¿Te has preguntado alguna vez de dónde proceden las normas protocolarias a la hora de sentarnos a comer en la mesa? ¿Se comportaban igual en la Edad Media o el Renacimiento? En este post exploramos las costumbres y los buenos modales de épocas precedentes.
En la Edad Media los banquetes eran un evento social de gran importancia para las altas clases. Los invitados no sólo se dedicaban a comer, sino que organizaban auténticos festines, incluso, con música y teatro. Así, la importancia de estos eventos hace que nos preguntemos cuáles eran sus costumbres a la hora de comer y cuánto se parecen a las que tenemos hoy en día.
Los comensales no se sentaban a comer en mesas como las que conocemos actualmente. “Poner la mesa” hacía referencia a montar la misma, colocando tablas sobre caballetes que luego se cubrían con un mantel. A su vez, existía la costumbre de usar éste para limpiarse los dedos. En los banquetes de más alta categoría, encima del lujoso mantel se colocaba uno más estrecho con el que los invitados se limpiaban. Incluso encontramos referencias de aquello llamado como la «servilleta comunal», una especie de servilleta común que colgaba del borde de la mesa y en la que todos se podían limpiar las manos. Es cierto que existían excepciones. Por ejemplo, en la corte de los reyes de Aragón, se utilizaban las servilletas de boca en el siglo XIV y se decía que en Milán, el duque Ludovico Sforza utilizaba conejos atados en los asientos para que éstos se pudieran limpiar las manos en el lomo del animal.
En las comidas de alta alcurnia los comensales se distribuían según su categoría social. El anfitrión se colocaba en una mesa exclusiva, cubierta por un dosel, iluminada especialmente y a una altura mayor que el resto. El resto de invitados se situaban en las mesas situadas a ambos lados de la del anfitrión y cuanto mayor estatus tenían, más cerca de éste se encontraban. A su vez, era costumbre sentarse únicamente a un lado del tablero, en bancos cubiertos con cojines o tapetes, sirviendo de frente la comida.
En el medievo era costumbre compartir utensilios tales como platos, vasos, cuchillos y cucharas, aunque estos cubiertos no se utilizaban a la manera actual. Por ejemplo, el cuchillo era un utensilio válido para pinchar la comida, pero luego ésta se depositaba sobre, por ejemplo, una rebanada de pan. A este respecto es curioso mencionar que el pan se solía compartir entre dos personas, y de ahí proviene la palabra “compañero”, es decir, “aquellos que comparten el mismo pan”. El pan que sobraba se repartía entre los pobres o los perros. El tenedor aún no se utilizaba, pero era habitual que un trinchador cortase la carne en pequeños trozos para repartirla entre el pan de los presentes.
A pesar de lo que pudiéramos pensar acerca de la Edad Media en cuanto a costumbres de conducta, no eran tan “incivilizados” como nos muestran a veces en el mundo cinematográfico. Existían normas y manuales de conductas que las personas de más alta alcurnia debían seguir si querían corresponder a su estatus. Así, Alfonso X el Sabio se suma a la lista de consejeros y escribe en el código legal de las Partidas sobre cómo acostumbrar a los hijos de reyes y nobles para ser apuestos y limpios:
“Y no les deben consentir que tomen el bocado con todos los cinco dedos de la mano, y que no coman feamente con toda la boca, mas con una parte. Y limpiar las manos deben a las toallas y no a otra cosa como los vestidos, así como hacen algunas gentes que no saben de limpiedad ni de apostura”.
Otros como Francesc Eiximenis en su enciclopedia Lo Crestià, en el siglo XIV, dicen lo siguiente:
“Si has escupido o te has sonado la nariz, nunca te limpies las manos en el mantel […] siempre que tengas que escupir durante la comida, hazlo detrás de ti y en ningún caso, por encima de la mesa o de nadie”.
A su vez, no escupir en la copa estaba relacionado con el hecho de que, dada la escasez de recipientes, se compartían las mismas. También se recomendaba no rascarse en la mesa y coger la sal con la punta del cuchillo para no ensuciar el salero. Además, y a pesar de que se volverá a hacer referencia a esto en el Renacimiento (por lo que quizá no era un hábito fácil de conseguir), era recomendable comer templadamente, pues los comensales debían “distinguirse de las bestias”. Aunque se comía con las manos, para refinar este comportamiento sugerían, como ya apuntaba Alfonso X, usar sólo tres dedos, que eran el pulgar, el índice y el corazón.
Por último, se realizaba el conocido como “salva” en las mesas de reyes y magnates, esto es, alguien cataba los alimentos para evitar la muerte por un veneno en la bebida o la carne.
