Almanzor, el caudillo victorioso

En los ocho largos siglos en los que se desarrolló la Reconquista, los primeros tiempos del proceso estuvieron marcados por el esplendor del califato omeya de Córdoba. Herederos de los primeros califas, habían gobernado el mundo musulmán casi desde el principio, tras la muerte del Profeta Mahoma. Su caída a manos de la dinastía abasí les condenó al exterminio, consiguiendo el único superviviente, Abderramán I, establecerse como emir en el Al-Ándalus. Tras la posterior conversión a califato por parte del poderoso Abderramán III, surgiría la última figura relevante en este primer período de la España musulmana. Alzado de manera meteórica en el poder, durante años impuso a prácticamente toda la Península Ibérica el poder califal de Córdoba y la gloria de Alá. Ese fue Almanzor, el Victorioso.

Retrato imaginario de Almanzor. Obra de Francisco de Zurbarán (1658).

Primeros años

Abu ʿAmir Muhammad ben Abi ʿAmir al-Maʿafirí o Abu Amir, nació en torno al año 939. No se sabe con seguridad que lugar del Al-Ándalus fue su cuna natal, pero debió de ser en alguna población rural de la actual provincia de Málaga, tal vez la actual localidad de Torrox. Miembro de una relevante familia de terratenientes, étnicamente árabes, es poco lo que se sabe sobre su infancia y juventud, dada la falta de fuentes. Aún así, se dice que desde joven fue un hombre de gran inteligencia y astucia.

Alejado inicialmente de la vida militar, siguió una rápida y ascendente estela en el mundo civil. Estudió leyes y teología de manera profunda con los maestros de las escuelas religiosas (madrasas) de la capital, siendo un gran conocedor del Corán y de la tradición legislativa musulmana. La muerte de su padre y las necesidades económicas familiares le hicieron abandonar su prometedora carrera de alfaquí (juez), pero gracias a su buena formación se convirtió en escriba dentro de la administración califal.

Ascenso en la corte cordobesa

En aquellos tiempos, tras la muerte del califa Abderramán III (961) y la sucesión de su hijo, Alhakén II, la Córdoba omeya alcanzó su período de mayor desarrollo. Se amplió la esplendorosa mezquita, símbolo del poder teocrático del califa, y se terminó con las obras de la lujosa Medina Azahara, la ciudad palatina del soberano. Aunque enfrentado a la presión de los reinos cristianos del norte, el califa logró mantener la paz impuesta por su padre, consiguiendo una gran prosperidad. Con todo ello, Córdoba era una de las ciudades más poderosas y magníficas de Europa.

Reconstrucción de la Córdoba de los omeyas (y la mezquita) en torno al año 1000.

Fue en este ambiente de prosperidad en el que comenzó la vida adulta de Abu Amir. Su buen hacer como escriba debió de ser lo suficientemente destacado como para que los consejeros del califa se fijasen en él. Así, formó parte de los nuevos funcionarios califales que tomaron el relevo generacional de la corte cordobesa al comienzo del reinado de Alhakén. En 967 se convirtió en el administrador de los bienes del príncipe Abderramán, hijo y heredero del califa, y de su madre Subh (Aurora), una esclava de origen vascón, la concubina favorita del soberano. Aunque el papel de Abu Amir en estos años fue secundario, su cargo de gestor del patrimonio califal le permitió una gran cercanía al poder.

Interior de la mezquita-catedral de Córdoba. Fuente: turismodecordoba.org

Protegido por la concubina, la cual se convertiría en una gran aliada en las disputas futuras, Abu Amir fue ascendiendo rápidamente con nuevos cargos y funciones: dirigió la ceca de la ciudad y fue nombrado tesorero (968), más adelante (969), cadí (gobernador provincial) en varias ciudades, a la vez que ampliaba sus riquezas y posesiones. En 973 fue enviado al otro lado del Estrecho para la organización de una campaña militar contra los insurrectos idrisíes del Magreb, siendo su bautismo de fuego en la vida castrense. La campaña fue un éxito, gracias a sus hábiles maniobras organizativas, y regresó a Al-Ándalus convertido en un popular y prometedor jefe militar.

