Ya ha transcurrido media centuria desde que el célebre cineasta neoyorquino Martin Scorsese iniciara su prolífica andadura cinematográfica con una película deslumbrante, Malas calles, en la que el insigne director se sumergía en los profundos y sórdidos entresijos de la mafia italoamericana afincada en la capital del Imperio estadounidense. Esta cinta significó el bautismo, por todo lo alto, de una de las parejas más icónicas y longevas del cine mundial: la dupla artística compuesta por Robert De Niro y Martin Scorsese. ¡Cómo olvidar la alocada, desprejuiciada y frenética encarnación de De Niro en Mean Streets!, que daba vida al imprudente aspirante a gángster Johnny Boy, papel que le permitió a De Niro, un año después, formar parte de la pléyade de actores que componían el nutrido y resplandeciente elenco de El Padrino: Parte II (1974), continuación de las aventuras y desventuras de la familia Corleone, historia basada en la novela de Mario Puzo e inmortalizada magistralmente por Francis Ford Coppola en su imponente y shakespeariana adaptación cinematográfica, una de las catedrales del séptimo arte.
Tras el lento e inexorable paso del tiempo, lejos quedan ya los años setenta, uno de los periodos más feraces, gloriosos, magistrales y sublimes de la Historia del Cine, etapa bellamente retratada por Peter Biskind en su imprescindible libro Moteros tranquilos, toros salvajes, publicado por la Editorial Anagrama. ¿Quiénes son realmente estos “moteros tranquilos” (tributo a la película icónica de Dennis Hopper) y “toros salvajes” (en homenaje a la no menos célebre cinta de Scorsese, Toro Salvaje)? Pues nada más y nada menos que los integrantes de la generación más nutrida, eximia y excelsa de cineastas que ha dado la industria hollywoodense: Coppola, De Palma, Scorsese, Milius, Lucas, Friedkin, Bogdanovich, Spielberg… la generación del sexo, las drogas y el rock and roll (un Spielberg, más gazmoño, más mojigato, es la excepción que confirma la regla, si es que tiene sentido el popular adagio).
Martin Scorsese, que ya acumula en su zurrón seis décadas dirigiendo películas, la mayoría hercúleas y titánicas, estrena un nuevo film, Los asesinos de la luna, cinta en la que reúne por vez primera a sus dos actores fetiche, a sus dos alter ego, Bob De Niro y Leo DiCaprio, intérpretes que han dado vida prácticamente a toda su vasta filmografía. Después de Bringing out the Dead (1999), donde Marty trabajaba por primera y única vez con uno de los actores más versátiles del planeta, Nic Cage, que interpretaba a Frank Pierce, ese trabajador sanitario depresivo, estresado, obsesionado con salvar una vida humana como única posibilidad de expiación y redención, el director de Goodfellas (1990) descubriría a Leonardo DiCaprio en Gangs of New York (2002), donde narraba de forma excelente los orígenes de la capital neoyorkina, carcomida desde sus entrañas por las escaramuzas y reyertas callejeras entre las bandas de nativos y las pandillas de inmigrantes. El bautismo de toda gran ciudad es un bautismo de sangre. Los cimientos de la Urbe están ahítos de violencia, destrucción y muerte.
Walter Benjamin, el marxista mesiánico, -como es conocido en la jerga filosófica- abogaba por una manera de hacer Historia diametralmente opuesta a la positivista tradicional, representada, entre otros, por Fustel de Coulanges o Leopold von Ranke. Benjamin apostaba por una historia combativa, alejado de cualquier pretensión de objetividad y asepsia ideológica, que coadyuvase a forjar el triunfo de los oprimidos, de los perdedores, de los fracasados. Benjamin aspiraba a quebrar el relato de los vencedores y devolver la felicidad originaria a los vencidos de todos los tiempos. Pues bien, si se me permite el símil, el espíritu benjaminiano, cual alma platónica en busca de reencarnación, se ha adueñado de Martin Scorsese a la hora de filmar su última obra maestra: Killers of The Flower Moon. Una cinta que aboga, precisamente, por rescatar del olvido, por desenterrar, el sórdido, lóbrego y oscuro manto moral sobre el que se cimentó la incipiente nación estadounidense, cuyo bautismo y primeros pasos quedaron manchados de sangre. En primer lugar, me gustaría señalar que Los asesinos de la luna no es en modo alguno una película fácil, sencilla, simple, sino todo lo contrario, es algo similar al célebre monolito de 2001: una odisea del espacio: un enigma prácticamente irresoluble, una cinta plagada de mensajes subliminales y de interrogantes sin respuesta. Su metraje, -tres horas y media-, la convierten en una apuesta ya de por sí arriesgadísima, casi suicida, en un mundo donde una pulsión por el consumo inmediato de los contenidos está poniendo en serio peligro la continuidad del arte. Esta perversa práctica supone un grave atentado, pues el cine no es una mercancía, el cine es arte. Aunemos energías y sumemos esfuerzos para evitar que el capitalismo carroñero, descarnado y feroz hunda sus insaciables mandíbulas en el séptimo arte.
