Uno de los episodios más extraños de la historia del siglo XX es la estancia de José Antonio de Aguirre y Lecube (1904), que es así como se hacía llamar, en Berlín durante el primer semestre de 1941, concretamente del 7 de enero al 23 de mayo. Para alguien que huyera de los nazis suponía refugiarse en la boca del lobo. El episodio resulta aún más extraordinario si se tiene en cuenta que Aguirre, que no había escrito nunca un diario, comenzó a hacerlo el día que entraba en Alemania, con el dietario que había comprado para tal fin y que le permitía redactar un pequeño párrafo cada jornada. Sin duda un caso único.
Aguirre entró en Alemania con una documentación falsa, que le había proporcionado un cónsul panameño, y un nuevo nombre: José Andrés Álvarez Lastra. Se había dejado bigote y llevaba unas gafas sin graduación. Esto último le habría hecho sospechoso en cualquier control. El diario hacía innecesario cualquier interrogatorio. De hecho dejó de escribirlo el 28 de mayo de 1942, cuando el diario se interrumpe sin ninguna explicación Pese a no dar explicaciones la causa está clara. Aguirre había conseguido que los servicios de información estadounidenses le contrataran a él y a la organización que dirigía –el PNV– como colaboradores. Un prófugo puede permitirse la extravagancia de llevar un diario; a un espía no se le permite un diario, y más cuando es el jefe.
No es de extrañar que un comportamiento semejante haya despertado sospechas: “José Antonio Aguirre trat[ó] de buscar un acuerdo con los nazis en Alemania” (José Díaz Herrera, Los mitos del nacionalismo vasco: De la Guerra Civil a la Secesión, Planeta, Barcelona, 2005, p. 271).
Por parte del PNV, hay que recordar que había roto con la República al día siguiente del fin de la Guerra Civil. Efectivamente, el 2 de abril de 1939, el PNV proclamó con audacia que:
«El Partido Nacionalista Vasco no tiene ningún compromiso ni con el Gobierno de la República, ni con los partidos, ni con las organizaciones sindicales que la apoyaban, llamados del Frente Popular español. El partido tiene plena libertad de acción, pudiendo mantener las relaciones de pura cortesía que puedan convenirle. […] Respecto al régimen y los Partidos [sic] de Franco, fundamentalmente proclama también su libertad de acción. El PNV procurará influir en la vida política de Euzkadi peninsular, utilizando los medios indirectos que puedan crearse. Esta intervención se intentará a través del Partido Carlista, sirviéndose de aquellos elementos cuya línea de conducta haya sido siempre vasquista”.
En esa osada estrategia, se entiende el audaz plan que ideó Jesús María de Leizaola, quien fue el sucesor de Aguirre, de combatir el franquismo desde dentro, infiltrándose en sus instituciones, y conseguir así que “incluso en Falange […] mande un espíritu vasco, manejado por nosotros”. También se consideraba necesario llevarse bien con los empresarios vascos para que “no nos llenen de maquetos las fábricas”, e ir a la máxima colaboración para así evitar “la desaparición de la raza”. Por eso, “era preciso fomentar el regreso de los exiliados a sus lugares de origen y colocarlos en las fábricas, o, en palabras del líder sindical Manu Robles Aránguiz: «Haríamos bien en instalarnos en nuestros caseríos para no dejar entrar a los extraños». El siguiente paso consistiría en una silenciosa aproximación a sectores del régimen que, debido a su descontento con la dictadura y/o por sus latentes afinidades vasquistas, parecían susceptibles de poder ser ganados para la causa nacionalista. Leizaola identificaba a los requetés, a los carlistas en general, a algunos monárquicos e incluso a la Falange como posibles objetos de esta nueva estrategia. Pero claro, para que este planteamiento pudiera surtir efecto, era necesario abandonar la rebelión y el enfrentamiento: «Trabajar y no protestar es la conducta a seguir»” (Ludger Mees, José Luis de la Granja, Santiago de Pablo y José Antonio, La política como pasión: El lehendakari José Antonio Aguirre (1904-1960), Tecnos, Madrid, 2014, p. 423). Cabe señalar que Manuel Robles Aránguiz era el presidente del sindicato del PNV (Solidaridad de Trabajadores Vascos) y lo siguió siendo hasta su muerte en 1982; todavía en 1944, “defendía el totalitarismo alemán «culto y hasta correcto cuando triunfa» frente al totalitarismo comunista, «ignorante, grosero, criminal y antipatriótico». Mientras el fascismo alemán aspiraba al «engrandecimiento de Alemania», el comunismo, especialmente el español, «no tiene la menor noción de lo que es la Patria, ni la sociedad ni la religión» (S. de Pablo, L. Mees y J.A. Rodríguez Ranz, El Péndulo Patriótico, Crítica, Barcelona, 1999, tomo II, p. 112).
