Cartago, escarmentado de la situación fenicia, pronto fue consciente, al contrario que sus padres, que en un Mediterráneo disputado solo el dominio de tierras y el mantenimiento de tropas, habitualmente mercenarias, podrían garantizar su estabilidad y hegemonía. En Hispania, los hijos de Cartago se dedicaron a fundar ciudades como Ibiza o el magnífico puerto natural de Cartagena. Tal era su poderío y la importante labor que la plaza estaba llamada a desempeñar en toda la península que sus fundadores no dudaron en denominarla Cartago Nova, es decir, la nueva Cartago. La nueva ciudad de la “ciudad nueva”.
Durante un par de siglos, el Mediterráneo fue escenario de una lucha por la hegemonía entre los griegos y unas coaliciones etrusco-cartaginesas que se aliaban para disputar a los griegos las ricas rutas comerciales y las estratégicas islas de Córcega y Sicilia. Sin embargo, a la sombra de las tribus etruscas, un nuevo poder que estaba destinado a regir el mundo comenzaba a despertarse y desperezarse. Más de un siglo después de su primer tratado de no agresión, en el 509 a.C., Roma y Cartago eran las únicas superpotencias de la zona habiendo sido desbancados completamente griegos y etruscos. En el 226 a.C. acordaron ambas repartirse el Mediterráneo y, por la parte que nos ocupa, también Hispania. Roma se adueñaba de todo aquello que estuviera por encima del río Ebro mientras Cartago se quedaba con el resto. Como es natural, en esta ocasión tampoco se consultó a sus «indígenas». En ese tiempo, por cierto, un magno aunque breve imperio estaba a punto de tomar forma al otro lado del Mediterráneo.
El conflicto, en fin, era inevitable. Sólo quedaban ellos pero el Mediterráneo no parecía ser lo suficientemente grande como para satisfacerlos a ambos. Pronto la rivalidad comercial devino en una guerra fría y, con el tiempo, ésta desembocó en una guerra caliente. Los romanos eran un pueblo campesino pero, sin embargo, atesoraban una determinación y un patriotismo sin igual en toda la historia de la humanidad. Resulta admirable e increíble que consiguieran formar una gigantesca escuadra de guerra copiando la tecnología de una nave enemiga varada en la playa. Pero más inaudito resulta que a partir de ese acontecimiento consiguieran vencer en el mar a los cartagineses, que habían nacido y crecido sobre las olas, hasta que finalmente se alzaron con la victoria.
Humillados por las condiciones impuestas después de la Primera Guerra Púnica, los cartagineses, liderados por el laureado general Amílcar Barca, desembarcaron en la península y, alternando la política con la guerra, consiguió someter a una gran cantidad de pueblos íberos. Quiso la suerte, o la falta de ésta, que cuando ya estaba el trabajo prácticamente acabado, el gran general se ahogase durante una pequeña escaramuza. Sin embargo, su legado no había acabado. Asdrúbal y Aníbal Barca, sus hijos, continuarían su obra.
Asdrúbal consiguió mediante sus buenas decisiones y su buena administración convertir a los territorios conquistados en la península, con Cartago Nova a la cabeza, en un verdadero imperio. Todo marchaba a pedir de boca pero cuando el Barca comenzó a acuñar monedas con su efigie y a envalentonarse cada vez más, los ya decadentes senadores republicanos de Cartago se estremecieron dentro de sus palacetes. Asdrúbal nunca llegó a realizar la intentona, pues, desgraciadamente para él, se cayó rápidamente sobre una espada. Dicha espada la empuñaba un esclavo pagado vete tú a saber por quién.
Quedaba pues el famoso Aníbal, quien a sus 21 años ya había probado sobremanera sus habilidades como diplomático y general. Éste, conformando un gigantesco ejército, se dispuso a pacificar y conquistar toda la zona cartaginesa que se extendía desde las tierras levantinas hasta el río Ebro. Sin embargo, por el camino, destruyó una ciudad situada dentro de la zona de control cartaginesa pero aliada en aquel momento, mira qué casualidad, con la propia Roma.
La épica defensa de la ciudad, llevada hasta el sacrificio final, bastante explotada propagandísticamente por cierta historial tradicional patriótica, sólo sirvió por aquel entonces como el motivo, o pretexto necesario para que Roma y Cartago entrasen de nuevo en una guerra que resolvería, de una vez por todas, su clásica enemistad.