infierno creativo, los fantasmas del pasado, etc.
Este señor provecto, sapientísimo, hombre fatigado, herido y mutilado por el inevitable transcurrir del tiempo, tras una auténtica y maratoniana odisea, acaba de estrenar Megalópolis, (bien pudiera haberse titulado “Megacópolis”) para quien esto escribe la película más atrevida, audaz, honesta, vitalista y estimulante que han rodado los useños en lustros, sin duda, el filme más primoroso y grandioso en lo que llevamos del presente 2024. Tendría que remontarme a Fight Club, de David Fincher, para hallar otra cinta similar en ambición, profundidad, abstracción y trascendencia. Siempre he sostenido que el cine, el arte en general, o es arriesgado o no es, tertium non datur, y Coppola, sin lugar a dudas, es el director de su generación que más riesgos ha asumido, siempre un paso por delante de todo el mundo, un auténtico visionario. En su colosal peplum moderno, Megalópolis, César Catilina, un ubicuo Adam Driver, es un arquitecto iluminado y genial que abriga en su mente un gran sueño: construir Megalópolis, una ciudad futurista y utópica, el bálsamo de Fierabrás que permita superar todos los males que corroen a Nueva Roma, una Urbe delicuescente, depravada, sumida en un imparable proceso de descomposición y decadencia. En esta tesitura, nuestro genio artístico tendrá que vérselas con el correoso y conservador alcalde, Franklyn Cicero, firme adalid del inmovilismo político, edil convencido de que el progreso, en realidad, es un retroceso. Aquí encontramos ya un punto basal del filme: la irreconciliable e irresoluble dicotomía materialismo/idealismo. En estas nos hallamos cuando, como por ensalmo, la hija del politicastro, Julia Cicero, queda embelesada y prendada del talento, de la clarividencia, de los arrebatos creativos de Catilina, el eximio constructor de mundos. Esta premisa, este sugerente punto de partida, le sirve a Coppola para dinamitar las concepciones narrativas clásicas, para demostrar, una vez más, que el cine no es un lenguaje, que no existen reglas a las que haya que seguir y que, si las hubiere, están ahí para subvertirlas, resquebrajarlas, distorsionarlas. Las grandes obras maestras son aquellas que construyen su propio mundo, su propio universo, su propia forma; son aquellas que se adentran por las sinuosidades de territorios narrativos ignotos, que ofrecen lo nunca visto, que son libres porque, no lo olvidemos, es en los saltos al vacío donde los artistas alcanzan su verdadera libertad. Vuelvo a incidir en la misma idea: El Arte o es libre o no es Arte. Así, tal cual, como suena.
Ya lo he argumentado en alguna que otra ocasión, no creo en la existencia de un criterio objetivo que permita afirmar contundentemente, de manera insofismable y taxativa, que una película es buena o mala. No creo que sea menester de la crítica establecer apodícticos juicios de valor; antes al contrario, los críticos han de clasificar, argumentar, plantear hipótesis, explicar las ideas que exudan las películas. Vamos a intentar, pues, un ejercicio de verdadera crítica cinematográfica, vamos a tratar de argumentar por qué Megalópolis es una obra maestra absoluta del cine. No sé escribir de otra manera, no concibo la crítica de otra forma. Hay que ofrecer argumentos, porque una opinión si no está debidamente fundamentada y elaborada no sirve absolutamente para nada.
La primera de las tesis que voy a defender es que existen pocas películas intelectualmente tan apabullantes como Megalópolis. Estamos ante un filme que desborda sus límites, que se transforma, por arte de birlibirloque, en un ensayo metafísico sobre las posibilidades del cine para transmitir ideas, plantear debates, transformar la realidad, recuperando la famosa undécima tesis marxiana sobre Feuerbach. Utopías ha habido muchas a lo largo de las vetustas y nutridas páginas de la Historia de la literatura y del pensamiento: La República ideal de Platón, la utopía de Tomás Moro, La ciudad del sol de Campanella, las variadas y pintorescas propuestas quiméricas de los socialistas utópicos del siglo XIX, etc. Megalópolis se concibe y se plantea como una utopía, como una ventana que nos abre una puerta impagable hacia el futuro, que nos brinda una plataforma inmejorable desde la que poder debatir acerca de la sociedad que queremos construir. César Catilina, cual egregio retórico de la plaza pública, agarra el micrófono e irrumpe en un grito ensordecedor y desgarrado: «¡Necesitamos un gran debate sobre el futuro!»