Además, entre el nacional-catolicismo del PNV, distinto del de Franco, y el nacional-socialismo alemán había más semejanzas que el racismo. Lo reconoció Aguirre cuando el 27 de marzo de 1941 escribió lo siguiente en su Diario:
Es sabido que la política hace extraños compañeros de cama (en el momento en que Aguirre llegó a Berlín, Stalin y Hitler eran aliados). En este caso, la coyuntura, que suele ser desconocida por la mayoría del público, ofrecía posibilidades para que se produjera una confluencia de intereses entre nacionalistas.
“Hoy le toca el turno a la Alemania de Hitler. En el campo social se ha realizado una gran obra. Parece una copia de lo que hicieron y algún día harán mis compatriotas. Todavía es corta la obra al lado de lo que mis compatriotas tenían y tienen preparado: casa, salario familiar, etc. Cómo se equivocan los que juzgan la obra de Hitler”.
Lo único que no está claro es a qué podía aludir cuando se refería a que los nazis parecían estar copiando lo que habían hecho los vascos. Aguirre creía saber mucha historia vasca, incluso quiso escribirla. Pero realmente la ignoraba profundamente porque daba crédito a las patrañas que habían publicado los escritores nacionalistas. Basta ahora una frase para demostrarlo: “en tierra vasca auténtica nunca existió más que una clase social: los vascos” (De Guernica a Nueva York pasando por Berlín, Buenos Aires, 1943, p. 33). Cabe recordar que también Hitler pretendía ese objetivo con los alemanes.
En De Guernica a Nueva York, explicó el malentendido que se producía con Hitler: “Hitler ha sabido unir dos ideas fundamentales: La necesidad de reivindicar el honor nacional y la implantación del socialismo en nombre del pueblo alemán. Solamente las propagandas que desconocen la realidad son capaces de asegurar que el nazismo es un régimen burgués. De ahí que la popularidad de Hitler haya sido inmensa, y que aún hoy, un cincuenta por ciento del pueblo esté con él” (p. 243). Más reveladora fue una explicación incluida en una conferencia pronunciada en Montevideo el 10 de septiembre de 1942:
“Aquellas propagandas insensatas que decían que Hitler luchaba para apoyar a la burguesía, eran y son un gran error. Conviene huir siempre de la propaganda barata y fácil que además es insensata. Porque Hitler también siente el empuje del pueblo, que se manifiesta allí como en los regímenes democráticos y que exige, como en todas partes, un bienestar superior para el mundo que produce y trabaja. Este hombre, a su manera, está haciendo una revolución social. Pero es una revolución social triste, descarnada, como son todas aquellas en que la libertad del hombre es sacrificada. Donde no existe libertad, donde la dignidad humana es avasallada, existirá, si queréis, un desarrollo de tipo material; se producirá si queréis, la liberación económica del hombre; pero no se dará felicidad ni el bienestar social que requieren, primeramente, la liberación espiritual, pues en el orden de las necesidades el hombre ha nacido, primero para pensar y para discurrir, y después para comer” (“Mis impresiones sobre Alemania”, Obras Completas, Sendoa, San Sebastián, 1981, II, p. 106).
Efectivamente, Aguirre tenía también grandes diferencias con Hitler y el nacionalsocialismo, que consideraba muy parecido al comunismo: “este régimen [nazi] viene a ser algo muy parecido [al comunismo], aunque marche por camino diferente” (De Guernica…, p. 215). Aguirre era un cristiano muy practicante y condenó la política religiosa nazi (según Hitler, “la actual Iglesia no es más que una sociedad anónima hereditaria para la explotación de la necedad humana”). Era también contrario a las dictaduras, aunque podía mostrarse comprensivo con algunas, como expresó en su diario el 8 de abril de 1941:
“Sigo leyendo a Unamuno y termino la obra de Antonio Ferro sobre [António de Oliveira] Salazar, el dictador portugués. Interesante figura la de Salazar que siempre me ha atraído por su honestidad y recio carácter. Se podrá no compartir sus ideas pero se comprende bien que ciertos procedimientos de Gobierno sean necesarios en algunos países tumultuarios. Lo que no es justo es que se pretenda aplicarlos en todas partes. De Salazar he oído hablar bien hasta a sus propios adversarios”.
