“Les Espagnols sur Mer”: La batalla de Winchelsea (29 de agosto de 1350)

Las Españas de la Reconquista de Armando Besga Marroquín. Ya a la venta en Amazon o tu librería favorita.

La batalla de Winchelsea fue el primer enfrentamiento anglo-hispano. Sin embargo, es una batalla muy poco conocida en España. Eso ha favorecido que el nacionalismo vasco, con los procedimientos habituales, la haya convertido en una gesta vasca.
La batalla fue provocada el 29 de agosto de 1350 por el ataque de la flota inglesa encabezada por Eduardo III (1327-1377) a la flota mercante de la Hermandad de las Marismas de Castilla que regresaba de Flandes, cerca del puerto de Winchelsea, en el paso de Calais.

Dado que Castilla e Inglaterra no estaban en guerra, ¿cómo se explica que un monarca tan caballeresco como Eduardo III se comportara no ya como un corsario sino como un pirata? (cabe destacar que el vocabulario de la época no distinguía bien esos conceptos).

En el siglo XIV la costa cantábrica era llamada “marismas”, “marina” o “mar” de Castilla. Así fue definida en la enésima concordia firmada entre los puertos de la cornisa cantábrica  y los de la Gascuña inglesa: “La Marisma e costera de Espanna. Esto es a saber, de tanto cuanto se estiende e diga e tiene de la villa de Fuente Rauia fasta la çibdat de Tuy”. A ese territorio también se le llegó a llamar “Marisma de España”.

El pasado es un país extraño. En el siglo XIV, las profesiones de comerciante, transportista y pirata todavía no eran excluyentes. Un transportista podía ejercer de comerciante, y viceversa. Y ambos, si se daba la ocasión de capturar sin peligro un cargamento ajeno, se podían convertir en piratas por un día, a veces con una carta de represalia concedida por el rey para que pudiera resarcirse de un robo anterior (v. Jesús Ángel Solórzano Telechea, “Piratas, corsarios y malhechores: la violencia y la delincuencia marítimas en la Europa atlántica (siglos XIII-XV)”, Clío & Crimen, 20 2023, pp. 7-84). La Guerra de los Cien Años, que comenzó en 1337, multiplicó las tentaciones. Lo cierto es que Eduardo III envió embajadores (“mandadores”) a las Cortes de 1345 (Burgos), 1348 (Alcalá) y 1349 (León) para quejarse de la piratería que sufrían sus súbditos. Y Jean Froissart, el principal cronista de la época, para justificar el ataque de Eduardo III en 1350 señala que “en ese tiempo había gran rencor entre el rey de Inglaterra y los españoles [les Espagnolz] por diversos actos de violencia y saqueo que los dichos españoles [Espagnol] habían cometido contra navíos ingleses en el mar”.  Y Thomas Walsingham, una de las fuentes principales sobre la batalla, precisa más, pues cuenta que Eduardo III quiso vengarse en Winchelsea porque “el año anterior, muchos ingleses que venían de Gascuña con vinos y otras mercancías habían sido cruelmente asesinados, y su botín robado”, por una flota mercante castellana que se dirigía a Flandes. Eran particularmente Gascuña y, especialmente, Bayona, que entonces formaban parte de los dominios de Eduardo III, que desde 1337 se proclamaba rey de Francia, las que más sufrían  la piratería castellana.

Jean Froissart (c.1337- c.1410) es el cronista más famoso del siglo XIV. Aunque se le considera francés –y escribía en esa lengua– era flamenco, pues había nacido en Valenciennes, que entonces formaba parte del condado de Henao, que no estaba bajo el dominio del rey de Francia. Y, sobre todo, estuvo al servicio de Felipa de Henao (1314-1369), la esposa de Eduardo III.

