“Un despreciable bárbaro, cuyo
nombre era Belay, se alzó en
las tierras de Galicia y,
habiendo reprochado a sus
compatriotas su ignominiosa
dependencia y su huida
cobarde, comenzó a excitar en
ellos los deseos de vengar las pasadas humillaciones, y
expulsar a los musulmanes de las tierras de sus padres”
Miles de nativos vieron con agrado la llegada de los musulmanes a la península. Una larga tradición de hambrunas, epidemias, guerras e impuestos opresivos no había contribuido a que la vieja clase hispanorromana de la península, mayoritaria, acabase cogiendo afecto a la clase gobernante. Por si fuera poco, el islam de aquellos primeros años todavía no había asumido los rígidos preceptos que, un siglo después, los estudiosos del Corán impondrían en todo el mundo musulmán.
La tolerancia y la mejora económica que prometían los mahometanos atrajeron a gran parte de la población, incluyendo a fuertes grupos de la sociedad. Los judíos, tan perseguidos por los visigodos, encontraron en el musulmán un pueblo mucho más tolerante y proclive a sus intereses. Por otra parte, los grandes terratenientes hispanos y algunos nobles comprobaron que era mucho más productivo cambiar de fe y pactar con el musulmán para mantener sus privilegios que arriesgarse a perderlos por combatir en el bando perdedor. Puede que el mayor ejemplo fuera el de Teodomiro (Tudmir), que pasó de combatir a los islamitas a formar parte de su Imperio a cambio de mantener sus prerrogativas y privilegios.
El cambio de religión, en contra de lo que pueda llegarse a pensar, tampoco fue demasiado traumático para la población. Ya se ha dicho que en aquellos años el islam todavía no se había convertido en lo que hoy en día conocemos, sino que se predicaba como una nueva religión de las gentes del libro (judíos y cristianos) con una singular diferencia: Jesús, para ellos, tan solo era un enviado de Dios, no Dios mismo. Tamaña herejía para los católicos era, sin embargo, plenamente aceptada por la Iglesia Arriana que, recordemos, a pesar de que el catolicismo oficiosamente se había impuesto en la Península, seguía manteniendo parte de su influencia. Por esta, y muchas otras razones, pasar de rezar mirando a Roma a rezar en dirección a La Meca se acogió de buen grado entre la población.
A pesar de todo, muchos no comulgaron con el inédito orden que los nuevos amos estaban imponiendo en la península y fueron retirándose hacía los agrestes territorios del norte, donde, tras lamerse las heridas, quedaron dispuestos a resistir todavía y siempre al invasor. Uno de estos fue Belay, también conocido como Don Pelayo.
Don Pelayo, familiar del rey Rodrigo, era también el jefe de su guardia personal. Tras la muerte de éste, Pelayo corre a refugiarse en los feudos de su familia, por el norte peninsular. Allí los musulmanes no tenían una fuerte presencia al ser rechazados mayoritariamente por unas gentes poco romanizadas y bastante acostumbrados a lidiar contra todo tipo de potencias invasoras fueran estas romanos, suevos, godos o, en este caso, musulmanes. Resulta paradójico que Pelayo, la imagen del viejo enemigo godo, se convirtiese en el líder de esos montañeses contrarios a cualquier signo de autoridad ajeno. Bien es cierto que la política hace extraños compañeros de cama. La revuelta estaba servida.
¿Covadonga preguntáis? Sí, ocurrió algo, pero nada que ver con la batalla que narran las leyendas o aquella tan glorificada que ciertas ideologías han tratado de ensalzar. Un destacamento musulmán fue sepultado en las laderas de la montaña por parte de un grupo de cristianos liderados por Pelayo que, aunque inferiores en número y armamento, eran perfectamente conocedores de un terreno que los moros nunca habían pisado. Sea como fuere, la victoria para don Pelayo y los suyos fue total y las crónicas cristianas se encargarían de engrandecerla durante siglos.
Para los árabes la escaramuza fue insignificante ante el poco rédito económico que preveían de una empresa harto difícil y con poco oro que ganar, a lo que se sumaron algunos problemas internos, por lo que decidieron contentarse y dejar en paz a los belicosos montañeses. Para los cristianos, no obstante, fue la primera gran victoria moral, la primera chispa de un incendio que acabaría en Granada casi 800 años más tarde.
Empieza pues un periodo dominado por guerras crueles, pero también por largos tiempos de paz que favorecieron el entendimiento mutuo. Tensos equilibrios de poder y momentos únicos de respeto entre dominadores y dominados. Auge cultural e intransigencia religiosa bajo la sombra de la cruz y la media luna. El periodo entre Covadonga y Granada no solo nos dejó muerte, guerra y hambre, sino también convivencia, cultura y mestizaje entre dos mundos unidos por la misma idea de amor a la tierra que los acogió. Una convivencia y confrontación que nos definieron como pueblo y que nos llevaría, a partir de 1492, a convertirnos en una de las potencias más importantes y luminosas de aquel tiempo. Había comenzado la Reconquista.