Aguirre se consideraba demócrata, pero no lo era, como la inmensa mayoría de los españoles de los años 30. En realidad, desconocía qué era la democracia. Por eso podía confundirla el régimen que habían tenido los vascos durante milenios, la democracia más antigua del mundo (ideas que repitió constantemente); o considerar a Sabino de Arana un gran demócrata. En el mejor de los casos, confundía “democracia” con “etnocracia”, como es habitual entre nacionalistas. No entendía el “demos”, la población de un territorio reunida por la historia, porque, además, era un racista, hispanófobo y sabiniano. Cuando hablaba o escribía de vascos, casi siempre sólo incluía a los nacionalistas, que únicamente representaban un tercio de del electorado de las Vascongadas y que eran una pequeña minoría en Navarra, y, a partir de la Guerra Civil, también a los que le apoyaban (en cambio, no llamaba “vascos” a los vasconavarros que le combatieron, pese a ser tantos como los que le apoyaron). Sin embargo, a diferencia de Arana, al que idolatraba, y de su hermano Luis, que trataba de guardar la ortodoxia del primer PNV, Aguirre estaba dispuesto a admitir a los maketos que aceptaran la doctrina nacionalista. Lo dejó claro en una importante conferencia pronunciada en 1933:
“Si, en efecto, sentís, los que os tituláis vascos un poco de ese cariño al país, demostradlo, porque el nacionalismo vasco, aunque muy tosco, es agradecido. Demostrad ese cariño en las calles, en la Historia, en los cantos, en las danzas, en todo. Libre tenéis el camino. Aunque penséis de distinta manera, si sois hombres de izquierdas, demostradlo, dadnos a conocer el momento en que las izquierdas vascas demuestran que tienen afecto al país. Y a los que no son vascos, decimos: que si vienen con ánimo sincero, bienvenidos sean; pero si no es así, más vale que con Indalecio Prieto marchéis hacia abajo, como tuvieron que marchar hace siglos ante el empuje de nuestros antepasados, más valientes. ¡España para los españoles y Euzkadi para los vascos!” (“Interesante conferencia del diputado señor Aguirre sobre los derechos de Euzkadi a la independencia”, Euzkadi, 23 de abril de 1933; el periodista añadió a continuación que “una ovación formidable que duró varios minutos acogió las últimas palabras del magnífico discurso del señor Aguirre”).
Nótese que en la primera parte del discurso se imponían deberes a los vascos: ser nacionalistas. Y en la segunda, se invitaba a que se marcharan los emigrantes que no quisieran aceptar las condiciones de admisión de los nacionalistas. Un ejemplo más de cómo el nacionalismo, que tanto habla de libertades (colectivas), siempre impone deberes y reniega de los individuos, pues, como ha escrito Pedro García Cuartango, “no hay mejor camino que el de la identidad colectiva para poner cadenas a los hombres libres” (“La cruz y la espada”, El Mundo, 4/10/2014).
La democracia a la vasca de Aguirre y del PNV, teorizada por José de Ariztimuño “Aitzol” (La democracia en Euzkadi) y en Engracio de Aranzadi, no era una democracia. Eso sí: el PNV era un partido legalista, lo que era mucho en la España de la II República.
Por parte de los nazis, hay que recordar que el más famoso e importante defensor de La Europa de los pueblos ha sido Hitler, que pretendía una gran Alemania en un continente muy dividido, lo que despertó simpatías entre separatistas, como bretones o croatas. Lo sabía Aguirre:
“—Qué confuso es todo este problema –me decía hace poco un escritor americano interesado en estas cuestiones–. Figúrese, que también Hitler quiere aparecer como redentor de las nacionalidades oprimidas. ¡Qué descaro!