Las películas no se consumen, las películas se sienten, se interiorizan, se gozan; nos enfadan, nos alegran, nos perturban, nos emocionan, en definitiva, se viven. Félix de Azúa en su gran libro Diccionario de las artes, esbozaba la controvertida tesis del acabamiento del arte. Para mí, esta película de Scorsese viene a desmentir dicha tesis. Con Marty, que ama al cine por encima de todas las cosas, el arte cinematográfico está más vivo que nunca. Como recordaba el gran Luis Martínez en su crítica, Scorsese le da al cine un nuevo pulso, una nueva tensión, le insufla una nueva alma. Killers of The Flower Moon no es, de ninguna manera, una película crepuscular, que actué a modo de epítome de toda una vida dedicada al noble oficio de realizar películas. No, Los asesinos de la luna, es un paso más allá en la carrera del cineasta, una “vuelta del revés”, que diría Karl Marx, de todos los temas que han cristalizado la filmografía de Scorsese: ambición desmedida; violencia descarnada; maldad, depravación; religión, culpa y redención.
Los asesinos de la luna nos relata una historia mefistofélica: el genocidio que los conquistadores blancos infligieron a los nativos Osage, que tuvieron la dicha, -más bien el infortunio-, de que su patria, en el sentido territorial, de suelo, fuera rica en yacimientos petrolíferos, ubérrima en oro negro. Con su insuperable genio, ya lo anticipó el conspicuo y mordaz Quevedo, “poderoso caballero es don dinero”. La condición humana, parafraseando el título del famoso ensayo de Arendt, está ávida de riquezas. El hombre anhela fervientemente alcanzar pingües y suculentos beneficios de cuantas aventuras emprenda en su, por decirlo con Ortega, “aventura vital”. Alejandro G. Calvo, maestro cinéfilo donde los haya, reflejaba en su crítica para la revista Sensacine, que resulta muy difícil encontrar precedentes de esta película de Scorsese. No puedo estar más de acuerdo. Viendo la película uno tiene la desconcertante sensación de hallarse ante una “rara avis” en la filmografía del bueno de Marty. El tono, alejado de las florituras visuales a que nos tiene acostumbrados, (¿recuerdan ustedes ese magistral plano secuencia de Goodfellas?), es sombrío, plúmbeo, tenebroso. Recuerda mucho al Paul Thomas Anderson de Pozos de Ambición, al Ari Aster de Midsommar.
La película comienza con la arribada de Ernest Burkhart (Leonardo DiCaprio), al territorio Osage, regentado por una suerte de Dios tribal, King Hale (Robert De Niro) que bien pudiera haber salido del libro Caníbales y reyes, de Marvin Harris, una suerte de figura patriarcal, de mente siniestra y alma roída por la carcoma. Resulta extremadamente complicado empatizar con ninguno de los protagonistas de la cinta, ahíta de seres depravados, abyectos, malvados, reprobables, salidos del érebo. Estos hombres blancos simbolizan, creo, perfectamente, el ortograma del imperialismo depredador (denominación de Gustavo Bueno en España frente a Europa), cuyo único fin es esquilmar a los nativos, desangrarlos literalmente, exprimiendo sus fortunas hasta dejarlos exangües. Para ello urden un plan macabro: desposar a las nativas, planificar fríamente el asesinato y exterminio de su linaje para así adueñarse de sus jugosas herencias. Viene al caso la descripción de Hobbes en su Leviatán: homo homini lupus, “el hombre es un lobo para el hombre”. La única luz entre las tinieblas, el único destello de bondad en una película donde Mefistófeles impone por doquier su siniestro mandato, lo representa Mollie, magistralmente interpretada por una actriz superdotada, Lily Gladstone, que con una simple mirada, con un sencillo gesto, nos sugiere infinidad de sentimientos que nos hace estremecernos en nuestras butacas. Una mirada diáfana, pura, redentora, bondadosa, en la estela de los ojos de Elizabeth Taylor, de Audrey Hepburn, de Ava Gardner, que siempre escondían bajo los mismos algo misterioso, enigmático, fascinante.
