Allá por 1989, cuando yo iniciaba mis estudios de historia, causó gran revuelo en el mundo académico el artículo de Francis Fukuyama titulado The end of the history? Yo también fui crítico con este texto a pesar de que hice lo mismo que la mayor parte de los adversarios de Fukuyama. No me leí el artículo y me dejé llevar tanto por su provocativo título, como por la riada de críticas que recibió su autor para expresar mi opinión contraria.
Ahora, más de veinticinco años después, me he leído no sólo el artículo generador de la polémica, sino también el libro aclaratorio que Fukuyama publicó en 1992, El fin de la historia y el último hombre.
El principal pecado del libro no es su título, aunque sí resulta provocativo. La historia parece no tener fin desde el momento que los acontecimientos se siguen sucediendo. Pero no era este el fin al que se refería Fukuyama, quien reconoce que seguirá habiendo revoluciones, guerras o crisis económicas.
El principal pecado de Fukuyama es seguir el mismo empeño de muchos otros que filosofaron sobre la historia: el énfasis por predecir el futuro. Así, en la antigua Grecia, se consideraba que la historia era cíclica y que los sistemas sociales, por benignos que parecieran, siempre terminaban por corromperse y acababan por regresar a sistemas previos. Así, una posibilidad era que el gobierno de los ilustres, la aristocracia, caía en la oligarquía, donde esos ilustres marginaban al resto de la sociedad, provocando la revuelta de éstos, que buscaban al líder salvador, el monarca. Este podía degenerar en un tirano, hasta que el pueblo se revolvía contra él, construían una democracia, abocada a la demagogia, de la sólo se salía cuando un grupo de ilustres tomaba las riendas del gobierno y vuelta a empezar.
Los cristianos prefirieron una historia lineal que había de llevar desde la Creación hasta el Juicio Final y durante la cual los hombres irían tomando conciencia, en un singular viaje de progreso, de la necesidad de regresar a Dios.
Ese énfasis en el progreso como motor inevitable de la historia lo hallamos también en un Spencer y su darwinismo social (sólo sobreviven los más aptos) o, sobre todo, en Karl Marx y su sucesión de modos de producción que arrancaba en el comunismo primitivo y tras varios sistemas de represión de las clases populares había de acabar, triunfalmente, en el periodo socialista.
Resulta curioso que se ha aceptado durante años las evoluciones históricas progresivas de autores como Spencer o Marx, pero que se le criticara a Fukuyama sencillamente por decir que en esa evolución ya habíamos llegado a la última etapa, el sistema capitalista, que podría seguir mejorando, aunque ya no en sus esencias, sino en detalles más formales. Al final, resulta más emocionante saber que no hemos alcanzado aún la meta, para no quedar insatisfechos con ese ansiado final.
Es indudable que los seres humanos han ido progresando a lo largo del tiempo, sobre todo, en el terreno tecnológico: que pasar de las hogueras prehistóricas a las centrales nucleares han supuesto un gran desarrollo (incluso para aquellos que se oponen a la energía atómica mientras teclean sus críticas en computadoras alimentadas por la electricidad suministrada por centrales nucleares). También es indudable que hemos progresado en el reconocimiento social y hoy ya es normal aceptar que las mujeres, los foráneos o los homosexuales tienen los mismos derechos que los hombres, los nativos o los heterosexuales.
Sin embargo, hasta donde podemos seguir progresando y de qué manera esto modificará nuestras conductas sociales contemporáneas es más un ejercicio de ciencia-ficción que el resultado de una investigación seria. Después de todo, Julio Verne resultó más visionario con su París en el siglo XX, que sus contemporáneos Marx o Spencer.
En París en el siglo XX, Julio Verne anunciaba el éxito del metro como medio de transporte o de Internet para la comunicación entre las personas, pero también el dominio de los estudios técnicos sobre los humanísticos o el dominio de banqueros y burócratas.
En ese empeño por predecir el futuro, Fukuyama se equivoca, como antes de él lo hicieron Marx, San Agustín o Hesiodo. Los historiadores no predicen el futuro. Analizan el pasado para conocer el presente. Establecen hechos verificables, como reflejo de las acciones humanas. El estudio de esos hechos puede llevar a establecer tendencias y dinámicas. Así, un pueblo claramente oprimido por sus gobernantes tenderá a sublevarse. Tenderá. Pero quizás no lo haga. Es lo que tienen los seres humanos. Al final, prima su voluntad (la de cada persona) por encima de determinismos académicos.
Pero Fukuyama acierta al analizar las razones que mueven a los seres humanos a actuar (o a dejar de hacerlo).
Simplificando mucho, consideramos que las personas suelen actuar por dos motivos:
-por la necesidad de satisfacer un deseo: quiero una casa, viajar o seducir a muchas personas.
-por un cálculo racional de beneficio/perjuicio: trabajaré mucho para comprarme una casa más grande, o compraré una casa más pequeña y con lo que ahorre viajaré mucho.
Fukuyama añade una tercera razón, que encuentra ya en los textos de Platón, el impulso “thymótico”, que podíamos definir como el deseo de ser reconocido por los otros.
Escribo este blog porque quiero que mis lectores piensen que soy un gran crítico sobre el mundo de la historia. Es posible que también lo escriba por satisfacer mi necesidad de comunicarme con los otros, o de querer imponerles mis ideas, e, incluso, con un cálculo a futuro pensando que el rector de mi universidad valorará tanto mis textos que me subirá el salario.
Es más, habrá quien asegure que el último factor (el beneficio económico) es el que realmente prima. Luego viene mi afán de comunicados (o quizás, manipulador) y sólo al final mi empeño por ser conocido.
En realidad, estoy seguro que dependiendo de quién sea mi interlocutor, utilizaré una u otra de las tres razones (necesidad de satisfacer mis deseos, cálculo racional, búsqueda de reconocimiento). Pero, en cualquier caso, lo jugoso del texto de Fukuyama es que pone en primera línea ese factor social, el reconocimiento de los otros, que solemos negar.
Se niega desde una óptica más comunitaria en el momento que se aboga por cierta modestia general. El vanidoso es rechazado por su vanidad y a Cristiano Ronaldo no han dejado de censurarle no tanto por su juego, sino por su mirada arrogante.
Pero también se niega desde una óptica individualista que considera que las personas, como seres únicos, se preocupan más por la opinión que tienen de sí mismos, que por lo que los demás puedan decir.
Y ahí está la clave: ese “qué dirán de uno” puede ser un motor de acción tan potente como el más fino cálculo del costo de oportunidad.
Me cuenta la historiadora Lorena Carrasco, que en 1456, Juan de Zúñiga, de la pequeña nobleza gallega, atacó las casas que Lope Sánchez de Ulloa, gran señor del norte de Galicia, tenía en Villamayor, Lugo.
Ulloa había roto la promesa matrimonial hecha entre su hija y Juan de Zúñiga. Este Zúñiga, violentado, atacó a un señor más poderoso, sabía que ya no había de quedarse con la prometida y tan sólo pudo demostrar que a ofendido, no le ganaba nadie. Pero le importaba más demostrar a los otros que podía pelear por su honor, que el hecho de granjearse la enemistad de un rival que podía acabar con él.
En realidad, el caso de Juan de Zúñiga sigue siendo muy común, aunque nos empeñemos en racionalizar las acciones de las personas y consideremos que detrás de una venganza, un alarde de romanticismo o una solidaridad singular siempre habrá motivos más espurios. Posiblemente sea cierto.
Pero tal como dice Fukuyama, ese motivo oscuro no es más que la vanidad por ser reconocidos.