La conquista del poder califal

Fue entonces, año 976, cuando se produjo el fallecimiento del califa Alhakén II. Con ello comenzó un complicado proceso sucesorio, dado el fallecimiento del príncipe heredero Abderramán, y la incapacidad del segundogénito, Hisham, un niño de once años. La minoría de edad del nuevo califa provocó una conspiración en la corte, buscando sustituir al joven por su tío, Al-Mugira. La decidida y rápida contraofensiva de Subh, apoyada por el háyib (chambelán) Al-Mushafi, hizo fracasar la conjura, siendo el pretendiente liquidado, según parece a manos del propio Abu Amir. Sofocado el complot, fue entronizado como califa Hisham II, imponiéndose una regencia triunviral. Al-Mushafi se convirtió en el hombre fuerte, apoyado por Gálib, un veterano liberto de origen eslavo que se había convertido en un poderoso jefe militar, y por Abu Amir, quien fue nombrado visir.

El harem. Obra de John Frederick Lewis (1860).

A pesar del éxito alcanzado instaurando al pequeño Hisham II, quien fue recluido en palacio, los acuerdos entre los triunviros no podían durar, dada la ambición por el poder de los tres. El choque se produjo cuando, aprovechando la crisis sucesoria, los reinos cristianos realizaron incursiones en la frontera del califato. La respuesta defensiva de Al-Mushafi contrastó con la voluntad de Abu Amir de contraatacar, uniéndose a Gálib. Partiendo al norte, realizó varios ataques de castigo en la frontera del Duero contra el reino de León, aumentando su prestigio, y entabló un pacto con Gálib, casándose con su hija. El cambio de alianzas pilló desprevenido a Al-Mushafi, quien no pudo contrarrestar el creciente poder militar de los dos caudillos. A finales de 977, cayó en desgracia, siendo sustituido por Abu Amir como chambelán.

Conquistado el poder político de Al-Ándalus, Abu Amir se propuso ahora conservarlo. Aunque unido por el matrimonio con su hija al general Gálib, la rivalidad y los inminentes conflictos entre ambos era algo inevitable. Después de varios años de una entente cordial, dirigiendo conjuntamente varias campañas militares, la relación se truncó. Contando con la alianza del conde castellano García Fernández y del rey navarro Ramiro Garcés de Viguera, el veterano militar se enfrentó a Abu Amir, produciéndose la batalla de Torrevicente (julio de 981). El choque se saldó con la decisiva victoria de Abu Amir, muriendo Gálib durante el combate. El ambicioso caudillo pudo librarse al fin de sus rivales y confirmar su poder, estableciendo una dictadura militar. Así, en muy pocos años, logró hacerse con el poder político total en el califato.

Poder total del califato. La dictadura amirí

Interior de la Mezquita de Córdoba. Obra de Edwin Lord Weeks (1880).

A lo largo de los siguientes veinte años, Abu Amir gobernó Al-Ándalus de forma absoluta. Autonombrado con el nombre de al-Manṣūr (el Victorioso), nombre por el cual pasaría a la posteridad, Almanzor, reestructuró el califato en toda su organización. Aunque oficialmente no dejaba de ser un gobernante sustituto del califa Hisham II, este, aún alcanzada la mayoría de edad, continuó viviendo cautivo en palacio. Allí era controlado por su ambiciosa madre, Subh, convertida esta en amante de Almanzor. Manteniéndole como un simbólico líder religioso (una atribución propia de un califa), de este modo pudo dar cierta legitimidad a su poder y gobernar a su antojo.

Aunque muy culto, inteligente y refinado, sus profundas creencias de la ortodoxia islámica le llevaron a tomar medidas integristas. Quemó la biblioteca del palacio de Medina Azahara, destruyendo miles de obras consideradas como herejías por los alfaquíes (teólogos) más fundamentalistas del califato. Además, ordenó ampliar la gran mezquita de la ciudad, siendo la suya la ampliación más grande y definitiva de todas las que se hicieron en el impresionante templo cordobés. Con estas medidas, Almanzor se ganó el apoyo de los grupos conservadores como defensor de la fe de Alá.