Es cierto que ingleses, gascones y bayoneses obraban de la misma manera, pues la rivalidad con los castellanos eran anterior a 1337. Y también es verdad que representantes de la Hermandad de las marismas de Castilla se habían quejado en las Cortes de 1345, 1348 y 1349 de los ataques de Bayona y de otros súbditos ingleses. Pero a Eduardo III no le importaba eso en 1350. Y más cuando en 1348 había fracasado el proyecto de casar a su hija Juana con el heredero de Alfonso XI (la princesa inglesa murió en Burdeos el 2 de septiembre de ese año en Burdeos, camino de Castilla). En ese año, además, Alfonso XI había comprometido su neutralidad en la Guerra de los Cien Años, que conoció una tregua entre 1347 y 1355, autorizando al almirante Egidio Bocanegra para que pudiera ayudar al rey de Francia con algunos barcos, como éste había pedido (Eduardo III había intentado en 1344 que el marino genovés, que ya había servido al monarca francés, pasara a su servicio).

En esas condiciones, Eduardo III decidió hacer justicia. El acto de piratería que pensaba cometer no le producía ninguna vergüenza. Al contrario: “A 10 de agosto mandó pregonar Eduardo el mensaje que enviaba al arzobispo de Cantorbery, primado de Inglaterra, rogándole impetrara la divina asistencia en su favor, porque los españoles, con cuyos reyes había tenido amistad y buena correspondencia, atacaban a los mercaderes robando efectos matando gente, destruyendo naves, y ensoberbecidos con la impunidad habían juntado en Flandes inmensa armada, jactándose de dominar el mar anglicano y abrigando propósitos de destruir toda otra navegación que no sea la suya, de invadir Inglaterra y de sujetar al pueblo o exterminarlo” (Cesáreo Fernández Duro, La marina de Castilla, Madrid, 1894,pp. 97-98; el autor reproduce el documento en las pp. 418-419). Y en una carta dirigida a Bayona, Eduardo III decía “que gentes de las tierras de España que habían salido a la mar, sin respetar las paces o treguas que Inglaterra tenía con otras naciones, habían atacado a las naves y tratado inhumanamente a los hombres. No satisfechos con esto reunían en Flandes armada grande y multitud de gente de guerra con intención de invadir el reino de Inglaterra [en realidad, sólo pretendían regresar], estorbar el tráfico y posesionarse del dominio del mar, por lo cual les mandaba y ordenaba que sin respeto a las treguas que tenían con los españoles, les hiciesen la guerra por tierra y mar, como a enemigos notorios suyos, armando al efecto cuantas naves pudieran, sin cesar en las hostilidades por ningún motivo” (ibid., p. 98). Dada la proscripción de la palabra “España” en las historias medievales de autores españoles, hay que subrayar la normalidad con la que utilizaban ese nombre y su gentilicio Eduardo III, Froissart y Walsingham, porque era lo corriente, como lo comprobaremos con el resto de los autores (sólo Froissart, en el pasaje sobre la batalla, menciona 34 veces el gentilicio “español” y una vez el nombre de España, y ningún otro para referirse a los vencidos).

Mientras proclamaba sus intenciones, el rey inglés se aprestó a reunir una flota, porque no tenía una Armada. Eduardo III disponía de unos 25 barcos, de los cuales cinco eran demasiado pequeños para intervenir en la campaña (Graham Cushway, Edward III and the War at Sea: The English Navy, 1327-1377, Woodbridge, Boydell & Brewer, 2011, p 136). Como los demás reyes, para formar una flota de guerra tuvo que recurrir a barcos de otros. Y como no eran buques de guerra, armarlos para el combate con castillos en proa y popa y otros ingenios. Eduardo III reclutó cientos de arqueros y muchos marineros. A la expedición se sumaron además cuatrocientos nobles con sus séquitos armados. Y muchos miembros de sus familias para contemplar la gesta.