—No está lo malo –le contesté– en que quiera aparecer como liberador de pueblos sino que quiere liberar a aquellos que están oprimidos por el adversario, mientras él oprime a los que se oponen a sus designios.
—¿Qué valor tiene –siguió diciendo el escritor– el que haga a Eslovaquia un Estado más o menos vasallo, que reconozca una soberanía precaria a Croacia, o el que prometa la independencia a Georgia, si al mismo tiempo esclaviza a polacos, checos, noruegos y a tantos otros pueblos que eran libres?
—Todo eso es cierto, pero tiene su valor –le contesté–. No lo considero tan confuso como usted decía. Existen dos hechos innegables que no admiten réplica: primeramente, que todos los pueblos tienen derecho a vivir su vida propia y a gobernarse por sí mismos cuando lo deseen. Este derecho lo reconocen todos; los de un lado y los de otro, y lo tiene usted establecido en la Carta del Atlántico, en los cinco puntos del papa Pío XII y es también el programa del propio Hitler” (De Guernica…, pp. 355-356).
Es más: a tenor de lo que escribió después, llegó a pensar que los nazis le buscaban para negociar:
“Quizá se me busque por motivos políticos, y que no sea inexacta la afirmación del oficial a mi hermano [que había sido interrogado por la Gestapo] de que se trataba de una orden de las autoridades superiores que quieren hablar conmigo. Quienes han firmado un pacto con Stalin son capaces de todo. Su política oportunista y fría no repugna el tratar con sus adversarios, si con ello pueden derivarse ventajas para su causa. Ya oyeron ustedes lo que dijo el directivo flamenco el otro día. Representantes de varios pueblos en los que existe un problema de reivindicación nacional viven en Berlín, y gozando seguramente de consideraciones extraordinarias. Son cartas que las jugarán o no, pero que las guardan en reserva” (De Guernica…, p. 171; el subrayado es mío; en el Diario no aparece este diálogo).
Como se aprecia en estos textos, Aguirre era consciente de que Hitler obraba pro domo sua, como habían hecho los aliados con los territorios de los vencidos tras la Primera Guerra Mundial. Hitler –como tantos otros– podía justificarse alegando que la situación le obligaba a cabalgar contradicciones. Primero había que ganar la guerra. Además, se trataba de un problema muy complejo que necesitaba tiempo para solucionarse: “No debe excluirse que al cabo de doscientos años lleguemos a resolver el problema de las nacionalidades” (Hugh Trevor-Roper, Las conversaciones privadas de Hitler, Crítica, Barcelona, 2020, p. 181).
Por otra parte, hay que tener en cuenta que en 1941 Hitler se sentía traicionado por Franco, al que despreciaba: le consideraba un hombre sometido a la Iglesia, que “ha asimilado todos los amaneramientos de la realeza, y cuando el rey vuelva, ¡él será el caballerizo ideal!” (H. Trevor-Roper, op. cit., p. 556). Desde luego, no consideraba la dictadura de Franco como un régimen fascista, sino derechista y clerical. Por eso, no descartaba una nueva guerra civil o intervenir en España para establecer un régimen falangista, incluso con la ayuda de los rojos: “Todt, que emplea en sus talleres a muchos de los denominados «rojos» españoles, me ha dicho en repetidas ocasiones que estos rojos no lo son en el sentido que nosotros damos a la palabra. Se consideran a sí mismos revolucionarios por derecho propio. Y se han distinguido grandemente como trabajadores aplicados y diestros. Lo mejor que podemos hacer es conservar tantas de estas personas como podamos, empezando por los cuarenta mil que hay en nuestros campos, y conservarlos como reserva por si estallara una segunda guerra civil. Junto con los supervivientes de la antigua Falange, formarán la fuerza más de fiar de que dispongamos” (H. Trevor-Roper, op. cit., p. 453). Y es que Hitler, un desclasado que se consideraba revolucionario anticapitalista, estimaba que una alianza así era posible: “Mi partido ¿no estaba compuesto en aquella época, en una proporción del noventa por ciento, por elementos de izquierda? Necesitaba hombres capaces de batirse. No tenía nada que hacer con esos doctrinarios miedosos que os susurran al oído planes de subversión. Prefería a los que saben ensuciarse las manos” (H. Trevor-Roper, op. cit., p. 111). Por consiguiente, Hitler no habría tenido ningún problema para trocear España si eso hubiese supuesto un beneficio.