Conocedor de la importancia del ejército como instrumento para asegurar el poder y el cobro de impuestos, Almanzor llevo a cabo varias reformas militares. Creó nuevas unidades, potenció el enrolamiento de tropas magrebíes (bereberes) y mercenarios de origen eslavo, disolvió los sistemas tradicionales de organización tribal y profesionalizó los mandos. Todas estas medidas dieron como resultado un poderoso ejército leal al líder del califato, con el que pudo llevar a cabo sus continuas campañas en el norte peninsular.

Campañas militares. El azote de Alá

Una vez sometida cualquier oposición a su poder, Almanzor pudo centrar sus objetivos en los aspectos militares. Aunque las revueltas en el norte de África continuaron con mayor o menor intensidad durante todo su mandato, la labor principal del caudillo fue la de someter a los reinos cristianos norteños. Aprovechando las favorables épocas veraniegas, durante un largo período de más de treinta años se realizaron gran cantidad de aceifas. Estas pequeñas razias, breves, muy salvajes y destructivas, tenían como objetivo principal, no tanto la conquista de territorio (las fronteras quedaron prácticamente estables), como la de generar un estado de permanente inseguridad para los enemigos cristianos.

El éxito militar que Almanzor lograría a lo largo de los siguientes años debe entenderse desde la idea de que se trataba de una invocación a la yihad, a la guerra santa contra el infiel, lo cual creaba un gran entusiasmo entre la población musulmana. También había que tener en cuenta la excesiva debilidad de los reinos cristianos de entonces, o el hecho de saquear indefensos monasterios e iglesias, lugares donde se guardaban tesoros y se almacenaban provisiones y suministros.

De este modo, uniéndose a las campañas que había realizado ya durante su conquista del poder en el 977, el reino de León, el más grande y poderoso de los estados cristianos hispanos, fue el principal objetivo de las expediciones amiríes, en concreto la zona fronteriza del valle del Duero. Importantes poblaciones como Cuéllar, Zamora, Sepúlveda, Salamanca y Simancas fueron atacadas y saqueadas durante estos años. El rey leonés Ramiro III intentó hacerle frente, pero fue derrotado en la batalla de Rueda (981), siendo obligado tanto él como su sucesor, Bermudo II el Gotoso, a someterse y reconocer el vasallaje del caudillo musulmán, aceptando tropas omeyas de ocupación en el reino.

El ya citado conde de Castilla, García Fernández, tuvo que hacer lo propio y aceptar la superioridad de Almanzor, aunque el condado castellano logró mantener de forma relativa el empuje omeya en estos primeros años. El rey de Navarra, Sancho Garcés II, por su parte, tras las sucesivas derrotas, aceptó entregar a su hija Urraca Sánchez (conocida como Abda) a Almanzor, quien se casó con ella (982) y la convirtió en una esposa más de su harem. El noreste peninsular, formado por los condados catalanes dependientes del reino franco, tampoco se pudo librar del empuje de Almanzor. Tras derrotar al conde de Barcelona, Borrell II, la ciudad fue asaltada y saqueada (985).

Campañas militares de Almanzor. Fuente: arrecaballo.es

En el 987, el rey Bermudo II intentó un contraataque, expulsando a la tropas de ocupación de su territorio. En respuesta, Almanzor lanzó una feroz aceifa contra Coímbra y en los años siguientes (988-990) atacó Zamora, Toro, León y Astorga, adentrándose en el reino. Bermudo tuvo que huir hacia Galicia, totalmente derrotado. Entre 992 y 995, Castilla y Pamplona volvieron a ser atacadas, sufriendo de nuevo severas derrotas. El conde García Fernández fue gravemente herido y hecho prisionero, muriendo en Medinaceli. Su hijo y sucesor, Sancho García, debió rendirse y entregar a una de sus hermanas como concubina a Almanzor. El rey Sancho Garcés II, ahora su suegro, debió aceptar la sumisión total de su reino al califato.