Como el monarca inglés no ocultó sus intenciones, la noticia de sus propósitos y preparativos llegó a Flandes. Los maestres de las naves españolas, que según Froissart “no se mostraron muy preocupados por las noticias”, contrataron gentes del país, principalmente ballesteros. Y encomendaron la dirección de la flota a Carlos de la Cerda, entonces al servicio del rey de Francia. Carlos de España, que así era llamado, había atacado a principios de noviembre de 1349 una flota mercante inglesa, apresando varias naves cargadas de vino y matando a sus tripulantes, lo que se ha aducido como una de las causas del ataque de Eduardo III en 1350.

Cuando la flota castellana fue avistada el 29 de agosto, la armada inglesa salió a su encuentro. Estaba encabezada por Eduardo III. En otros barcos iban sus hijos: el príncipe de Gales, Eduardo de Woodstock (1330-1376), el famoso Príncipe Negro; y Juan de Gante, conde de Richmond, que tenía entonces sólo diez años. Dado el viento favorable, la flota castellana podría haber intentado huir. Sin embargo, cambió el rumbo para atacar a los ingleses. Una de las razones que se ha aducido para explicar esa temeridad es la posibilidad que se presentaba para lograr grandes rescates si se capturaba al rey inglés, a sus hijos o a nobles tan importantes.

Mientras proclamaba sus intenciones, el rey inglés se aprestó a reunir una flota, porque no tenía una Armada. Eduardo III disponía de unos 25 barcos, de los cuales cinco eran demasiado pequeños para intervenir en la campaña (Graham Cushway, Edward III and the War at Sea: The English Navy, 1327-1377, Woodbridge, Boydell & Brewer, 2011, p 136). Como los demás reyes, para formar una flota de guerra tuvo que recurrir a barcos de otros. Y como no eran buques de guerra, armarlos para el combate con castillos en proa y popa y otros ingenios. Eduardo III reclutó cientos de arqueros y muchos marineros. A la expedición se sumaron además cuatrocientos nobles con sus séquitos armados. Y muchos miembros de sus familias para contemplar la gesta.

Como el monarca inglés no ocultó sus intenciones, la noticia de sus propósitos y preparativos llegó a Flandes. Los maestres de las naves españolas, que según Froissart “no se mostraron muy preocupados por las noticias”, contrataron gentes del país, principalmente ballesteros. Y encomendaron la dirección de la flota a Carlos de la Cerda, entonces al servicio del rey de Francia. Carlos de España, que así era llamado, había atacado a principios de noviembre de 1349 una flota mercante inglesa, apresando varias naves cargadas de vino y matando a sus tripulantes, lo que se ha aducido como una de las causas del ataque de Eduardo III en 1350.

Cuando la flota castellana fue avistada el 29 de agosto, la armada inglesa salió a su encuentro. Estaba encabezada por Eduardo III. En otros barcos iban sus hijos: el príncipe de Gales, Eduardo de Woodstock (1330-1376), el famoso Príncipe Negro; y Juan de Gante, conde de Richmond, que tenía entonces sólo diez años. Dado el viento favorable, la flota castellana podría haber intentado huir. Sin embargo, cambió el rumbo para atacar a los ingleses. Una de las razones que se ha aducido para explicar esa temeridad es la posibilidad que se presentaba para lograr grandes rescates si se capturaba al rey inglés, a sus hijos o a nobles tan importantes.

La batalla resulta hoy un misterio. Las fuentes –ninguna española– son breves, salvo la Crónica de Froissart, y, sobre todo, se contradicen. No sabemos, por ejemplo, cuántos barcos se enfrentaron. Froissart señaló que las “españolas” eran “cuarenta grandes naves, iguales entre sí, tan fuertes y tan bellas, que daba gusto verlas”; y que los “españoles” eran “diez mil”, lo que significaría doscientos cincuenta por nave, lo que es completamente inadmisible (semejantes tripulaciones, además, habrían arruinado a los armadores). Ha habido historiadores que, por una frase ambigua de Froissart, han considerado que la flota española superaba en una proporción de diez a uno a la inglesa, lo que es imposible. Por su parte, el Chronicon Comitum Flandresium,  que dedica un párrafo muy pequeño a la batalla, señala que las naves españolas eran 70. En cambio, los cronistas no ofrecen cifras sobre la flota inglesa. La Historia Anglicana afirma que Eduardo III tenía “pocas naves”. Fundamentándose en la documentación de archivo, los historiadores sostienen que los barcos ingleses eran medio centenar. Incluso, se detallado que eran 30 cocas, 19 pinazas y 5 urcas.