A finales Edad Media y con la llegada del humanismo renacentista una nueva concepción en lo que al ritual alimenticio se refiere emerge en la sociedad. La costumbre de compartir la comida y los utensilios se pierde poco a poco, pues hay ahora un nuevo sentimiento de individualidad y buen gusto. De esta forma, la importancia de la urbanidad se hace patente. Para diferenciar el estatus social entre un rey y un noble, un gran aristócrata y uno menor, o directamente la aristocracia y el servicio, la comida era una buena herramienta y las costumbres acrecientan su elitismo. El abismo entre las clases altas y el pueblo llano se hace patente en el tipo de alimentos que cada una de estas clases ingería. Mientras que en la Edad Media podía darse el caso de que los aristócratas compartieran la mesa con sus servidores, ya en el Renacimiento se pierde esta práctica. Sirvientes y señores se alimentan de cosas diferentes. Los mismos campesinos no seguían los tratados de urbanidad que seguían los nobles para saber comportarse en la mesa.
En 1528, Baltasar Castiglione publica El cortesano. Algo más tarde, Erasmo de Rotterdam plasma las buenas costumbres en su tratado De la urbanidad en las maneras de los niños (De civilitate morum puerilium) (1530), donde vuelve a hablar de la mesura necesaria a la hora de comer, así como de la importancia de conocer el correcto uso de los cubiertos: “En guisos caldosos sumergir los dedos es de pueblerinos”. Entre otras más cosas, Erasmo hablaba de no apoyar los codos en la mesa, sentarse erguido o colocar el pan a la izquierda y cortarlo con el cuchillo, que se situaba a la derecha. En caso de vomitar, “retírate a otro sitio” y “si es dado ventosearse, hágalo así a solas; pero si no, de acuerdo con el viejísimo proverbio, disimule el ruido con una tos”.
Y no sólo era importante saber cómo actuar en la mesa, sino que también lo era saber cómo conversar, puesto que ser una buena compañía era importante, y no se debía por ello “ni entristecer ni estar tristes”.
Al final, ser civilizado les distinguía de “las bestias” y, aunque algunos afirmaban que efectivamente nadie podía elegir su linaje o la clase a la que pertenecía, sí podían ser dueños de sus modales.
Dado el progreso en temas de higiene durante el Renacimiento, poco a poco se iba rechazando el uso de las manos para comer y se añaden utensilios individuales. Las servilletas (del flamenco servete y del latín servare, es decir, guardar o cuidar), por ejemplo, se colocaban encima del hombro izquierdo y no sólo aportaban una mayor higiene, sino que además protegían los manteles y las vestiduras de los comensales, antes usados para limpiarse. Por su parte, la introducción del tenedor en las costumbres occidentales no fue tan sencilla. Llegó a Europa gracias a dos princesas de Constantinopla: la princesa Teodora Ducas, que fue a Venecia en 1071 para casarse con el dux de Venecia Domenico Selvo, y la princesa Teofania Sklerania, esposa del emperador del Sacro Imperio Romano Germano, Otón II. El tenedor, que por aquel entonces se formaba de dos dientes y un mango puntiagudo, despertó la inquietud de los italianos e, incluso, el representante del Vaticano lo etiquetó como “instrumento diabólico”. Aun con ello, el uso del tenedor se fue extendiendo por otros países. Llegó a Francia y a España donde, en el siglo XVI, lo vieron también como un utensilio extravagante.
Fue Enrique III quien lo introdujo en Francia y como se decía que era homosexual debido, entre otras cosas, al refinamiento de su corte, el tenedor adquirió la etiqueta de ser un instrumento amanerado. Y no fue sólo Enrique III el que recibió burlas por el uso de este útil instrumento: “Mis amigos se burlan y me llaman Furcifer” decía el novelista inglés Thomas Cortay en 1611 por utilizar el tenedor para comer. No fue hasta el siglo XVIII que no se adaptó el tenedor como instrumento aceptado.
En Italia se llamaba forchette. Así, en la península se le conoció como forqueta. Era habitual pinchar con la punta del mango frutas, dulces o jengibre y utilizar los dos dientes para sujetar la carne que se iba a cortar.
“Hase visto asimismo otra mala costumbre de algunos, que suenan las narices con mucha fuerza y páranse delante de todos a mirar en el pañizuelo lo que se han sonado, como si aquello que por allí han purgado fuesen perlas o diamantes que le cayesen del cerebro. […] No hacer acto alguno por el cual muestre a otro que le haya contentado mucho la vianda o el vino, que son costumbres de taberneros o de parleros bebedores.”
El Galateo español, Lucas Gracián, secretario de Felipe II. Traducción de Il Galateo.
Los buenos modales en la mesa eran indisociables del estatus social. Ya en el XIX, la burguesía aspiraba a cumplir con las reglas protocoriales en aras de conseguir una mejor posición social y, por ello, los manuales de buenos modales proliferaron no sólo para los adultos sino también para los niños, siempre buscando la distinción y el alejamiento de lo que ellos considerarían «el vulgo».
Referencias
- Revista Historia. National Geographic, no. 74.
- El comidista. Ana Vega ‘Biscayenne’, 2017.
- anacronicos.forosactivos.net/t234-modales-en-el-s-xix
- retratosdelahistoria.blogspot.com/2011/05/la-leyenda-rosa-de-enrique-iii-de.html
- nationalgeographic.com.es/historia/grandes-reportajes/banquetes-y-comilonas-en-la-edad-media_8852/3