Así, agentes nazis se pusieron en contacto con peneuvistas en Francia y les hicieron algunos favores. El documento más importante que ha quedado de las relaciones que se establecieron entonces es un informe redactado por el Euzkadi Buru Batzar, máxima autoridad del partido, aunque en este caso no se sabe si proviene del interior o del exterior. El documento contiene respuestas a un cuestionario muy probablemente presentado por los alemanes sobre la «cuestión vasca»”. Ante la pregunta “¿si gana Alemania, espera también un plus o da por perdidas sus esperanzas?”, la respuesta fue ésta:
“Por las relaciones que unen a Alemania y España creen los vascos que en general el triunfo de Alemania sería la consolidación del Régimen actual y por lo tanto de la desastrosa situación en que se encuentra en estos momentos el País Vasco.
Nosotros no compartimos esa opinión, porque creemos en el talento político del Führer, en su sagacidad, en su alto espíritu de comprensión esperamos que en el nuevo orden a establecer en Europa y particularmente en España, el problema vasco será tenido en cuenta:
1. Porque a Alemania le interesa la pacificación de España y no puede escapar a su recto sentido que no hay pacificación posible sin una solución favorable a los vascos.
2. Porque el problema vasco está íntimamente ligado al problema racial alemán y, por lo tanto, es lógico y natural esperar que el Führer lo acoja y lo resuelva con la mayor simpatía.
3. Porque nos damos perfecta cuenta de que las simpatías de Alemania en España están en decadencia, y por lo tanto es de extrema importancia para el Führer recoger y captar nuevas simpatías si no quiere perder toda su influencia en España” (S. de Pablo et alii, El péndulo…, II, pp. 111-112).
El documento, que no tuvo consecuencias, sólo sirve para comprobar que el PNV no era entonces un partido demócrata-cristiano, como se ha defendido.
Aguirre, que autorizó esos contactos, no tuvo problemas en su estancia en Berlín, pese a que recientemente ha aparecido un libro titulado A la caza del primer Lehendakari: Franco, Hitler y la persecución del primer presidente vasco, como tampoco los tuvieron, entre otros, Jesús María de Leizaola, que ejercía como vicepresidente del Gobierno Provisional del País Vasco, y Doroteo de Ciaurriz, que presidía el PNV, quienes residieron tranquilamente en Francia durante la Segunda Guerra Mundial. Aguirre renovó en Alemania sin complicaciones su permiso de residencia y consiguió el visado de salida hacia Suecia. Incluso se atrevió a cambiar sus dólares en el mercado negro, lo que le permitía quintuplicar el dinero. Es más: pese al peligro de ser reconocido, se atrevió a asistir a la misa funeral por Alfonso XIII a la que acudió el cuerpo diplomático español.
De su insólita estancia en Berlín, cabe destacar un episodio único. Lo contó así el 28 de marzo de 1941 en su diario
“He comido solo. Después casi instintivamente he dirigido mi paseo hacia las avenidas que van a parar a Unter der Linden por si veía algo. Y en efecto poco tiempo después de pasar por el Monumento de la Victoria he visto pasar al Ministro japonés Matsuoka, precedido y seguido de gran acompañamiento. Iba con él el General Oshima. He llegado hasta la nueva cancillería donde un numeroso público esperaba la salida de Hitler y el Ministro japonés después de su entrevista. Ha durado dos horas y media. He esperado a pie firme, con intenso frío, el momento. Todos esperaban. Salen al fin Hitler, Matsuoka, Ribentrop [sic] y Oshima. Yo estaba a unos cincuenta metros. He presenciado la célebre salida al balcón de la Cancillería. Tenía en mi mano unas banderolas nazis y japonesas que nos han repartido «gentilmente» unos miembros de la SS. He disfrutado mucho. A cenar solo y a casa a las 9 ½” (los subrayados son míos).