La coca, aparecida en el siglo X, fue el barco mercante más importante de la Baja Edad Media y el primero que utilizó el timón de codaste.

A pesar de la desventaja numérica y de que una fuera una flota mercante y la otra, de guerra, la batalla fue igualada. Los castellanos tenían la ventaja de que sus cocas fueran más grandes y tuvieran una borda más alta. Y es que el combate naval en aquella época consistía fundamentalmente en abordajes. Y una borda más alta los dificultaba y permitía disparar mejor a arqueros y ballesteros. Pero los ingleses tenían dos ventajas: los arqueros, que se hicieron famosos en la Guerra de los Cien Años, y los hombres de armas. Los arqueros podían disparar cinco veces más rápido que los ballesteros, y esto fue muy importante. Los marineros castellanos demostraron que podían luchar bien, pero eran claramente inferiores a los hombres de armas ingleses, mejor armados y más adiestrados.

Gracias a Froissart, conocemos algunos episodios de la batalla, aquellos en los que se vieron implicados personajes importantes. Un barco castellano se dirigió contra la  nave del rey, el Thomas, su barco favorito, que llevaba las insignias reales. El choque, en un costado, provocó graves daños en la nave la nave real. Pero la violencia del impacto también desarboló la nave castellana y arrojó al mar a los ballesteros de las gavias. Y los guerreros ingleses pudieron abordarlo y hacerse con su control, matando a todos sus tripulantes.

Reconstrucción de la Coca Thomas de Eduardo III.

El barco del Príncipe de Gales, el Bylbauwe,también estuvo a punto de hundierse. Una nave castellana le echó los garfios de abordaje y le hizo tales agujeros en el casco, que comenzó a hundirse. Pero también en este caso los ingleses lograron pasar a la cubierta del enemigo. Además, recibieron la ayuda del barco del duque de Lancaster, que abordó a los castellanos por el lado opuesto. Igualmente, ningún vencido sobrevivió a la derrota.

El barco de sir Robert de Namur, que era el de la casa real (The King´s Hall),  fue arrastrado por una nave castellana, que había conseguido sujetarlo. Los ingleses pidieron ayuda a gritos. No fue necesario que recibieran auxilio. A un escudero, llamado Hamekin, se le ocurrió cortar la driza, lo que provocó la caída inmediata de la vela sobre la cubierta de los castellanos, que quedaron en su mayor parte envueltos. Los ingleses aprovecharon la ocasión para saltar al barco castellano y matar a todos sus tripulantes. Parece que fue el último combate de una batalla compuesta por enfrentamientos entre barcos, lo que Froissart, con sus ideales caballerescos, convirtió en unas justas. Una idea que compartía Eduardo III, un rey al que le habría gustado restaurar la Mesa Redonda y que creó la orden de la Jarretera, la orden de caballería más importante de Inglaterra, que hoy sigue siendo la máxima distinción británica. Eduardo III se dirigió a la batalla acompañado de un gran cortejo, la noche anterior celebró una fiesta y ya en el mar, según Froissart, habría ordenado: “Dirigíos contra aquella nave que se acerca derecho hacia aquí, pues justar quiero contra ella”. Además, había ordenado la construcción de unas gradas en el acantilado para que la reina y el resto de la corte pudieran contemplar el combate.