Volviendo a la carga contra el reino leonés, de nuevo marchó hacia el oeste en el 996, saqueando nuevamente Astorga y la ciudad de León, destruyendo sus murallas. Al año siguiente (997) decidió adentrarse más hacia el norte, a un objetivo que había conseguido salir indemne hasta ese momento de sus correrías: Santiago de Compostela, lugar de culto y peregrinación de la cristiandad occidental. En un rápido ataque tomó la ciudad y la destruyó por completo, incluido el templo prerrománico dedicado a Santiago el Mayor, aunque respetó el sepulcro del apóstol, una benévola decisión que permitió que la ruta del Camino de Santiago pudiera sobrevivir.

La campaña sobre Galicia supuso un gran triunfo, especialmente en lo simbólico, para el caudillo en un momento político delicado en el califato. Tras veinte años de alianza y romance con Subh, madre del califa Hisham II, esta buscó la forma de poner fin al gran poder político y militar que había logrado Almanzor, deseando instaurar a su cautivo hijo como califa efectivo. Junto con varios nobles contrarios al poder absoluto del dictador, se orquestó una conspiración en el palacio de Medina Alzahira, la residencia particular de Almanzor, en donde vivía recluido el califa. La conjura fue fácilmente sofocada por Abd al-Málik al-Muzáffar, hijo y heredero de Almanzor, cayendo Subh en desgracia.

Últimos años y muerte

Ensanchado aun más si cabe su poder, los últimos años de la vida de Almanzor fueron el culmen de su gloria militar. Durante veinte años había sometido periódicamente bajo su yugo a los monarcas cristianos, consiguiendo su vasallaje. Aunque derrotados y debilitados, los reinos cristianos, ahora gobernados por la siguiente generación, intentaron de nuevo plantar cara al ya anciano caudillo que había humillado a sus padres. En el 999, aun con la minoría de edad del nuevo rey leonés, Alfonso V, se formó una alianza anticalifal con el conde castellano Sancho García y el rey navarro García Sánchez II. El resultado fue la batalla de Cervera (julio de 1000), en la que, aunque Almanzor volvió a salir victorioso, las armas cristianas estuvieron cerca de la victoria.

Pero la gloria terrena no dura eternamente. En el verano de 1002 se produjo la muerte Almanzor en torno a Medinaceli. No está muy claro como se produjo su fallecimiento, seguramente se debió a alguna enfermedad y a su avanzada edad, pero tradicionalmente se pensó que fue a costa de las graves heridas sufridas en una supuesta última batalla, librada en la localidad de Catalañazor. Fue un enfrentamiento legendario, en el cual Almanzor fue severamente derrotado, pero al parecer no tuvo nunca lugar, siendo la batalla una invención de las crónicas cristianas posteriores, buscando desquitarse de las continuas derrotas y humillaciones. Sea como fuere, lo cierto es que el caudillo falleció.

Busto de Almanzor en Calatañazor (2002). Obra de Antonio Rico Núñez. Fuente: monumentalnet.org

Conclusiones

La muerte de Almanzor está considerada como el principio del fin del califato omeya de Córdoba. Tras su desaparición, ninguno de los sus sucesores políticos y militares fue capaz de mantener su legado. Aunque inicialmente le sucedió como chambelán su hijo predilecto, Abd al-Málik al-Muzáffar, continuando con la política y las campañas de su padre y siguiendo el califa Hisham II recluido, no supo estar a la altura de su predecesor. Con su muerte en 1008, le sucedió su hermanastro Abderramán, conocido como Sanchuelo, hijo de Almanzor y de la princesa navarra cautiva Urraca.

Intentando fallidamente convertirse en califa, un gran levantamiento popular en Córdoba en 1009 acabó con la vida de Sanchuelo y con la dictadura de los amiríes. Así comenzó un largo período de guerra civil, la Gran Fitna de Al-Ándalus (1009-1031). Durante estos años se irían sucediendo una serie de débiles califas, a medida que el estado colapsaba y la grandeza y esplendor de Córdoba desaparecía. La España musulmana entró así en un nuevo período en la Reconquista, una etapa de desintegración en pequeños estados independientes, lo que posteriormente sería conocido como el período de los reinos de taifas.

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