Nos encontramos en el verano del año 711 después del nacimiento de Jesucristo. Una cruenta batalla cambiaría los destinos de la provincia romana de Hispania. Las facciones de tropas visigodas comandadas por su rey Don Rodrigo se enfrentaban a un enemigo como nunca antes lo habían hecho. De pronto, el rey se quedó helado. Vio como un gran contingente de su ejército, el que ocupaba el flanco derecho, abandonaba su posición y se unía al enemigo. Era una traición.
Para llegar a esta situación vamos a remontarnos un poco en el tiempo. Nos situamos: estamos en plena lucha de poder por conseguir el trono del Reino visigodo de Toledo, en la antigua Hispania. El nuevo rey, Don Rodrigo, no es aceptado por todos. Los descendientes de Witiza, el antiguo soberano del reino, deseaban heredar la corona. Habían sido desterrados al norte de África por el rey tras el asesinato de su padre. Querían venganza. Solo hacía falta que llegase el momento idóneo para atacar, pero todavía no lo era. Debían de esperar.
En el otro lado del estrecho, desde Ceuta, el conde don Julián lleva a Toledo a su hija Florinda para que se una a la Corte del rey. Pero cuando está alojada y desprevenida, el rey Don Rodrigo la viola, quedándose deshonrada entre lágrimas. Cuando su padre se entera del suceso, le corroe la sed de venganza. Entabla contactos con su enemigo en tierras africanas, el conocido como moro Muza (Musa ibn Nusayr), gobernador de la provincia del Magreb del gran Califato Omeya de Damasco. Don Julián le promete grandes fortunas si le ayuda a derrocar al malvado rey que gobernaba Hispania. Muza acepta, pero no iba a cumplir toda la parte del trato.
El encargado de liderar al ejército musulmán es el general Tarik (Ṭariq ibn Ziyad), el cual desembarca cerca de Tarifa, al mando de 15.000 soldados (otras fuentes apuntan 2.000). Don Julián y su séquito también van con él.
El rey Don Rodrigo se entera del ataque y comienza a reclutar tropas, incluyendo a los ejércitos de los hijos de Witiza. No podía permitirse desechar a nadie, apenas tenía hombres.
Los dos ejércitos se encontraron cerca del río Guadalete, en la actual Cádiz, un caluroso día de julio del año 711. Don Rodrigo había conseguido reunir un ejército de 40.000 hombres (otras fuentes apuntan 2.500). Ambos ejércitos avanzan y comienza la batalla. Aquí es donde retomamos nuestra historia.
Tras la deserción de los ejércitos de Witiza, consumando así su venganza, el rey queda en desventaja numérica con el enemigo. Su ejército es masacrado por las tropas de Tarik. Algunos dicen que el propio rey murió en combate. Los pocos supervivientes huyen hacia la capital del reino, Toledo, donde consiguen refugiarse por poco tiempo.
El moro Muza, viendo los éxitos cosechados y queriendo también conseguir parte del botín, se desplaza con su ejército a la península. De este modo, con Tarik por un lado y Muza por el otro, el avance musulmán es imparable. Cae Toledo, y con ella el resto de ciudades del antiguo Reino Visigodo. Corría el año 714 cuando la península queda totalmente sometida. Bueno, toda, toda… no. Existía un pequeño contingente de irreductibles. Un comandante de la antigua Guardia Real del rey Don Rodrigo consiguió refugiarse en las vetustas tierras de Asturias. Su nombre, Don Pelayo. Desde allí, en las montañas de Covadonga, trazaría una emboscada que significaría el primer paso de un larguísimo y costoso proceso para recuperar el antiguo Reino visigodo de Hispania que había sido arrebatado por los recién llegados. Pero esa es otra historia…
En el año 714, Muza se declara primer valí (gobernador) de la nueva provincia anexionada al poderoso Califato Omeya de Damasco: Al-Ándalus. Se inicia así la primera etapa de nuestra historia: el Valiato (714-756).
La conquista musulmana parece imparable, llegando incluso a atravesar las montañas heladas de los Pirineos. Allí conquistan las antigua provincia romana de la Gallia Narbonensis, renombrada como Septimania (sur de la actual Francia). Pero un poder se había ido gestando en el territorio galo, los francos, eclosionando en lo que será el poderoso Imperio Carolingio, que alcanzará su apogeo con Carlomagno. Carlos Martel, el abuelo de este destacado rey, conseguirá hacer frente a los ejércitos musulmanes y frenar su avance en Potiers, en el 732. A partir de ese momento, retrocederán hasta la península de nuevo con la recuperación franca de los territorios supra pirenaicos.
