La decrépita y desmejorada faz retratada del ya anciano hombre llega, como pocas, a ser una magistral interpretación de la pasada vida monárquica. Junto a su asiento hay una silueta negra y larga, inclinada: la que antes habría sido una espada a sus pies hoy es un bastón.
Está vestido de negras ropas nobles y ciudadanas que reemplazan la antigua sólida armadura teñida de negros tonos. En sus ojos casi pueden verse el cansancio, el agotamiento de tantas cabalgatas y las heridas de innumerables batallas: una vida repleta de cicatrices, traiciones, sangre, frustraciones, alianzas a medio venir, viejos amigos y contemporáneos adversarios. Pero si con observar las facciones de su rostro no bastara, de su cuello cuelga un dorado orbe crucífero que se hace visible para inmortalizar el sacrosanto carácter de este hombre; un hombre que gobernó España y sus dominios por 40 años, y a los alemanes por dos años menos.
La obra de Tiziano titulada Carlos V sentado de 1548 es la última donde el veneciano pinta sobre lienzo al César. La descripción que hago en el párrafo anterior corresponde a esta. Por supuesto hay otras obras (siendo la más famosa Carlos V a caballo en Mühlberg, del mismo año), sin embargo el último lienzo representa mejor a este emperador a mi juicio, pues al ver la representación de la vejez la memoria se lanza desesperadamente a reconstruir imágenes pasadas y, con ellas, se monta en la mente la película completa de uno de los hombres más poderosos de su tiempo. El propio Fernand Braudel afirmó que Carlos fue el gobernante de aquello que resultó de la entramada política matrimonial de sus ancestros (Braudel, 1999: 39). Si le agregamos a esta receta una sazón de azares, causas imprevisibles y esfuerzos más o menos conscientes de aliados no muy animosos, nos queda lo que se da en llamar Universitas Christiana11, o los dominios de la Cristiandad. Compuesto por múltiples territorios, este imperio coincidió con una época moderna en la que el ideario imperial comenzaba a codearse con la descentralización del poder del Estado.
Heredero de la tradición hispánica post Reconquista que unió a gran parte de la península ibérica bajo una Cristiandad, se instituyó Carlos de Borgoña, quien por vía materna era nieto de los Reyes Católicos (era hijo de Juana I de Castilla, “la Loca”), y por vía paterna nieto del emperador Maximiliano I de Habsburgo (era hijo de Felipe I de Castilla, “el Hermoso”, duque de Borgoña, muerto tempranamente en 1506). La significación de Carlos es enorme para su época y para los tiempos que le siguieron, pues en su mente y educación confluyen los ingredientes del príncipe cristiano del que hablan los autores modernos españoles en su mayoría, en los espejos de príncipes de la Edad Media. (Fernández, 1966: 66 – 70) De sus abuelos maternos hereda España, Nápoles, Sicilia, Cerdeña y las Indias occidentales (coronado como Carlos I de España), mientras que de su abuelo paterno hereda Borgoña, Austria y los territorios del Sacro Imperio Romano Germánico (esta vez como Carlos V del Sacro Imperio). Por primera vez en la Edad Moderna un hombre concentra en su gobernación tantos territorios y tantas gentes al mismo tiempo. Con justa razón se lo puede señalar como un hombre cosmopolita y con intereses de levantar un imperio mundial. (Fernández, op. cit.: 26 – 27) De hecho, su educación caballeresca y su piedad cristiana iban como anillo al dedo al proyecto imperial que se le avecinaba, ya que aunadas a su mentalidad renacentista y visión cosmopolita, constituían cuatro características que le permitirían gobernar adecuadamente a los cuatro pueblos bajo su dominio (respectivamente, borgoñones, españoles, italianos y alemanes).