Pero, en realidad, la batalla fue una carnicería; no consta que se hicieran prisioneros. Ganaron los ingleses, aunque los datos que tenemos no permiten evaluar la magnitud de la victoria. Froissart dice que “perdieron los españoles catorce naves”. Thomas Walsingham, cuenta que “el rey Eduardo, deseando vengarse, salió él mismo en persona al encuentro de los españoles, matando  a todos los españoles implicados en la lucha que estaban en veinticuatro grandes naves, a pesar de que habían sido armadas y muy bien equipadas con todo tipo de defensas. De modo que, por su dureza de corazón, prefirieron morir antes que someterse. Fueron apresadas, pues, veintiséis [sic] grandes naves: habiendo sido las restantes hundidas o dadas a la fuga”. La Historia Anglicana, que Walsingham conocía muy bien (fue su continuador), señala que “fueron apresadas, veintiséis grandes naves: habiendo sido las restantes hundidas o dadas a la fuga. En este combate, los españoles, temerosos y orgullosos, y confiados en su fuerza y valentía, desdeñaron rendirse ante la orden del rey Eduardo, pereciendo todos miserablemente, unos muertos por el hierro, otros ahogados en las aguas”. Y más datos en las crónicas de la época no hay. Desde luego, no todos los barcos castellanos fueron hundidos o capturados. Una parte de la flota, incluida la nave de Carlos de la Cerda, consiguió salvarse y regresar a Flandes. Ayudó a ello a que la batalla comenzara por la tarde y cayera el crepúsculo. Tampoco sabemos si todas las naves castellanas llegaron a combatir. No conocemos las pérdidas de la flota inglesa. Los dos mejores barcos, el del rey y el del Príncipe Negro, quedaron medio hundidos, pero fueron arrastrados hasta la costa. Y varios más sufrieron daños que costó meses reparar (Graham Cushway, op. cit., p. 140). Pero las naves capturadas y las valiosas mercancías compensaron sobradamente las pérdidas. Al parecer, sólo un noble inglés, Robert Neville, perdió la vida en el combate. Pero los muertos debieron ser muchos. Y los heridos, más o menos graves, y los mutilados, también, como destacó Galfridus le Baker en su crónica. Finalmente, para completar el balance, cabe recordar que en las fuentes flamencas, el Chronicon Comitum Flandresium y los Annales Rerum Flandricarum, los españoles aparecen como los vencedores (ciertamente los Annales son una compilación del siglo XVI, pero no hay ninguna razón para suponer que el compilador, Iacobus Meyer, se inventara la noticia). Pero es evidente que los ingleses quedaron dueños del campo de la batalla, pues se pudieron llevar los barcos capturados. Y eso es prueba suficiente de la victoria.

Eduardo III regresó triunfalmente al puerto. Por la noche, celebró una gran fiesta. Luego, se dijo en Inglaterra que era el “rey del mar”. Y él acuñó unos nobles de oro que conmemoraban la victoria. En el anverso, aparecía el monarca dentro de un navío con la espada en la mano derecha; y en el reverso, un escudo con cuatro cuarteles de lises y leopardos, rodeado por un cita del evangelio de san Lucas, “Jesus autem transiens per medium eorum ibat”.

Moneda acuñada en 1350 por Eduardo en conmemoración de la batalla de Winchelsea.