Muy lejos de allí, en Siria, la familia real de los califas Omeya estaba en grave peligro. Era el año 750 y una rebelión estalló en el seno de la capital del Califato, Damasco. Una facción del Islam, los abasíes, había asaltado el poder y se disponía a tomar el suntuoso palacio de los califas Omeya. Derrotaron a las tropas reales a orillas del río Gran Zab. Concluida la batalla y sumidos por el odio, masacraron a toda la familia Omeya y se hicieron con el control del Califato. Establecieron una nueva capital, creándose así el nuevo Califato Abasida de Bagdad.
Tan solo un Omeya consiguió escapar, un príncipe, llamado Abderramán. Huyó oculto a Egipto y de ahí al Magreb. Cuando llega a la ciudad de Ceuta, intentó captar apoyos de aquellos que todavía fueran leales a la dinastía Omeya. Al-Ándalus estaba sumida en el caos por las luchas de poder y las continuas revueltas, por lo que no le fue difícil conseguir partidarios que desearan derrocar al viejo poder e instaurar uno nuevo, viendo en Abderramán al candidato perfecto. Arropado por sus leales, desembarca en Almuñécar, Granada, en el año 755. Las tropas del Valiato, dependiente del nuevo Califato de Bagdad, se enfrentan a las ocupantes en Alameda (Málaga), pero son fácilmente rechazadas por estos. Por fin, Abderramán entra en la capital, y proclama el Emirato Independiente de Córdoba, en el año 756. Bagdad había perdido la rica y próspera región de Al-Ándalus.
Lo primero que hace Abderramán I como nuevo emir de Al-Ándalus es conseguir una guardia personal de 40.000 hombres armados y leales tan solo él —o mejor dicho a su oro—, pues se componía de mercenarios traídos del norte de África, eslavos e incluso cristianos, a los que no les interesaban las disputas sucesorias del gobierno del Al-Ándalus.
Su ejército, adiestrado y organizado por él mismo, será fundamental para establecer el orden en Al-Ándalus, pues su reinado estará marcado por una gran cantidad de revueltas y conspiraciones instigadas sobre todo por el receloso Califato de Bagdad y por los leales al antiguo gobierno de Al-Ándalus. Entre muchos enfrentamientos, destaca uno que ha pasado a posteridad en forma de crónica literaria. Hablo del Cantar de Roldán. Este hecho ocurre cuando en la Marca Superior —Al-Ándalus se dividía en tres Marcas o provincias: Superior, Media e Inferior—, el gobernador de Barcelona pidió ayuda a los francos en el año 778 contra el Emirato Omeya. El emperador Carlomagno, soberano del Imperio Carolingio, envía un ejército para ayudarle a cambio de la entrega de la ciudad de Zaragoza. Pero a la llegada de este, el gobernador de Zaragoza se niega a entregarla alegando que él personalmente no le había prometido nada. Carlomagno asedia la ciudad, pero una serie de revueltas en su reino le obligan a retornar. Durante su regreso, su ejército se desplaza en forma de una larga columna debido al complicado terreno. La retaguardia, comandada por su sobrino Roldán, es atacada por una contingente de vascones que se negaban a que ningún poder, fuese musulmán o franco, se adentrase en sus dominios. La bravura de los vascones y su mayor conocimiento del terreno, hacen que tanto Roldán como sus tropas sean aniquiladas.
Abderramán I no perdió nunca ninguna batalla. Sin embargo, no solo se dedicó a luchar contra los reticentes a acatar su poder, también embellece el Emirato. Comienza a dirigir la construcción de una de las mayores joyas arquitectónicas de todo el período andalusí, la cual ha llegado hasta nuestros días: la gran Mezquita de Córdoba. Fue edificada sobre los restos de una antigua basílica visigoda y representa el esplendor del poder de Abderramán I y de su linaje Omeya.
El poderoso emir muere en el 788 y le sucede su hijo, Hisham I, el cual hereda un enorme legado. Su reinado es generalmente pacífico a nivel interno. Esto le permite centrar su atención en combatir mediante pequeñas escaramuzas o razzias a los emergentes reinos cristianos del Norte. Su corto reinado dura ocho años, ya que muere abruptamente en el 796, con cuarenta años de edad, dejando a paso a su hijo Al-Hakam I.
