El discurso de la verdad

— Disculpe.

— Sí?

— Es que he visto que estaba usted adulando al poder.

— Sí, soy periodista.

— Pero, ¿cómo es posible que ello sea así y que no estén ustedes del lado de la verdad?

— Ahh, ¡¡¡la verdad!!! ¿Qué es la verdad?

— Pues yo no sabría definir qué clase de cosa es la verdad, pero podría hablarle de un vástago suyo que no difiere mucho de ella en lo tocante a la metodología que han de llevar aquellos que se preocupan por el interés público.

— ¡Verdad!, ¡interés público!… ¿no será usted uno de esos idealistas que todo lo corrompen con su anhelo de corrección?

— Verá, me parece que los periodistas desempeñan una función de interés general fundamental para el adecuado despliegue de una sociedad sana y estable.

— Definitivamente es usted una lacra de esas que ve la realidad a través del tamiz de la puridad más execrable… con todo, hábleme, e ilústreme sobre esas verdades que usted guarda en sus alforjas. ¿Qué vástago quiere traer aquí, a éstos mis oídos inmaculados?

— Pues verá usted, señor periodista, se trata de la objetividad.

— Jajajajaja!!!!

— Pero, ¿cómo?, ¿cómo puede usted mofarse de mí hablando como le hablo de tan excelso término?

— Es usted, no solo un iluso, sino también un loco de remate. La objetividad no existe, es una quimera, un delirio de aquellos que piensan que todo es equilibrio y armonía, que es posible una realidad sin los miasmas del subjetivismo, sin las máculas de la parcialidad…

— Pero es posible que piense así y acabe convirtiendo los datos en mero flatus vocis, transformando el mundo de lo humano en una sinrazón incomprensible, en una avalancha de sensaciones particulares y arbitrarias, que no satisfacen a nadie.  

— Se equivoca de cabo a rabo: como buenos halagadores que somos, el mejor postor se lleva nuestros parabienes, nuestros mejores dividendos.

— Y ello, ¿no será porque son ustedes asalariados que dependen de una mano más poderosa que es la que les da de comer?

— ¡Ay! ¡ay! cómo me duele la muela del juicio.

— ¿No será que ustedes en vez de informar adoctrinan? ¿Qué en vez de narrar ideologizan a las gentes?

— ¡Ay! ¡Qué dolor más intenso!

— Bueno, quizás le haya exigido más de lo conveniente a usted, señor periodista… a lo peor, con su formación, tan solo le son accesibles verosimilitudes más pequeñitas, alguna cosa más modesta y escueta, un nieto de ese vástago de que hablábamos anteriormente.

— Parece que mengua la comezón.

— ¿Y si le hablo de la imparcialidad?

— ¡Por quién me toma usted! ¿Acaso me toma usted por el asno de Buridán? ¿Es que cree, y puede mantenerse en su cabal juicio con ello, que es materializable eso que dice?

— Yo, a estas alturas, tan solo sé que no sé nada.

— Pero mire usted, amigo mío, si yo tuviera la potestad de la omnisapiencia, la virtud de la omnisciencia, y pudiera ejercerla como es debido otro gallo cantaría, pero soy mortal, y nada de lo subjetivo me es ajeno.

— Ya veo… bueno, mientras la sociedad crea que ustedes informan objetivamente, de acuerdo con la verdad, acorde con unos contenidos imparciales… no habrá problemas. Como dijo aquél, la mujer del César ha de parecer a los ojos del espectador honrada, además de serlo.

— Pues sí, parece que hemos arribado a una pequeña conclusión, nosotros, los contertulios que ideologizamos al populacho y dirimimos los contenidos del presente haciendo metabolizarlos de modo adecuado al espectador de la televisión y a los lectores de periódicos, que a veces nos enfrascamos en las dialécticas bizantinas sin final del “y tú más”, y confundimos—eso sí, interesadamente—a la gente para que se creen tendencias de opinión y derivadas de conocimiento…

— Me parece usted, señor periolisto, un perfecto subproducto de esta sociedad de la imagen, de esta comunidad del sinesfuerzo, de este despropósito de la palabra fundamentada y auténtica. Con ustedes, se torció en algún momento la rama evolutiva de la historia humana, de sus desarrollos cognitivos, y acabó degenerando la situación en esto que hogaño vemos cada día en los televisores de los hogares: basura y más basura.

— No puedo tolerar tanta desfachatez, que tenga usted buenos días.

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