La película se ambienta en Nueva Roma, en realidad la Nueva York de un futuro no muy lejano, una ciudad hostil en grado sumo, decadente, cochambrosa, un remedo de la Urbs republicana, una ciudad a punto de perder su libertad y sucumbir a las soflamas de los líderes populistas, anticipo del advenimiento de una opresiva y alevosa dictadura. Obviamente, las tesis de Gibbon en su célebre mamotreto sobre la decadencia imperial están presentes en Megalópolis, una cinta distópica que ofrece un lienzo impagable de los sujetos operatorios (siendo generosos en el adjetivo) que habitan las grandes capitales imperiales cuando éstas exhalan sus estertores. Es ese tono folletinesco, ridículo, rozando el alipori, lo que ha espantado a un sinnúmero de espectadores pero, ciertamente, cuando uno saca la navaja de Occam, cuando podamos las ramas para así poder ver el bosque, lo que nos queda es una película de una enjundia filosófica inaudita, un filme que recurre a las gloriosas técnicas manuales del cine mudo (los nombres de Murnau, Lang, Griffith o Cocteau están indudablemente presentes) para ofrecernos un debate trascendental sobre la decadencia de los Imperios, el auge de los totalitarismos, el papel del arte en la sociedad, las consecuencias del neoliberalismo salvaje, el fin de la Historia y cuantos temas sean ustedes capaces de hallar. Megalópolis sería, algo así como el epítome de toda la Historia del Cine, una inteligente y audaz investigación sobre las posibilidades del cinematógrafo como transmisor de ideas filosóficas, la fusión sublime entre pintura, ciencia, literatura, música y cine; el Arte Total.
No existe un único Francis Ford Coppola, sino muchos, es decir, estirando el símil, Coppola no es unívoco sino análogo. Es un director que no impone su estilo al material con el que está rodando, sino que, antes al contrario, adapta su singular estilo al relato que tiene entre manos. Así, pues, no tiene sentido enjuiciar Megalópolis con los parámetros, con las herramientas, con la artillería que usamos para valorar El Padrino o, qué sé yo, John Grisham’s The Rainmaker. Megalópolis, a pesar de contar con elementos narrativos de indudable trascendencia, pertenece, a mi juicio, al cine no narrativo, a la liga en la que juegan Lars Von Trier, Tarkovski o el propio Stanley Kubrick. El cine no narrativo, al menos en apariencia, no cuenta nada, no urde ninguna trama trepidante ni atractiva, no hay disparos, persecuciones y explosiones por doquier. Las imágenes del cine no narrativo vuelan muy alto, poseen una densidad conceptual subyugante, nos aldabonean con un vigor intelectual inusitado. En Megalópolis el poderío visual de la película aborda temas inagotables, abracadabrantes pero, creo, el eje vertebrador del filme consiste en lo siguiente: ¿Qué hacemos con los genios artísticos?; ¿Qué consecuencias acarrean los llamados por David Graeber «trabajos de mierda»? La figura del genio artístico ha dado lugar a innumerables quebraderos de cabeza a un sinfín de eruditos y exégetas del pensamiento. Recuerdo al solterón de Konigsberg, así llamaba Unamuno a Kant (un graciosillo el ínclito rector) devanarse las entrañas para arrojar algo de luz sobre este espinoso asunto. El filósofo concluía que los genios son aquellos individuos que imponen su regla al arte, que son conscientes de la tradición que les precede y que abren nuevas vías de expresión. No sería descabellado ver a César Catilina como un alter ego de Coppola, el genio que ha hecho posible que el cine avance, el tipo que ha revolucionado cuantos géneros ha tocado, el hombre extremadamente preocupado por ganarle la batalla al tiempo. «¡Tiempo, detente!» asevera Catilina, ¡Tiempo, escúlpeme, inmortalízame! diría Tarkovski, diría Coppola. El