Al-Hakam I es un monarca con un enorme temperamento. Según las crónicas, es el monarca más despiadado de toda la dinastía Omeya, destruyendo cualquier oposición que se le pusiera enfrente. Su crueldad se siente cuando en las ciudades de Toledo, Mérida y Córdoba la población se subleva debido a la fuerte presión fiscal. Al-Hakam I aplasta los focos de las rebeliones arrasando sus barrios hasta los cimientos, deportando a los implicados y crucificando públicamente a sus líderes. Finalmente, será sucedido por su hijo Abderramán II tras su muerte en el año 822, dejando un reino servilmente pacificado.
Abderramán II va a seguir la dinámica represiva de su padre. Es un tiempo de relativa paz interna en Al-Ándalus debido en gran parte a la represión ejercida por Al-Hakam I a sus opositores. El nuevo monarca se va a dedicar a reformar el sistema tributario del Emirato de Córdoba centralizando la recaudación de impuestos y aumentando todavía más la presión fiscal a sus súbditos. Al-Ándalus vivirá así el momento de mayor riqueza desde su fundación.
Además, Abderramán II era un amante de las letras, la naturaleza, la ciencia y escribía poesía. Con los excedentes de la recaudación, se dedica a embellecer la capital del Emirato, erigiendo fabulosos monumentos, fuentes y jardines y ampliando la flamante Mezquita de Córdoba. También creó la Gran Biblioteca cordobesa, para la cual ordena conseguir los documentos más importantes del saber de la época, convirtiéndola en el mayor foco cultural de todo el mundo árabe. También instaura innovadores sistemas de irrigación que potencian de forma extraordinaria la producción agraria andalusí.
A pesar de la paz interna, existen excepciones. En la Marca Superior, la poderosa familia nobiliaria de los Banu Qasi —antiguos nobles visigodos del linaje Casius, renombrados de esa forma tras la invasión del 711— se rebela contra el centralismo del Emirato de Abderramán II, aliándose con el Reino cristiano de Pamplona. El enfrentamiento se salda con la victoria de las tropas musulmanas, pero hubo otras campañas que enfrentaron a la Cruz contra la Media Luna que no corrieron la misma suerte. Una de ellas fue la Batalla de Clavijo, en el 844, tan vitoreada por las crónicas cristianas posteriores y que se considera una las batallas más icónicas de toda la Reconquista (se discute su veracidad histórica). En ella, el rey de Asturias, desmoralizado por la desventaja numérica de sus soldados, tiene un extraño sueño la noche antes de la batalla. En él, se le aparece el apóstol Santiago asegurándole que debía tener fe en la victoria, pues él lucharía a su lado a lomos de un majestuoso caballo blanco. Al despertarse, el rey arengó a sus tropas hablándoles de su misterioso sueño. En la mañana de la batalla, la victoria cristiana sobre las tropas de Abderramán II fue total, acuñándose desde entonces el apodo de Santiago “matamoros”.
Al mismo tiempo que se suceden estos hechos, en el sur de Al-Ándalus ocurrió otro insólito acontecimiento. La ciudad de Lisboa estaba siendo atacada por mar por invasores jamás vistos hasta entonces en tierras hispanas. Eran ochenta navíos drakkars vikingos, tripulados por hombres llegados desde las heladas tierras del Norte de Europa, rudos en las formas y con una fiereza desmesurada. Al desembarcar, arrasaron la ciudad de Lisboa, saqueando y violando a todo aquello que encontraban a su paso. Después, pusieron rumbo a Cádiz y, con resultados similares en la ciudad gaditana, navegaron río arriba el Guadalquivir hasta llegar a Sevilla (Isbiliya). Allí, en un frío día de invierno del 844, el emir consigue reunir un ejército y se enfrenta a los guerreros vikingos en la batalla de Tablada, consiguiendo una aplastante victoria, masacrando a un gran número de ellos y ejecutando a los prisioneros.
Ya en tiempos de su sucesor Muhammed I como nuevo emir de Al-Ándalus, los normandos continuarán sus expediciones asolando Algeciras y las Baleares, liderados nada menos que por el hijo del legendario rey vikingo Ragnar Lodbrok. Además, devastarán las ciudades cristianas de la costa del Ebro, evocándonos al famoso rezo de los monjes cristianos: “De la furia de los hombres del Norte, líbranos, Señor”.