Apenas pasados dos meses de la batalla, Eduardo III quiso llegar a un acuerdo con la Hermandad de las marismas de Castilla. Eso ha hecho que algunos autores consideraran que la victoria inglesa en Winchelsea habría sido pírrica o, incluso, que no fuera tal (Pedro Perales Garat, “La Marina castellana en la guerra de los Cien Años”, Bonifaz y la marina de Castilla, Ministerio de Defensa, Madrid, 2022, p. 78),  aunque basta con pensar que el peligro de la piratería continuaba existiendo y que el rey inglés deseaba impedir que los barcos de la Hermandad ayudaran a los franceses. Con el fin de llegar a un acuerdo, Eduardo III envió el 11 de noviembre poderes al gobernador de Calais, Roberto de Herle, y al doctor Andrés de Oxford para negociar con “maestres, marineros y otros hombres de España, sus adversarios, que estaban en el puerto de la Esclusa y en Flandes, paz y amistad perpetua”. Hechas las gestiones, la Hermandad de las marismas de Castilla envió a Londres tres representantes: Juan López de Salcedo, de Castro Urdiales; Diego Sánchez de Lupardo de Bermeo; y Martín Pérez de Golindano, de Guetaria (uno por cada uno de los tres territorios de la Hermandad). Estos representantes y los del rey de Inglaterra firmaron un acuerdo el 1 de agosto de 1351, cuya cláusula principal establecía una tregua de veinte años, que luego fue ratificada por Pedro I en las Cortes de Valladolid de ese año. En 1353 y 1357 se acordaron nuevos tratados que renovaron las treguas. Nada de extraño hay en esto. La monarquía no sólo no monopolizaba entonces el uso legítimo de la violencia, sino tampoco las funciones que nos parecen hoy propias de un Estado.

La batalla de Winchelsea ha producido mucha confusión. En las publicaciones se puede encontrar que el objetivo de Eduardo III era invadir Francia para coronarse en Reims (Felipe VI había muerto el 22 de agosto) o evitar la coronación de Juan II, que los castellanos pretendían saquear las costas inglesas, que la flota inglesa utilizó por primera vez cañones, que los muertos ingleses (1.600) fueron más que los castellanos (1.000), etc.

Son errores propios de las obras de divulgación, que demasiadas veces se hacen sin el rigor necesario, que debería ser el mismo que el de las obras de investigación (“historia” significa en griego “investigación”).

Pero la apropiación por el nacionalismo vasco de la batalla de Winchelsea es un errorde otro género, si pueden incluirse a las falsificaciones entre los errores. Y una falsificación completa. Así en la primera historia del País Vasco, que remonta al año 1931, Isaac Echeberría Galdeano (1892-1948), que escribía con el seudónimo de Bernardino de Estella, contó a sus lectores lo siguiente:

“Cuando los marinos vascos recorrían los mares del norte de Europa, no estaba bien determinada  la cuestión de la libertad de los mares. De ello nacían continuas luchas entre los vascos e ingleses, los cuales impedían a nuestros marinos pescar [sic] en los mares del norte.

De una de aquellas luchas nos hablan dos [sic] historiadores ingleses. Probablemente [sic] acaeció en 1350. Walsingham dice, refiriéndose a los vascos: Quisieron más, a causa de la rudeza de su corazón, morir que rendirse. Les fueron tomadas veinte y seis naves grandes; las demás se sumergieron o huyeron. Otro historiador, Meyer [un autor flamenco del siglo XVI], habla en forma muy distinta del suceso, pues el rey Eduardo dirigió al arzobispo de Canterbury una carta en la que pedía oraciones abatir la soberbia de los enemigos [evidentemente eso no puede negar la victoria inglesa, pues, además, la petición fue hecha, lógicamente, antes del combate, como hemos visto, y sobre la cual no contó nada Iacobus Meyer].

Con objeto de arreglar la cuestión de la pesca [sic] en los mares del norte, se reunieron al año siguiente, 1351, los representantes de Inglaterra y los de los pueblos de Castro-Urdiales, Bermeo y Getaria. Los representantes ingleses y vascos se reunieron en Londres, en la cual ciudad firmaron un tratado de paz, que debía durar veinte años. […]