En De Guernica a Nueva York no sólo no guardó silencio, sino que ofreció una versión ampliada de lo sucedido:
“Berlín arde en fiestas. Cuando me dirigía a Unter den Linden he visto pasar a Matsuoka seguido y precedido de gran acompañamiento. Iba con el General Oshima. Se dirigían hacia la nueva Cancillería, residencia del Führer. Me he dejado llevar por la multitud y he llegado hasta las calles que dan a la Cancillería. A duras penas he conseguido abrirme paso hasta colocarme a menos de treinta metros de distancia del famoso balcón al que se asoma Hitler para recibir el homenaje de sus partidarios. La espaciosa plaza enfrente de la Cancillería estaba ocupada por las formaciones de Asalto en mangas de camisa, a pesar de hacer un frío intensísimo. He admirado a estos jóvenes que han resistido a pie firme el frío, por su Führer o por su culpa.
Hemos esperado cerca de tres horas a que Hitler y Matsuoka saliesen al balcón, aparición que era anunciada de tiempo en tiempo. Mientras tanto las formaciones de asalto nos han obsequiado con canciones, y unos motoristas de las S.S. nos han repartido banderitas con la cruz gamada y el sol naciente. A mí también me las han dado, y las he enarbolado una en cada mano.
A juzgar por los alaridos con que contestaban a los gritos de ordenanza, los que me rodeaban debían de ser los más fanáticos del Partido. Como yo no sabía de qué se trataba permanecí callado, pero mis vecinos empezaron a mirarme con ceño interrogante, levanté las dos banderas con energía y también me puse a gritar. Como tengo una voz bastante fuerte me han mirado con gesto de complacencia, como diciéndome que yo también era digno de estar allí.
Al fin han salido al balcón el Führer y Matsuoka acompañados de Goering y Oshima. En segundo término aparecía la cabeza de von Ribbentrop. Pocas veces he experimentado tal sensación de comicidad. He recordado que un diplomático americano decía que esta entrevista era entre el «mono asiático» y el «gitano de la Bukovina». El contraste entre aquel japonés pequeño y feo y los aguerridos alemanes que le rodeaban era tan llamativo, que más que vitorear al racismo a base de selección animal, parecía que debieran de haber sacrificado al japonés en el mismo balcón” (pp. 241-242; los subrayados son míos; se puede entender la curiosidad de conocer a Hitler, pero tres horas de pie pasando frío parece un precio excesivo).
Para este episodio en el que un personaje histórico ejerce de cheerleader de Hitler agitando una banderola nazi y gritando como un hooligan sólo he hallado paralelo en una película. Se trata de la escena en la que Indiana Jones tiene un encuentro en Berlín con Hitler ante una multitud enfervorizada. Ciertamente, Harrison Ford no portaba ninguna banderita; no la necesitaba con el impecable uniforme alemán que vestía. También es cierto que, sin pretenderlo y con mucha suerte, consiguió un autógrafo de Adolfo. Pero eso es cine.
La ingenuidad que denota semejante confesión es suficiente para descartar que Aguirre viajara “a Alemania a negociar un estatus especial para el País Vasco como lo intentó durante la Guerra Civil con los italianos” (J. Díaz Herrera, op. cit., p. 319). La realidad es que no hizo nada en ese sentido. Avala también la credibilidad del Diario.
Aguirre tenía razón cuando escribió, como ya vimos, que para Hitler los separatistas “son cartas que las jugarán o no, pero que las guardan en reserva”. Pero lo mismo podría predicarse del dirigente vasco. No tengo la menor duda de que Aguirre habría aceptado la independencia de cualquiera, llámese Mussolini, Hitler, Franco, Stalin, Roosevelt o Churchill (en este caso, incluso bajo protectorado británico). Le hubiera gustado recibirla más de unos que de otros, pero la habría aceptado casi a cualquier precio. Es el derecho de los que no tienen fuerza, que también puede presentarse –en la política entendida como el arte de lo posible– como el mal menor, un principio que justificó varias acciones del presidente vasco. Para un anglófilo como Aguirre, la carta de Hitler era la que menos le gustaba (y de hecho, mientras tanto, la mayoría de los peneuvistas apoyaban a los aliados). Pero, antes de la caída de Bilbao (19 de junio), tampoco le gustaba la carta italiana, de la que no se deshizo (estuvo dando largas a las propuestas italianas). Pero después la utilizó en un juego llamado “Pacto de Santoña”, que, además, se jugó muy mal y terminó en la traición de Santoña, que eso es lo que fue aquella rendición de todo un ejército.
Antes de que te vayas…