Bram Stoker’s Dracula pertenece a ese nutrido grupo de películas fustigadas, vituperadas y reprobadas por una parte nada desdeñable de la cinefilia. Ya desde su lejano estreno, en 1992, Coppola dividió a la audiencia en dos bandos difícilmente reconciliables. Una vez más podemos aplicar el manido latinajo: tertium non datur. O la amas o la odias, aquí no caben medias tintas ni equidistancias. Analizar una película tan colosal, enjundiosa, imponente y sublime como Bram Stoker’s Dracula no es un sencillo menester, ni mucho menos. Ahora bien, más enmarañado y complejo resulta aún explicar por qué la adaptación cinematográfica que hizo el director estadounidense de la celebrada y excelsa novela-caudal de Stoker constituye una de las películas más sagaces, filosóficas, radicales e impactantes de la ya dilatada y rutilante Historia del cine. Vamos a tratar de argumentarlo porque, ya saben ustedes, si no fundamentamos nuestras aseveraciones y juicios, si no discurrimos y razonamos, si no exponemos profusa y convincentemente nuestras aseveraciones, mejor permanecemos calladitos y en silencio, que estamos más guapos.
Antes de lanzarnos al pugilato dialéctico, estimo conveniente llevar a cabo una sucinta aclaración: no vamos a analizar minuciosa y pormenorizadamente todas las escenas de la película, ya que empresa tan hercúlea sobrepasaría, con mucho, el objetivo originario de este texto, a saber: desembrollar las ideas filosóficas que ornamentan y recubren todo el filme; ideas de tan contundente y feroz magnitud que, incluso a día de hoy, continúan sobrecogiendo y estremeciendo por su «belleza sentimental trágica».
Hemos afirmado que Bram Stoker’s Dracula es una película aguda e inteligente. No son epítetos gratuitos ni fortuitos, ni un mero y vacío sintagma sincategoremático. Una película es inteligente si el director logra desbaratar las expectativas de la audiencia, si consigue filmar algo ubicado fuera del tiempo, si alcanza a desbordar el ámbito estrictamente cinematográfico y es capaz de condensar en su cinta la esencia prístina de la condición humana. Un filme es audaz si logra sobreponerse a la tradición que lo precede y erigirse en algo completamente extraordinario, inaudito y novedoso. Esta teoría se nutre de las sesudas cogitaciones del eximio crítico Harold Bloom, teorizador de la «angustia de la influencia». Sin profundizar en más detalles que convertirían estas líneas en algo excesivamente farragoso y prolijo, nos limitaremos a circunscribirnos a lo siguiente: señalaba Benedetto Croce que pensar es una actividad intelectual eminentemente dialéctica que exige un contrincante, es decir, pensar es pensar contra alguien o contra algo. Pues bien, para mí, el oficio de director, si éste es audaz e inteligente, encierra un evidente sesgo dialéctico, ya que ha de tener en cuenta las películas que le han precedido para así poder molturarlas y pulverizarlas, superarlas mediante una Aufheben, que diría Hegel en su Enciclopedia de las ciencias filosóficas, y sublimarlas hasta tal punto que se erijan, con inusitado vigor, en algo radical, inapelable y estrictamente novedoso. Lo más fácil para Coppola hubiese sido reembolsarse el nutritivo y sustancioso cheque y rodar algo intrascendente y banal, pero, como gran artista y director genial que es, logra imponer su impronta y su personalidad, tanto en el guion como en el montaje final, hasta el punto de que el espectador tiene la sensación de que Dracul es el alter ego perfecto del propio director: un hombre desdichado, casi un personaje de tragedia griega, obsesionado por la incansable búsqueda de la belleza y de lo sublime. Se difumina aquí la lábil y delgada línea que separa al artista de su obra. Dracul es el propio Francis Ford Coppola, el amante eterno de lo bello.
