El joven, solo tenía 20 años, se llamaba Abd al Rahman y, además del último de su linaje, era también apuesto (alto, bien proporcionado, piel blanca, pelo rubio recogido en tirabuzones y ojos azules) y condenadamente listo.
El joven Abd al Rahman, que pasaría a la historia con el nombre de Abderrahman I, se erigió en mediador entre tantos y tantos intereses encontrados, trayendo la paz primero para después, en cuanto estuvo seguro de su poder, eliminar a todo aquél que se atreviese a oponérsele. Aunque ciego del ojo izquierdo, la visión de Abderrahman I fue la más clara que se había visto en al-Ándalus desde la conquista.
Abderrahman, a la altura de los grandes mandatarios de todos los tiempos, emprendió una justa política de reparto de tierras que pacificó las diferencias entre las tribus y colocó a sus mejores hombres al frente de las ciudades más importantes del emirato. Además sofocó con eficacia los intentos de sublevación de algunas tribus contrarias a su poder o los ejércitos enviados por el califato de Bagdad que se resistía a aceptar la supervivencia de un Omeya y la independencia de facto de un territorio tan apetecible como el peninsular.
El emir aspiraba a ser rey absoluto del nuevo estado y para ello prescindió de la vieja tropa musulmana, de lealtad dudosa y dividida siempre por enemistades tribales e intereses de clanes y se rodeó de mercenarios fieles solamente al pagador, es decir, a él mismo. También fue él quien estableció tres provincias militares con capital en Mérida, Toledo y Zaragoza para defenderse de las incursiones cristianas. Las marcas militares solventaron el problema de la inseguridad fronteriza pero, con el tiempo, crearon otro más grave: los gobernadores militares tratarían al menor signo de debilidad del emirato de desligarse de la autoridad de Córdoba. Finalmente, de hecho, lo acabarían logrando, aunque para eso aún quedaba mucho tiempo.
Durante 32 años Abderrahman I fue el hombre más importante y poderoso de la península, y tal vez de Europa. Combatió a Carlomagno por toda la Marca Hispánica hasta conseguir el control absoluto de Zaragoza, avasalló a los cristianos hacia el oeste del Ebro, obteniendo tributos y temor de la cada vez más afianzada zona cristiana y, por otra parte, potenció una política centralista desde su palacio en Córdoba. Embelleció las ciudades, fomentó los ambientes culturales y, sobre todo, construyó la maravillosa Mezquita cordobesa, un santuario sin parangón en su época. Suprimió los rezos al califa por otros a su persona y acuñó monedas con un nombre que resonaría con fuerza: al-Ándalus.
Pero su mayor logro, sin ninguna duda, fue la creación de una estructura jerárquica y administrativa nunca antes vista en el viejo continente. En el podio se situaba el emir independiente y a este le seguía el hachib, una especie de primer ministro ayudado por visires. Al-Ándalus se dividía en siete provincias cada una de ellas dirigida por un gobernador o valí. La justicia, por su parte, era impartida en las plazas de las ciudades por jueces. Abderrahman creó una burocracia estatal que procuraba al estado un reguero de impuestos captados por una eficaz clase funcionarial. Como es obvio, la legislación giró en torno al Corán.
En poco tiempo el emirato independiente se transformó en una realidad sin que desde Bagdad los dirigentes abasidas pudieran hacer nada más que observar impotentes cómo tan valiosa provincia se perdía a pesar de todos sus infructuosos esfuerzos para impedirlo.
Cuando en el 788 murió, dejó en manos de Hisham I, su hijo y sucesor, un impresionante legado que el heredero no dudaría en ampliar. Hisham no era el primogénito, pero su padre lo eligió a él por encima del resto de sus hermanos. Su decisión, una vez más, fue acertada: Hisham era un espléndido estratega, culto e inteligente, bien instruido para asumir el gobierno. Tras acallar la rebelión de sus hermanos, se dedicó a continuar la obra de su padre, la gran Mezquita, y la tranquilidad interna durante su reinado le permitió guerrear a placer contra los reinos cristianos. En esos años las razias veraniegas eran ya parte del período estival y los ejércitos de uno y otro bando cruzaban cada año la tierra de nadie del valle del Duero.
Campañas rápidas pero sumamente mortíferas que, además, permitían obtener beneficios económicos al bando que las realizaba. El propósito no era anexionar territorios, sino obtener prisioneros y riquezas a la misma vez que se debilitaba al enemigo. Esta especie de guerra, de hecho, se mantendría constante durante toda la Reconquista.