Abderramán II se esfuerza también en la islamización de toda Al-Ándalus. Para ello, dictará duras medidas contra los que no profesen la ley de Mahoma. Durante la década de los cincuenta del siglo IX, serán asesinados cuarenta y ocho mozárabes conocidos como los “Mártires de Córdoba”, al rebelarse contra estas medidas, hallando la muerte de distintas formas que incluyen la decapitación, ser pasto de los perros, la hoguera, la horca, el empalamiento o incluso siendo arrojados a un caldero de plomo fundido.
Con la llegada al trono de su hijo Muhammed I en el 852, se inicia un periodo caótico de crisis, denominado la Primera Fitna, que se prolongará hasta el 912. Es un momento muy turbulento caracterizado por continuas luchas, tanto internas como externas, una fuerte crisis económica y la debilidad política del Emirato. Este período se dará durante los reinados de Muhammed I, Al-Mundir y de su hermano Abd Allah I.
Estos monarcars tendrán que hacer frente a numerosas insurrecciones en las tres Marcas de Al-Ándalus, sumado a una oleada de protestas mozárabes. En la Marca Superior, tendrá lugar una nueva rebelión de la poderosa familia de los Banu Qasi, en alianza con el Reino de Navarra. En la Media, Asturias apoyará una revuelta mozárabe en Toledo, consiguiendo su independencia por un tiempo. En la Marca Inferior, Badajoz se subleva contra el Emirato consiguiendo la independencia de gran parte de la zona que baña el río Guadiana y el sur de Portugal. A esto se le añade una grave crisis económica potenciada por las conversiones masivas al Islam, a consecuencia de las duras medidas de Abderramán II, perdiendo así el ingreso de los impuestos que solo pagaban los no-musulmanes.
Por otro lado, emerge un nuevo poder musulmán en el norte de África: el Califato Fatimí de Túnez. Este alentará enfrentamientos entre árabes, bereberes y muladíes para destruir la unidad social de Al-Ándalus. El descontento estallará en el 880 con la figura de Omar Ben Hafsún, quien liderará una larga rebelión que durará cuarenta y ocho años en Bobastro (Málaga), aglutinando la ira de bereberes y muladíes y recibiendo la ayuda de los reinos cristianos. Llegará incluso a bautizarse en el 899 con el nombre de Samuel.
Abd Allah I muere en el año 912 dejando este desolador escenario a su nieto Abderramán III. Este joven y vigoroso monarca se propone recuperar la antigua gloria de los primeros Omeyas. Con tan solo veintiún años, acaudilla personalmente a su ejército, emprendiendo campañas por la Marca Inferior contra los territorios controlados por el líder rebelde Ben Hafsún. Uno a uno, las fortalezas de sus aliados van cayendo ante el empuje de los ejércitos omeyas. Abderramán III, haciendo uso de su gran talento como monarca, impartirá perdones entre los rendidos y castigos extremos entre sus enemigos. De esta forma, va tomando una a una las ciudades de Sevilla, Jaén, Málaga, Granada, Murcia o Valencia.
Finalmente, en el 928, sitia el inexpugnable castillo de Bobastro, morada del linaje de Ben Hafsún. El último de sus hijos vivos rinde la fortaleza a cambio de su perdón. Abderramán III la destruye hasta su última piedra y manda desenterrar el cadáver de Omar Ben Hafsún, muerto hacía una década, crucificándolo en las puertas de Córdoba como símbolo del final de la rebelión. También consigue, al año siguiente, la victoria sobre Badajoz, tomando la ciudad de Mérida.
Pone entonces sus miras hacia la frontera con los reinos cristianos, que habían expandido sus dominios durante los sesenta años de debilidad que duró la Fitna. Marcha con un gran ejército y consigue numerosos éxitos militares, llegando incluso a arrasar y saquear la capital navarra de Pamplona, demoliendo su catedral en el 924.
Con todas estas victorias y teniendo de nuevo todos los territorios de Al-Ándalus bajo su poder, Abderramán III se ve con fuerzas de proclamar el Califato Omeya de Córdoba, coronándose como primer califa en el año 929. Empezaba así el momento de mayor esplendor de toda la historia de Al-Ándalus.