El viaje del héroe se ha convertido en uno de los tópicos más manidos y recurrentes en la dilatada historia de la literatura y del cine. A saber: un protagonista dibujado con unos perfiles que le confieren una dimensión aparentemente anodina, insignificante y trivial, lo hallamos inmerso en una singladura de una magnitud ingente, vasta y descomunal. Así, sub specie aeternitatis, en el inexorable transcurrir de su peculiar periplo, nuestro protagonista, -cual individuo orteguiano-, se va mimetizando, adaptando y acomodando a las coyunturas y circunstancias, hasta transfigurarse en un arquetipo a imitar, en un líder indiscutido e indiscutible, capaz de “desfacer agravios y enderezar tuertos”. Sí, el viaje del héroe por antonomasia es el surgido de la pluma excelsa y celestial del más grande literato de la historia universal: el alcalaíno Miguel de Cervantes. ¿Significa esta apodíctica y contundente aseveración que el viaje del héroe sea ya un tema languidecido y periclitado? No, el realizador canadiense Denis Villeneuve nos demuestra con su nueva cinta las fecundas e inagotables posibilidades cinematográficas y operísticas que aún puede llegar a ofrecer tan cacareado mito universal.
En los albores del nuevo milenio, el provecto y legendario director Ridley Scott, tuvo la audacia y la osadía necesarias para revitalizar un género cuyo óbito había sido decretado por la voraz industria hollywoodense: el peplum o, en román paladino, (nunca mejor dicho), las películas de romanos. En Gladiator, el cineasta británico nos proponía una sugerente reflexión acerca de la naturaleza de los regímenes políticos, una aguda incursión en las procelosas aguas de la filosofía política. Cómo olvidar a Máximo Décimo Meridio conversando con el emperador Marco Aurelio, ya en plena senectud, sobre la esencia y el alcance de los planes y programas del Imperio Romano: “he visto el mundo fuera de Roma, es brutal, cruel y oscuro. Roma es la luz”; “hubo una vez un sueño llamado Roma, a nada que alzaras la mano se desvanecía, tal era su fragilidad, hoy temo no sobreviva al invierno” ¿Poseía el Imperio Romano la legitimidad necesaria para asaltar y ocupar los territorios situados allende las fronteras imperiales?; Roma, ¿civilizadora del orbe o aniquiladora de mundos? Juzguen ustedes mismos. La cinta de Denis Villeneuve se sitúa con total justicia y merecimiento en esta estela de grandes películas de indudable enjundia y trascendencia filosófica, política y religiosa.
Paul Atreides, una reencarnación de Máximo Décimo Meridio, trata de vengar el occiso de su progenitor y acabar con la mefistofélica estirpe de los Harkonnen. Para ello deberá cultivar y aprender las costumbres y hábitos de los Fremen, la tribu nativa que puebla las áridas tierras del planeta Arrakis desde tiempos inmemoriales. Estos despiadados, sanguinarios, escurridizos e inteligentes nativos, comandados por un implacable Javier Bardem, Stilgar, comienzan a columbrar en la figura de Atreides una suerte de mesías, de Mahdi, de líder religioso que los pueda guiar indefectiblemente a la conquista del paraíso perdido, a la consecución de sus tantas vences pretendida y anhelada libertad. Este personaje, primorosamente esculpido por la desbordante y feraz imaginación de Frank Herbert, se ajusta perfectamente a la teoría de la legitimidad carismática pergeñada por el sociólogo alemán Max Weber, conspicuo autor de una de las obras más célebres en el ámbito de la sociología, Economía y Sociedad. ¿Qué es la legitimidad carismática? Aquella que atribuye al presunto líder una miríada de facultades y rasgos épicos, sobrehumanos y divinos. Poco importa que Atreides sea un profeta, lo realmente trascendente, lo que en realidad posee una fuerza arrolladora, es el hecho de que sus prosélitos y secuaces así lo creen firmemente. El líder carismático experimenta insoslayablemente un proceso de paulatina divinización, que Villeneuve retrata de forma inmejorable, a través de todos los ritos y ceremoniales religiosos que caracterizan a los Fremen. Se transmuta prácticamente en un Dios, validando el celebérrimo axioma que popularizó el filósofo Feuerbach: “el hombre hizo a Dios a su imagen y semejanza”. La religión, como demostró magistralmente Gustavo Bueno en su irreemplazable libro El animal divino, nada tiene que ver con Dios, (Dios no es religioso, ¿a quién iba a querer Dios, o a quién le iba a rezar?) sino con los hombres; hombres que atribuyen rasgos divinos a una serie de númenes positivos. Paul Atreides encarnaría a una de estas figuras numinosas destinadas a restituir las tropelías e iniquidades que las sucesivas dinastías imperiales han infligido impunemente a los nativos Fremen. Villeneuve nos está proponiendo, nada más y nada menos, que una teoría acerca del origen de la religión, convendría tenerlo en cuenta a la hora de aventurarse a criticar arbitraria y frívolamente esta imponente película. ¿Será el flamante mesías un catalizador para la instauración de un periodo de paz y libertad?, ¿constituirá una nueva matriz de imperialismo rapaz y depredador?, ¿necesitan los pueblos un Mahdi redentor, o, por el contrario, la sociedad de masas que Ortega teorizó, envicia y deprava, inevitablemente, a los líderes ideales conduciéndolos hacia la instauración de un régimen autoritario y despótico? Villeneuve no juzga (como no lo hace en ninguna de sus películas), no impone su visión, sino que nos plantea ininterrumpidamente un sinnúmero de dilemas filosóficos, religiosos y morales prácticamente irresolubles. El espectador es completamente soberano, el arte no existiría sin la dialéctica, sin la polémica entre visiones opuestas y enfrentadas.
