Los autos de fe fueron manifestaciones públicas y solemnes de adhesión al catolicismo a la vez que son un rechazo público a la herejía. Era una forma de garantizar el orden público y de inspirar el miedo en el pueblo que se convirtió en una ceremonia religiosa como otras muchas que, además, servía para dar relieve y solemnidad a los acontecimientos importantes.
Se celebraban un domingo o un día festivo para que los habitantes (a los que se invitaba mediante una proclama pública) y las autoridades (religiosas, civiles y militares), así como a los cuerpos constituidos y corporaciones pudieran asistir. Estas se colocaban en un lugar destacado, lo que a veces ocasionaba conflictos por la preeminencia de los asientos. Un juez de bienes de la Inquisición llegó a estar encadenado un par de meses en la cárcel en 1548 por discutir duramente con un juez ordinario sobre sus asientos.
La ceremonia estaba presidida por el rey (si se celebraba en la corte) o por la alta nobleza local. Ese día se prohibían otras ceremonias religiosas para evitar una posible competencia.
La víspera, a las dos de la tarde, se celebraba la procesión de la Cruz Verde (el blasón del Santo Oficio). Su objetivo era llevar el estandarte hasta el lugar del auto de fe donde, cubierto por un velo negro, se colocaba en el puesto más elevado del estrado. Familiares y monjas lo velaban toda la noche, protegidos por un destacamento de soldados. En esta procesión desfilaban los familiares, los notarios y los comisarios del Santo Oficio, y los representantes del clero secular y regular.
Al amanecer siguiente (5 a.m.) se producía la procesión que acompañaba a los detenidos desde la cárcel al lugar del auto de fe. Detrás de la Cruz Blanca o de la Zarza (su símbolo eran unos pedazos de leña), iban el clero, las efigies de los condenados huidos, los ataúdes con los restos de los que habían muerto sin ser juzgados y los condenados, tocados con una mitra de cartón, sosteniendo un cirio apagado en la mano, y los sambenitos que indicaban su condena:
- Negro con llamas para los condenados a la hoguera (relajados), a veces con dragones, serpientes o demonios, y una coroza o capirote con llamas pintadas).
- Amarillo con dos cruces rojas de Santiago para los reconciliados (aquellos que se podían reintegrar en la sociedad tras abjurar de sus errores), con llamas hacia abajo, signo de haberse librado de la hoguera.
- Los impostores y bígamos llevaban una soga atada al cuello, cuyos nudos indicaban la cantidad de latigazos a recibir.
Los reconciliados estaban obligados a llevar el sambenito durante todo el tiempo previsto por la sentencia, y sólo podían quitárselo dentro de su casa. Una vez transcurrido, se colgaban en las parroquias con sus nombres para perpetuar el recuerdo de su infamia junto con los de los condenados a muerte.
La ceremonia comenzaba con un predicador pronunciando un sermón para exaltar la fe, atacar a la herejía y animar a los acusados reticentes a arrepentirse antes de morir. Si los condenados se arrepentían, se interrumpía el desarrollo del auto de fe; se encendían los cirios, se entonaban cánticos y se quitaban los paños negros que cubrían las cruces.
Los inquisidores desconfiaban de esas conversiones de última hora: temían que se debieran al miedo a una terrible muerte y no al arrepentimiento de haber ofendido a Dios. Sobre todo, tomaban precauciones para evitar que los pertinaces se dirigieran al público amordazándolos.
Después del sermón se leían las sentencias. Cada condenado se adelantaba para escuchar las acusaciones y el veredicto pronunciado contra él. Si era un reconciliado, abjuraba públicamente y prometía no volver a hacerlo. Al día siguiente debía confirmar y firmar esta declaración (si no sabía escribir, firmaban por él un inquisidor y un notario).
Un inquisidor formulaba preguntas sobre los principales puntos del dogma católico y los acusados y el público respondían “Sí, creo”. A continuación se cantaba el Miserere mei, se rezaban varias oraciones, se entonaba el Veni Creator, se descubría la Cruz Verde, se volvía a rezar y, finalmente, el inquisidor daba la absolución a los reconciliados y se relajaban los condenados a muerte.
Como la ceremonia duraba varias horas, el Santo Oficio tenía preparadas comida y bebidas tanto para las autoridades y miembros del Santo Oficio como para los reos.
Tras leer las sentencias, un destacamento de la policía se hacía cargo de los condenados y los conducían al lugar del suplicio, al cual no iban las autoridades. Se empezaba aplicando el garrote a los arrepentidos, arrojando a la hoguera sus cuerpos y los restos y las efigies de los condenados muertos antes de pronunciarse la sentencia y de los fugados. Mientras tanto, los sacerdotes se acercaban a los no arrepentidos para convencerles de que abjuraran y se libraran así de la muerte.
Cuando todos los relajados habían muerto, los verdugos mantenían la hoguera para reducir a cenizas los cadáveres (esto a veces duraba toda la noche). Durante este tiempo, los soldados de la fe cogían la Cruz Blanca que presidía la ejecución y se la llevaban en procesión. Unos días más tarde, se colocaba de nuevo junto a la Cruz Verde. Al día siguiente se ejecutaban las penas contra los reconciliados (latigazos, destierro, galeras, multas…) y los condenados a prisión eran llevados a sus celdas.
Bibliografía:
- PÉREZ, Joseph (2012). Breve historia de la Inquisición en España. Barcelona: Austral.
- KAMEN, Henry (2011). La Inquisición española: una revisión histórica. Barcelona: Crítica.