tiempo, como habrá advertido cualquier observador avispado de la filmografía de Coppola, es el núcleo de su filosofía. Rusty James y el chico de la moto en Rumble Fish veían cómo el tiempo se les escapaba como el agua por los intersticios de los dedos de las manos, Peggy Sue debía viajar a sus recuerdos pubescentes para recomponer la relación con su marido, Vlad Dracul tenía que surcar océanos de tiempo para reencontrarse con el amor de su vida, Elisabeta, Gary Oldman se convertía en el amante platónico por antonomasia, un vampiro que sentía nostalgia de lo Absoluto, de lo Bello. Ahora, César Catilina aspira a debelar las leyes de la física para así lograr su objetivo, la construcción de Megalópolis, la ciudad del futuro. La única manera de ganarle la batalla al tiempo nos la ofrece el arte, solo a través de las manifestaciones artísticas el hombre es capaz de satisfacer su sed de inmortalidad. Ya lo advertía Unamuno en El sentimiento trágico de la vida, sólo lograremos pasar a la eternidad mediante nuestros logros artísticos; Coppola ya se ha ganado merecidamente la vida eterna, su nombre surcará allende océanos de tiempo y alcanzará lo sublime, lo inmortal, lo inolvidable, lo Absoluto. Es imposible olvidar el prólogo de la película, fotograma para el recuerdo en la que un atribulado Catilina se asoma al vacío y para el reloj de la Historia. En eso, precisamente, consiste el arte, en inmortalizar y esculpir el tiempo. La metáfora es gloriosa.
David Graeber, en su famoso y controvertido ensayo, Trabajos de Mierda, (perdone el lector la vulgaridad, así se titula el libro de marras, culpen de ello al propio autor), afirma que una cantidad ingente de trabajos son inútiles, no sirven para nada y, por si fuera poco el engaño, tenemos que aparentar que sirven para algo con el único propósito de mantener incólumes las sinecuras y mamandurrias del personal. Pues bien, esta sociedad burocratizada, de la que hablaba también el sociólogo alemán Max Weber, impide con toneladas de burocracia y de papeleo que los verdaderos genios artísticos exploten su talento. Enjundioso debate, qué duda cabe, ¿la masa dificulta el desarrollo del talento? ¿La igualdad es, quizá, la más vil de las tiranías, como decía Tocqueville? Saque el amable lector sus propias conclusiones.
A lo largo de la película, asistimos impávidos a una Nueva Roma en franco proceso de decadencia, de declive, de derrumbe inexorable. César Catilina atraviesa los bajos fondos de la Urbe y vemos cómo unas estatuas colosales, pétrea metáfora de los valores otrora apreciados por la Civilización Occidental, se resquebrajan, se descomponen, se destruyen. Ya no existe la justicia, ya no hay equidad, ya no hay isonomía, los valores ahora son disvalores, se ha consumado la anunciada transvaloración nietzscheana. Entonces, ¿qué hacer ante el derrumbe de un Imperio? ¿Qué decisiones adoptar para que el mundo no se vaya definitivamente al carajo? ¿Son los capitostes populistas la solución a todos los males? O, ¿tal vez debamos prestar atención a los genios artísticos, a las personas eruditas y cultivadas que proyectan un futuro mejor? ¿Tal vez todo tenga que seguir igual para que nada cambie, según la célebre sentencia lampedusiana (aunque modificada levemente), quizá toda utopía devenga en distopía? Otra vez insisto en lo mismo: «Necesitamos un gran debate sobre el futuro». Ya no valen los sinsorgos distingos ideológicos de la diestra y la siniestra; los trepidantes cambios del mundo contemporáneo desbordan la tradicional y desfasada dicotomía política izquierda/derecha. ¿Qué hacer, diría Lenin, ante esta coyuntura? ¿Necesitamos una nueva fundación, una revolución, nuevos valores, nuevas normas, nuevas formas de gobierno? Ahí está el busilis del asunto.
