No hay mayor calamidad e ironía para un cazador que ser devorado por sus propios perros. Esto fue lo que le ocurrió a Acteón, quien llevado por su curiosidad, cometió un fatal error al contemplar a la diosa Ártemis en su desnudez.
Acteón y Ártemis
El célebre cazador Acteón era hijo de Aristeo y Autónoe y fue educado por el centauro Quirón. Este imponente ser mitológico, mitad hombre mitad caballo, se encargó de adiestrarlo en el arte de la caza. Gracias a sus enseñanzas, el joven Acteón se convirtió en un auténtico experto, acompañado de su fiel jauría y armado con su potente arco. Tenía por costumbre merodear por los montes en busca de sus presas, lo que acabó despertando los recelos de la diosa de los bosques y la caza, Ártemis. Esta divinidad conocía todos los entresijos de la naturaleza y no deseaba que alguien hurgase demasiado en sus dominios.
Todo parecía transcurrir con normalidad para nuestro protagonista hasta que un día que salió de cacería, oyó que algo se movía detrás de unos cercanos matorrales. Movido por la curiosidad, Acteón dejó por un momento a sus perros y se acercó de forma muy sigilosa. Podría tratarse de algo interesante, pensó Acteón. Pero de haber sabido lo que le esperaba, quizás se hubiera dado media vuelta. Al acercarse a la fuente del ruido, el cazador descubrió a una hermosa joven que estaba bañándose en el río. Quedó tan deslumbrado por su belleza que sin querer se tropezó, lo que alertó a aquella enigmática bañista.
Acteón no sabía que se trataba de Ártemis y que su imprudente acción tendría consecuencias. La diosa decidió darle su merecido por haber osado violentarla con su mirada. Y qué mejor manera de castigarlo que transformándolo en un ciervo. Exacto, el cazador constituía ahora la presa, sin duda una cruel ironía. El desafortunado Acteón quiso ponerse en pie, pero todo fue inútil. En lugar de piernas, ahora poseía cuatro patas que se hundían en la tierra. ¿Pero qué había pasado? Intentó llevarse las manos a la cara, pero en ese instante, notó una pezuña que tocaba un peludo hocico, el suyo. Fue entonces cuando Acteón se acercó al río y pudo ver su reflejo. No lo podía creer, ahora era un ciervo.
La venganza de Ártemis se había hecho realidad. Pero lo peor estaba por llegar. Acteón pudo observar asustado como se iban acercando poco a poco sus canes. –¡Soy vuestro amo, no me hagáis daño!– gritó a la desesperada. Sin embargo, sus voces se habían convertido en berridos que les ponían todavía más nerviosos. En ese momento, empezaron a aullar y al poco rato se abalanzaron sobre él. En un último acto, Acteón intentó llamarlos por sus nombres pero todo fue en vano. Notaba como las dentelladas iban hundiéndose en su cuerpo de animal. Finalmente, murió abatido por sus propias fieras, quienes una vez terminada su tarea, fueron en busca de su dueño. Pero como era de esperar, nunca lograron encontrarlo.
Reflexión del mito
Al igual que ocurre en otros muchos mitos griegos, la imprudencia de los mortales con respecto a los dioses acaba por pasarles factura. La divinidad alcanza la perfección, mientras que los humanos debemos conformarnos con nuestros defectos. En este caso particular, la imposibilidad de contemplar desnuda a una diosa como Ártemis fue lo que ocasionó la mayor de las penas para Acteón, el cazador cazado. Ningún mortal podía atravesar a un dios con su mirada sin ser castigado por ello.
Además, la diosa de la caza no podía haber obrado de la peor forma, pues despojó a Acteón de todo su reconocimiento. Ni siquiera sus perros, sus más leales compañeros, pudieron adivinar que no se trataba de un ciervo cualquiera. Sin nuestra identidad, permanecemos invisibles a ojos de los demás. El fatídico resultado para Acteón ya lo conocemos. Por esta razón, debemos ser cautos a la hora de no provocar eventos que pueden acarrearnos nuestra perdición, por muy curiosos que queramos ser.
Bibliografía
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Goñi, C. (2017). Cuéntame un mito. Editorial Ariel.
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