También hemos aseverado, de manera contundente y taxativa, que Bram Stoker’s Dracula se erige como una película filosófica por antonomasia. Este sintagma exige obligatoriamente una detallada explicación. Agrupamos las películas bajo el rótulo de «verdadera filosofía» cuando el cineasta es capaz, en un ejercicio de doxografía y filología admirable, de plasmar en su cinta una serie de ideas contenidas en la Historia de la Filosofía que concuerdan con la atmósfera que subyace en el interior del filme, en los profundos y misteriosos recovecos de la mente del director. En Bram Stoker’s Dracula gravitan y crepitan, de forma contundente y subliminal, tres ideas radicales (tercer adjetivo con que la hemos calificado y que aquí empleamos en sentido estrictamente etimológico, es decir, «de raíz»). ¿Cuáles son esas ideas que irrumpen de forma desaforada durante el metraje de este fascinante filme? En primer lugar, en ese memorable prólogo, sencilla y llanamente magistral, filmado de tal manera y con tal grado de pericia técnica y dominio del medio, que nos hace sumergirnos en un ambiente onírico, enturbiado y morboso, Coppola nos presenta a un valiente e indómito guerrero, Dracul que, a mandoblazo limpio y cual cruzado embravecido e implacable, va debelando a las huestes sarracenas. Su amada Elizabetha es vilmente engañada e informada de que su bienquisto Dracul ha sido vesánicamente asesinado en el ignominioso campo de batalla. Ésta, en un incontenible arrebato de cólera y tristeza, decide poner fin a su vida arrojándose al vacío desde lo alto de la vetusta y ciclópea muralla del castillo. Cuando Dracul regresa al que otrora fuera su cálido hogar se encuentra con el cuerpo ingrávido y exánime de su venerada Elizabetha. Así es como el Dios ubicuo, omnisciente y omnipotente de la trinidad católica le ha recompensado sus titánicos e ímprobos esfuerzos en la Cruzada contra el turco. Ya nada posee sentido, su vida ha concluido de forma prematura y, en un impetuoso acceso de indomeñable furia, destruye el altar del templo que alberga en su seno el cuerpo y la sangre de Cristo transubstanciados. Tiene lugar lo que Nietzsche, en su aclamado (y algo sobrevalorado, por qué no decirlo) Así habló Zarathustra denominó «muerte de Dios». Dracul ha sido condenado a vagar errabundo por todo el orbe, se acaba de convertir en un sediento y noctívago ser de las tinieblas, surgido del mismísimo averno. La cúpula de Santa Sofía ha sido arrasada por las filas del otomano Mehmed II en 1453, la «pars orientalis» del antaño glorioso y legendario Imperio romano ha caído irremediablemente en manos del infiel que ahora comienza su lóbrego y cruento mandato. La alegoría y el simbolismo quedan meridianamente claros.
Otra poderosa y subyugante idea filosófica que envuelve todo el filme de Coppola es la idea del amor platónico, amor no entendido en un sentido banal y vulgar como el que acostumbran a otorgarle algunos muy mal informados, sino el amor tal y como lo teorizó el mismísimo Platón en su imprescindible diálogo El Banquete: el Amor como Nostalgia de lo Absoluto. Vlad Dracul es el irrestricto e incorregible amante platónico, un alma condenada a errar por el orbe en una insaciable búsqueda de su amante ideal y prototípica, y que cuando cree haberla hallado, ésta se difumina y se desvanece como lágrimas en la lluvia. De ahí lo atinada que resulta esa celebérrima y dolorosamente romántica escena que transcurre en los intersticios del cinematógrafo, otra alegoría fabulosa sobre el poder vampírico y consumidor del cine, al estilo de Iván Zulueta y su Arrebato o Michael Powell y su El fotógrafo del pánico.
La inventiva visual de Coppola alcanza cotas de grandeza asombrosamente magistrales y su sabiduría fílmica nos zambulle, una vez más, en un mundo quimérico y onírico, casi una entelequia alquímica: Gary Oldman, más allá del elogio, arrastra sensualmente a Mina Murray, una bellísima y sicalíptica Winona Ryder, hasta una especie de desvencijada butaca y, cual poeta maldito, le espeta lo siguiente: «he cruzado océanos de tiempo para encontrarte». ¡Recórcholis, qué beldad más inefable! Poco más puedo añadir sobre ella: instarles, muy encarecidamente, a que la vean una y otra vez, de manera ininterrumpida, hasta que se produzca en ustedes una auténtica catarsis, esa celestial elevación y purificación del alma que teorizó Aristóteles en sus meditaciones poéticas.