Castro Urdiales ejerció como sede central de la Hermandad de las Marismas de Castilla. Y es que esa organización, inspirada en la famosa Liga Hanseática, abarcó únicamente al Cantábrico oriental, donde Castro Urdiales tenía una posición central. La Hermandad de las Marismas de Castilla fue fundada en 1296 en Castro Urdiales, con la participación de Santander, Laredo, Castro Urdiales, Bermeo, Guetaria, San Sebastián, Fuenterrabía y Vitoria, cuya presencia se explica por la importancia que tenía esta ciudad en el comercio de la lana, fundamental para las actividades de la Hermandad (en el acta de fundación, el nombre empleado es “Hermandat de las villas de la marina de Castiella con Vitoria”, que es el que figura también en el sello que se hizo). Al año siguiente, se incorporó San Vicente de la Barquera, que fue la localidad más oriental de la Hermandad. En el siglo XIV, se incorporaron otros puertos vizcaínos y guipuzcoanos (Portugalete, Lequeitio Ondárroa, Motrico y Zarauz). Bilbao, fundado en 1300, no se integró oficialmente en la Hermandad, pero mantuvo muchas relaciones con esa organización.

La doctrina que los vascos defendieron en esas reuniones es la de la libertad de los mares” (Historia vasca, Bilbao, 2ª ed., p. 219).
Nótese que no se trata de una manipulación o tergiversación de los hechos, sino que es una completa falsificación.

La patraña salió de la literatura nacionalista siete años después, cuando el famoso periodista George L. Steer la utilizó para concluir el capítulo de El árbol de Gernika dedicado a contar el modesto combate del cabo Machichaco del 5 de marzo de 1937 con todo tipo de falsedades para poder justificar que fue la historia “más intrépida de la guerra civil” (El árbol de Guernica, Madrid,1978, p. 154):

“Sus cuerpos descansan fuera de Bermeo, la antigua villa pequeña pesquera que en 1351 firmó un tratado con Eduardo III de Inglaterra, estableciendo el principio de la libertad de los mares [ya en la p. 9, en el primer párrafo del libro, ha contado que los vascos fueron los que “establecieron el principio de libertad de los mares”]. […]. Sucumbieron según la gran tradición: el riesgo y la libertad de los mares. En el mundo moderno los marinos vascos vuelven a conformar las palabras del historiador Walsingham, quien escribió lo siguiente después de un combate naval entre ingleses y vascos en 1350: «A causa de la rudeza de su corazón, prefirieron morir antes que rendirse» (op. cit., p. 154).

Desde luego, Steer no contó estas cosas por sus conocimientos de la historia inglesa, sino porque se tragó todas las patrañas sobre los vascos y su historia que le contaron José Antonio de Aguirre y otros nacionalistas por muy inverosímiles que fueran, como la de la democracia prehistórica, lo que da cuenta del tipo de periodista que fue.

De hecho, Aguirre también recurrió a la frase de Walsingham para contar falazmente la batalla de Machichaco, de la que dice que fue testigo. En este caso, convirtiéndola en el epígrafe que encuadra la narración, apostillado por una nota en la que cuenta que “las batallas navales entre éstos [los vascos] y los ingleses en 1350” (De Guernica a Nueva York Pasando por Berlín,Ekin, Buenos Aires, 1943, p. 47; el capítulo se titula “La agonía de un pueblo heroico”).

Ciertamente, Walsingham escribió esas palabras, como ya comprobamos: “prae cordis duritia, mori quam subjici”. Pero se refería a los “españoles”, que es como llamó –dos veces– a los “castellanos” –gentilicio que no menciona– en el pequeño párrafo que dedicó a la batalla de Winchelsea. Y ése es el nombre que se emplea en todas las fuentes, ya sea en latín (hispani), francés o italiano (Spagnuoli, Ispagna, como escribió Matteo Villani). Es más: la batalla se conoció y se conoce como “Les Espagnols sur Mer” o “Spaniards on the sea” (ya Froissart la llamó “bataille sus mer des Espagnols et des Englés”); y Carlos de la Cerda, que mandaba la flota castellana, era llamado Carlos de España, pues era el nieto de Alfonso de la Cerda, el heredero de Alfonso X, destronado por su tío, Sancho IV el Bravo. Además, Walsingham nunca podría haberse referido a los vascos de Vizcaya o Guipúzcoa, porque para él, como para los demás hombres de su época, los únicos vascos eran los gascones (así era desde hacía siglos y lo será durante siglos). Es algo que puede comprobarse en el mismo texto de Walsingham, cuando explica la causa de la batalla: “Qui anno praecedenti  quamplures Anglicos venientes de Wasconia cum vinis, et aliis mercimoniis crudeliter interferant, raptis spoliis eorumdem. Y, desde luego, vizcaínos y guipuzcoanos se sabían españoles y castellanos, pues conocían que vivían en un territorio que se sólo se llamaba “España” y en el reino de Castilla. Y esos corónimos, a diferencia de lo que sucede ahora en España, no avergonzaban a nadie.