Aseveraba Francis Fukuyama, autor al que Coppola ha citado como referencia inexcusable de Megalópolis, que la Historia es un gran proceso evolutivo ininterrumpido y que, en ocasiones, las coyunturas aparentemente más catastróficas y estrafalarias han sido feraces en lo que al pensamiento literario, filosófico o artístico se refiere. Ahí está el glorioso Siglo de Oro español para corroborarlo. Cuando España sucumbía en Rocroi, en la Guerra de los Treinta Años, cuando estallaban las rebeliones en Cataluña, Portugal, Nápoles y Andalucía durante el reinado de Felipe IV, en ese momento de crisis extrema, afloró toda una pléyade de literatos excelsos, de arbitristas que ofrecían soluciones ante el evidente declive del Imperio. Por ello, a pesar de todo, Megalópolis, que bien podría ser la antítesis perfecta del celebérrimo filme de Griffith, El nacimiento de una nación, es una cinta profundamente humanista y esperanzadora. Arribamos al último fotograma, se detiene el tiempo y aparece un niño gateando hacia el horizonte. ¿Recuerdan ustedes el final de 2001: A Space Odyssey, de Stanley Kubrick? Pues por ahí van los tiros: como la vida misma, el talento, la superioridad intelectual, siempre se abre camino. Megalópolis también funciona como epítome de todas las obsesiones, de todos los deseos, pasiones y anhelos de Francis Ford Coppola. En ese sentido, no estamos lejos del famoso 8 1/2 de Federico Fellini, una obra que nos hablaba del vacío artístico del autor, de la imposibilidad manifiesta de seguir creando, de la angustia de la influencia, del ser para la muerte. Megalópolis es el «Coppola 8 1/2», un desgarrado manifiesto, un ensayo autobiográfico que sintetiza toda su visión del mundo, toda su «weltanschauung». Es la obra de un artista que se ha vaciado, que se ha desnudado en un ejercicio de amor al arte, de pasión desaforada por el cine como yo no había visto hasta la fecha.
Una vez más, aflora el autor que hay detrás de Corazonada, de Cotton Club, el director dispuesto a fusionar todos los géneros, todos los estilos; el niño enloquecido jugando con sus artilugios, el artista de la armónica sinfonía del caos, el maestro absoluto del montaje, de los encadenados, de los fundidos, el genio de la «creatio ex nihilo». Uno puede caer en el error garrafal de quedarse con lo banal que hay en Megalópolis, con Jon Voight y su priapismo erotómano, con Aubrey Plaza y su querencia desmedida por los placeres del fornicio pero, lo cierto y verdad, es que, en mi opinión, esos detalles son meras zarandajas y futilidades que no empañan la potencia y el vigor intelectual del conjunto de la obra. Una vez aceptamos el tono folletinesco, pintoresco y caricaturesco de la película, quedamos subyugados por la magnificencia y majestuosidad de las ideas que esboza Coppola, un todoterreno intelectual que nos sacude, nos perturba, nos irrita y, sí, también nos fascina. ¿Cómo olvidar a la bellísima y sicalíptica Nathalie Emmanuel y al presumido y gomoso Adan Driver besándose apasionadamente en las vigas del empíreo, recomponiendo los vestigios de una civilización derelicta, acabada, pretérita? ¿Cómo obliterar esas oníricas imágenes en las que César Catilina rememora el accidente de su bienamada esposa, utilizando su creatividad exagerada, cual Salvador Dalí, cual El Greco, para exorcizar sus particulares demonios internos? Megalópolis, en definitiva, es una loa ditirámbica hacia el amor, auténtico motor de la Historia, único motivo para sobrevivir en este valle de lágrimas llamado mundo. Megalópolis es la obra de un director apasionado y apasionante, de un artista convencido de que el cine o es libre o no es, o es personal o no es. Megalópolis, al fin y al cabo, es una película profundamente humanista, parida desde lo más profundo del corazón de un hombre del Renacimiento, una alabanza del género humano, en la estela del Sapiens de Harari, una filme de un director que aún confía en que seamos capaces de utilizar los indudables avances científicos de manera responsable, madura e inteligente, un hombre, Coppola, que quiere quitarle la razón a Walter Benjamin y lograr que todo documento de cultura no sea al mismo tiempo un documento de barbarie. Larga vida a los genios artísticos, larga vida a los creadores que hacen del mundo un lugar menos inhóspito y más habitable, larga vida al cine, larga vida al amor y larga vida a Francis Ford Coppola.
Antes de que te vayas…