Más allá de las evidentes referencias visuales a filmes anteriores, como el magnífico homenaje a los famosos documentales del Tercer Reich filmados por Leni Riefenstahl, contenido en las apabullantes escenas del coliseo Harkonnen; más allá de los resonancias y similitudes temáticas con otras propuestas (más sublimes, a mi entender, como Blade Runner o Apocalyse Now) la cinta de Villeneuve posee una indudable concepción del cine como alucine, o del alucine como cine. Es decir, en cada fotograma se desprende un inconfundible aroma de cine bigger than life, un hálito inusitado y desaforado de cine más extraordinario que la propia vida. Pocas películas nos proporcionan una experiencia inmersiva de tal magnitud. Valga como ejemplo la siguiente anécdota: mientras Paul Atreides soporta estoicamente el arduo entrenamiento para transformarse en un hombre del desierto, una especie de agogé espartana, Stilgar le exige como requisito imprescindible el dominio de uno de los gigantes gusanos de arena que recorren presurosos las vastas extensiones desérticas del planeta Arrakis, diciendo sigilosamente: “¡tan grande no!”. Nosotros, espectadores subyugados y cautivados en nuestras insignificantes butacas, proclamamos igualmente: ¡Denis, tan grande no! El cine como arma que desbarata la pantalla, el cine como herramienta para triturar la falsa dicotomía entre realidad y ficción; el cine que, como en La Rosa Púrpura de El Cairo, o en El último gran héroe, se convierte, por arte de magia, en algo más real, más auténtico y vívido que nuestra gris y anodina existencia. Afirmaba Aristóteles en su Poética que el arte ha de cumplir una función catártica, menester que el estagirita definía como una purificación del alma, una elevación de nuestros sentimientos, una redención, una curación de nuestro ánimo, un bálsamo de Fierabrás que permite que, durante el metraje, nos transmutemos en unos seguidores enfervorizados y embravecidos de Paul Atreides. Si esto no es Cine, sí, así, con mayúsculas, ¿qué es, entonces?
Según mi concepción, el arte cinematográfico es el resultado de una simbiosis perfecta entre literatura, filosofía y música. En el caso que nos ocupa, estos tres elementos se combinan paradigmáticamente de manera ejemplar y prodigiosa: el texto de Frank Herbert, como hiciera Peter Jackson con la trilogía de Tolkien, demiúrgicamente adquiere vida propia; Villeneuve erige una metáfora, una alegoría, un simbolismo y un universo absolutamente fascinantes. El conjunto posee la fragancia de una gran ópera wagneriana y shakespeariana, merced al excelso ornamento musical que aporta la partitura compuesta por ese impagable y virtuoso compositor llamado Hans Zimmer. Además, por si todo esto fuera poco, Villeneuve da fiel cumplimiento a la tesis esbozada por Félix de Azúa en su Diccionario de las artes: la estética de la película no es algo frívolo, vacuo o insignificante, sino que se transforma en un elemento narrativo más. Cada fotograma posee un hondo trasfondo filosófico. El director nos plantea una serie de interrogantes, reinterpretando nuestro presente en marcha a través de la recreación de un futuro distópico: en sus Lecciones de Filosofía de la Historia Universal, Hegel afirmaba que no tenía sentido preguntarse si la Historia es justa o injusta. A su entender, los vencedores, los poderosos, siempre llevaban razón. Eran justos porque habían logrado salir victoriosos. En Dune: Parte Dos, este lóbrego apotegma se ve minuciosa y escrupulosamente contrariado ¿Tienen los Harkonenn derecho a imponer su hegemónico mandato sobre el planeta Arrakis, sencillamente con su apabullante y subyugador poderío militar?, ¿No tienen derecho los oriundos de dicho planeta a elegir la forma de gobierno que crean conveniente? En un mundo globalizado, en una realidad en la que el imperialismo se constituye en la forma superior del capitalismo, como rezaba el título de Lenin, todos estos interrogantes cobran rabiosa y azorante actualidad. En definitiva, Villeneuve, como gran autor de ciencia ficción, plantea muchas preguntas y ofrece pocas respuestas. Procuremos, pues, encontrarlas a través del debate fructífero y respetuoso.
¿Nos hallamos ante una nueva e indiscutible obra maestra del cine de ciencia ficción? No lo sé, quizá sea algo aventurado responder taxativamente de manera afirmativa apenas estrenada la película. A mi juicio es necesario un sosegado y sereno proceso de reflexión antes de dictar sentencias tan lapidarias y concluyentes. Probablemente las cintas de George Miller y de James Cameron resulten más significativas, enjundiosas y sobresalientes, aun así, desenterremos esa sempiterna pulsión que nos impele a buscar infatigablemente nuevas obras maestras del cine tras cualquier flamante estreno. Dune: Parte Dos es cine mayúsculo, imponente y épico. Quienes conformamos la amplia comunidad cinéfila no tenemos la dicha de poder asistir semanalmente a estrenos de este calibre.