En su juventud Carlos V luchó con todas sus fuerzas por mantener bien administrada la ya señalada Universitas Christiana, lo cual lo llevó a plantearse objetivos al corto y mediano plazo en tres grandes asuntos: la erradicación de la herejía protestante que surgió desde 1517 en Alemania, primero por medio de concilios y dietas (como la de Worms) y luego mediante la persecución y la guerra cruenta, con derrotas y victorias amargas (Fernández, op. cit.: 119); el establecimiento de sus dominios americanos conseguidos por sus abuelos católicos y la protección del constante flujo de metales preciosos que abastecieran sus planes; y la guerra contra el enemigo turco que acechaba desde Oriente. Contra los protestantes, en definitiva, no logrará los resultados que esperaba y terminará cediéndoles la libertad religiosa en la Paz de Augsburgo, que puso fin a la guerra contra la luterana Liga de Schmalkalden (españolizada como Esmalcalda). Esta situación trajo mayor inestabilidad al Sacro Imperio y fortaleció el poder de los príncipes y duques que competían ostentosamente contra el poder del emperador. En cuanto al dinero americano, sus arcas no pararon de crecer; sin embargo, le heredaría a su hijo Felipe graves crisis financieras, hasta el punto de declararse en bancarrota en algunas ocasiones (una de ellas en medio de la guerra contra Francia de 1595 – 1598). En el plano turco, realmente no se enfrentó a ellos salvo para combatir focos de piratería (como su fallida intervención en Argel) y resguardar sus posesiones itálicas en el Mediterráneo.
Lo cierto es que Carlos de Borgoña, a causa de la gran amplitud de sus posesiones por toda Europa y las Indias occidentales, se dedicó en buena parte de su dirección a atender problemas inmediatos, con pocas soluciones a largo plazo. El César, ya viejo, enfermó y se agotó por los viajes en los cuales iba itinerante con su corte, prestándole la adecuada atención a los asuntos administrativos. Por otro lado, las guerras que lo enfrentaron contra los príncipes protestantes de Alemania y contra los franceses de su siempre adversario Francisco I no le hicieron mucho bien a su estado físico. Previa abdicación del rey español, este le entregó el trono hispano a su hijo Felipe y la corona imperial a su hermano Fernando. De hecho, la sucesión de la corona del Sacro Imperio y del trono de España es una de las cosas de las que se preocupa hacia el final de su vida, entendiendo que no ha podido gobernar como él había querido producto de las diversas circunstancias a las que se enfrentó durante su administración. Este imperio, resultado de tantas eventualidades, mermó la capacidad física de un solo hombre que se puso a la cabeza de esta empresa grandilocuente. Su muerte cerca del monasterio de San Jerónimo de Yuste refleja su deseo de por fin descansar, lejos de la vida política. Esta última etapa la retrata muy bien Tiziano.
Existe en el imaginario colectivo la impronta de que nuevamente un imperator aunaba las fuerzas de la Cristiandad y luchaba a muerte por ella. En el pasado lo hizo el Carolingio y sus ancestros, luchando contra sajones y musulmanes para establecer el reino franco, pero, ¿por qué toma tanta importancia la figura de un líder cristiano a comienzos de la Edad Moderna? Puede ciertamente deberse a la persistencia en el tiempo de ideales caballerescos del mundo bajomedieval, una matriz mental católica que como pegamento unió a toda Europa desde que cayó Roma. Sin embargo, ¿realmente hacía falta un líder cristiano? ¿Eran tantos y tan mortales los peligros que aguardaban fuera? ¿Cómo podía un solo ideal imperial unir a tantísimas gentes venidas de tantos lugares diferentes? Quizás este idearium era impracticable por lo aparatoso del mismo; no obstante su sola mención en efecto logró mantener unido, siquiera como entidad puramente nominal, como pegamento en medio de la Modernidad al Nuevo Mundo bajo la religión, la lengua y la administración. Si existe Hispanidad en algún sentido, se debe a que un proyecto hispánico se extendió más allá de los límites naturales de un país, y que algunos gobernantes lograron mantenerla viva por la razón o por la fuerza –o ambos–.
#RetoEmperador
Referencias bibliográficas:
- Braudel, Fernand (1999). Carlos V y Felipe II. Madrid: Alianza Editorial.
- Fernández Álvarez, Manuel (1966). Política mundial de Carlos V y Felipe II. Madrid: Escuela de Historia Moderna.