Dicha escena, por cierto, abriga en su seno, crepitando y refulgiendo desenfrenadamente, la tercera de las ideas filosóficas capitales que subyacen en el texto de este apasionante filme: el sentimiento trágico de la vida unamuniano. A buen seguro conocerá el amable y avezado lector los avatares y vicisitudes vitales de nuestro célebre e impagable rector salmantino. Unamuno era un hombre de paradojas, un hombre imposible de encasillar bajo ninguna etiqueta, un primoroso filósofo y un escritor portentoso constantemente atenazado por el sentimiento trágico de la vida. Dracul sufre el mismo trastorno, un vampiro sediento y voraz que se enamora hasta el tuétano de una potencial víctima que parece casi una reencarnación de su bienamada Elizabetha. El pugilato entre razón y fe está servido nuevamente. Aún podemos llegar más lejos, Coppola también sufre alevosamente esta cruel enfermedad del alma. Su sentimiento trágico de la vida es el propio del artista genial, un hombre proteico y ambivalente capaz de filmar algo tan dolorosamente romántico como Corazonada, La ley de la calle o Bram Stoker’s Dracula y, concomitantemente, conducirnos al corazón de las tinieblas y de la depravación humana en Apocalypse Now, la mejor película bélica que se ha rodado y se rodará jamás. No digo que esta cinta no pueda ser criticada negativamente, Dios o quien sea me libre de tamaña y totalitaria majadería. Sí animo, y muy rotundamente, a que los objetores de esta obra, que son legión, abandonen de una vez por todas sus tan manidos pseudoargumentos. A saber, “Coppola no está satisfecho con su obra”, “Keanu Reeves está de pena”, “es una película teatral”, y una larga e interminable retahíla de argumentos poco ingeniosos y bastante mal ensamblados. Bienquistos todos: para criticar esta película hay que examinar de lleno su narrativa, su simbolismo y su trascendencia capital, no basta con detenerse en zarandajas y fruslerías como las anteriormente susodichas. Otro argumento que se esgrime contra este filme soberbio en numerosas ocasiones es que oblitera la esencia prístina de la novela de Stoker. Vamos a ver, mediante el principio de caridad teorizado por Davidson y Quine, os concedo que sea así, que Coppola traiciona la novela original (no lo creo en absoluto, sino que, más bien, realiza la adaptación más fiel, superando incluso a la propia novela, pero ya digo, por caridad en la argumentación, concedamos que es así). Eso no es más que un fanático argumento talmudista de autoridad que nos conduce a un callejón sin salida. La Historia del cine está colmada de adaptaciones que no son fieles al material literario, sin que ello sea óbice, ni mucho menos, para que muchas de ellas estén consideradas como obras maestras absolutas. Véase El Resplandor, de Stanley Kubrick, que traiciona por completo la novela de King y que muchos expertos consideran como la película del género de terror definitiva.
Concluiremos con lo siguiente: la ténica experimental-manual usada por Coppola, en una época, conviene no olvidarlo, en la que los efectos digitales de Terminator 2 causaban verdadero furor entre los mandamases de Hollywood, una pléyade de actores en estado de gracia, una partitura de Kilar sublime, poética y trágica, una profundidad filosófica inaudita y una influencia posterior apabullante (desde Entrevista con el vampiro, de Jordan, pasando por Wolf, de Nichols, hasta Harry Potter y el prisionero de Azkabán y Sherlock Holmes, de Guy Ritchie), convierten esta película en una de las más significativas y trascendentales de toda la Historia del cine. Junto a The Thin Red Line, de Malick, Fight Club, de Fincher y Goodfellas, de Scorsese, Bram Stoker’s Dracula es una de las películas seminales de la gloriosa y fecunda década de los noventa. Larga vida, pues, a los amantes eternos, a aquellos que persiguen infatigablemente la belleza y la verdad absolutas, emprendiendo, sin temor alguno, la heroica y titánica epopeya de cruzar enfurecidos y encrespados océanos de tiempo. Todos padecemos y padeceremos ese sentimiento trágico de la vida.
Antes de que te vayas…