Por cierto, la frase de Walsingham no se encuentra en la Historia Anglicana, como se precisa en algunas obras nacionalistas y no nacionalistas que han dado por buena la patraña, ni en la Chronica Maiora, como he visto que ha escrito un autor (con las agravantes de que Walsingham no escribió la parte anterior al año 1377 de la Historia Anglicana y de que la Chronica Maiora no se ha conservado).Es lo que sucede con lo que se origina sin ningún rigor: se desarrolla sin rigor. Como ya se ha dicho, la frase se encuentra en el Ypodigma Neustriae vel Normannie (concretamente en la p. 121 de la edición londinense de 1572).

Y, desde luego, no es cierto que “la doctrina que los vascos defendieron en esas reuniones es la de la libertad de los mares” en el 1351; mucho menos que establecieran “el principio de la libertad de los mares”. Lo que consiguieron en esa fecha, además de una tregua de veinte años, es que “Eduardo III concediera a los marinos del Cantábrico el derecho de libre comercio y pesca en sus mares” (J.A. Solórzano, op. cit., p. 23), porque, además, no negociaron solos. El asunto principal en aquella época no era la libertad de los mares,sino la ampliación de la soberanía de los reyes a las aguas de sus costas y la creación de la jurisdicción marítima.

Estas falsificaciones son un buen ejemplo de la producción de “textos disfrazados de hechos” (Fernando Molina Aparicio, “«El conflicto vasco»: Relatos de historia, memoria y nación”, El peso de la identidad: Mitos y ritos de la historia vasca, Marcial Pons, Madrid, 2015 p. 183), característica de la literatura nacionalista de Historia, que ha permitido crear un pasado falso, que ha sido muy importante para la extensión creciente del nacionalismo (he hecho una tipología de las malas artes de la literatura nacionalista de Historia en la conclusión de El fraude de Amaiur, Verdades y falsedades sobre la conquista española de Navarra. Letras Inquietas, Cenicero, 2022, pp. 209-242). 

Puede parecer un misterio que el pueblo más antiguo de Europa tuviera que haber esperado hasta 1931 para tener su primera historia. Bernardino de Estella creyó poder resolverlo juntando las siguientes palabras: “Los vascos son como las mujeres honradas, no tienen historia” (op. cit., p. 70, n. 2). Doce años después, José Antonio de Aguirre y Lecube completó la respuesta: “Se ha dicho que nuestro pueblo, como las mujeres honradas, carece de historia. Yo más bien diría que el pueblo vasco, como los hombres honrados, no aparece en los papeles hasta tanto alguien intente algo malo contra él (op. cit., p. 14). Pero todo se entiende si se tiene en cuenta que el País Vasco de los siete territorios fue un descubrimiento del nacionalismo vasco muy a finales del siglo XIX. Por no tener, ese territorio no tenía nombre, como lo demuestra el hecho de que Sabino de Arana y Goiri tuviera que inventar malamente uno: Euzkadi (y sin nombre muy difícilmente se puede escribir una historia). Por eso resulta significativo que la primera historia del País Vasco fuera escrita por un nacionalista (como sucedió con las siguientes hasta la Transición), aunque en una obra tan disparatada, que niega la conquista romana, lo único que haya de historia sea el título.

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