Señalaba anteriormente que resulta una empresa harto dificultosa hallar precedentes de Los asesinos de la luna en la dilatada obra scorsesiana. Aunque, pensándolo bien, los pilares vertebrales sobre los que se cimenta su obra, a saber, el dinero, la avaricia, el poder, la mafia, la maldad, la religión, etc, vuelven a estar presentes en su última cinta y, me atrevería a señalar, que de la forma más tenebrosa e inquietante desde Taxi Diver, ese frío retrato de la soledad urbana, de la insoportable levedad del ser, por decirlo con Milan Kundera. Decían los compañeros de la revista Acción Cine, Jesús Usero y Miguel Juan Payán que Killers of The Flower Moon es un contra-wéstern, definición que considero sumamente apropiada. Aquí no hay ningún héroe, ningún John T. Chance, ningún Tom Doniphon, ningún Ethan Edwards (aunque éstos más bien son anti-héroes), los personajes que dotaron al inefable John Wayne de sobresaliente celebridad en las cintas de Howard Hawks y de John Ford. Decía con mucho criterio José Antonio Cepeda, de la Universidad de Valladolid, y autor de Martin Scorsese. El cine como propósito, que los protagonistas habituales de las cintas de Scorsese son antihéroes, hilo conductor de toda su extensa e impagable filmografía: Travis Bickle, aquel solitario y perturbador liberador de prostitutas, atenazadas por la execrable e ignominiosa lacra de los proxenetas; Jake La Motta, boxeador más violento y feroz en el ámbito doméstico que en el propio cuadrilátero, y es que, lo verdaderamente fascinante de Raging Bull (1980), es que Scorsese considera más violentos, duros y sombríos los enfrentamientos domésticos que las peleas que tienen lugar sobre el ring; Jesús de Nazaret, Willem Dafoe en La última tentación de Cristo, un Jesús más humano que nunca, humano demasiado humano, parafraseando a Nietzsche, al borde de la locura por la insoportable carga de ser el elegido, el salvador de la humanidad. No olvidemos que Nikos Kazantzakis inauguraba su polémico libro con la siguiente cita: “la primera tentación de cualquier hombre es la tentación de ser un hombre normal”; o Max Cady, inmenso, ciclópeo De Niro, aquel maquiavélico criminal que hacía de la venganza su único objetivo vital, personaje que ha perdurado en el imaginario popular de habla hispana por el excelso doblaje del inigualable Ricardo Solans. Ya saben ustedes: “¡Abagodaoooo, abogadooooo!”.
En Los asesinos de la luna resulta prácticamente imposible llegar a empatizar con ningún personaje principal. Los gágnsteres de Scorsese de Goodfellas, Casino o The Departed tenían glamour, esplendor, atracción, morbo. ¿Recuerda ustedes la presentación de Frank Costello, apoteósico, inabarcable Jack Nicholson, a ritmo de Gimme Shelter en Infiltrados (2006)? En Los asesinos de la luna los villanos carecen de aristas, matices, posibilidad de redención. Son malos por naturaleza. El propósito de Scorsese es realizar un lienzo, un retrato de la inmortalidad del mal, de la imposibilidad del triunfo del bien. Para ello, recurre a unos encuadres, a unos planos, ayudado del maestro de fotografía Rodrigo Prieto, que nos recuerdan, por momentos, al Gordon Willis de El Padrino. Leonardo Di Caprio da vida, con rostro y mandíbula desencajada, a lo Marlon Brando, a un personaje muy maleable, corruptible, influenciable, una suerte de títere en manos de la mefistofélica mente de De Niro, el patriarca, cuyo objetivo es el asesinato de las familias Osage poderosas para apropiarse de su dinero.
En un primer momento, DiCaprio iba a ser el inspector del FBI, finalmente interpretado por Jesse Plemons, que intenta poner un poco de orden en estas aguas procelosas de maldad y depravación moral. DiCaprio se dio cuenta de que podía resultar más interesante contar la historia desde el punto de vista de los criminales y Scorsese logra el milagro: el espectador no empatiza en ningún momento con los malvados, le generan rechazo, reprueba su malévola e ignominiosa conducta. Finalmente, la película, como es habitual en el cine de Scorsese, deriva en película de juicios, donde la justicia humana intenta remediar el mal causado por ignorancia u omisión a la nación Osage. Sin desvelar nada, ¡qué plano final de DiCaprio y Gladstone, a lo Pacino y Keaton en El Padrino! Pero, ¿acaso la justicia humana puede remediar el daño ya infligido, como nos recordaba ese escritor impagable, tristemente desaparecido, Javier Marías, en su memorable Tomás Nevinson, publicada por la Editorial Alfaguara? Scorsese denuncia furibundamente el olvido de la Historia, la desmemoria a la que han sido condenados los perdedores. Decía Nietzsche en su escrito Sobre las ventajas e inconvenientes de la Historia, “que necesitamos de la Historia, pero de una manera distinta a como la necesitan los holgazanes mimados en los jardines del saber”. Solo así, mediante el recuerdo permanente será posible alcanzar justicia, se podrá honrar a los perdedores de todos los tiempos. Al final, a uno no le queda otra que aplaudir, no le que otra que agradecer a Scorsese, próximo a los 81 años que aún siga comprometido con el cine, con la justicia y con la verdad. ¡Larga vida al cine, larga vida al maestro Scorsese! Las leyes de la biología deberían hacer excepciones: Scorsese jamás debería dejar de hacer películas. Su cine es necesario, su figura es necesaria. A este señor bajito, de habla apasionada y atropellada, le debo algunos de los momentos de mayor júbilo y exultación cinéfila. Soy incapaz de imaginar un mundo donde no haya más obras maestras firmadas por este director inigualable e imprescindible. Gocemos de su legado mientras podamos.
Antes de que te vayas…