
Con demasiada frecuencia, se ha escrito que España era “una expresión geográfica” al abordar una etapa de su largo pasado hasta el punto de convertirse en un tópico. Un tópico que, además, se utiliza como si fuera un argumento suficiente para zanjar con su enunciación la discusión y retrasar el nacimiento de España a la época que se quiera.
El sintagma “una expresión geográfica” fue creado por Metternich (1773-1859) para referirse a Italia. Pero Metternich, el diplomático más famoso de su época, no era un sabio. Y lo que pontificó sobre Italia no era más que una opinión interesada. Efectivamente, Metternich pronunció esa frase que se ha hecho tan famosa durante el Congreso de Viena para defender la aplicación del principio de la legitimidad dinástica, subvertido por la creación del reino de Italia y otras actuaciones de Napoleón, con el objetivo de asegurar a Austria el dominio del Véneto y del Milanesado, y la concesión de varios territorios (Gran ducado de Toscana y los ducados de Parma, Módena y Massa) para miembros de la familia Habsburgo.
Pero, en 1815, Italia no era sólo una península y un conjunto de islas (el tópico “expresión geográfica” era mucho más aplicable al imperio austriaco, un conglomerado de territorios sin más unidad que depender del mismo soberano, que los gobernaba con leyes distintas). Dante (c. 1265-1325) no había tenido dudas:
“¡Ay sierva Italia, albergue de dolor nave sin timonel en la tormenta,
burdel, no soberana de provincias! […] Hoy no saben vivir sin darse guerra
tus habitantes, que entre sí pelean, de las mismas murallas rodeados.
Mira, infeliz, tus costas y tus playas. Y luego escruta en tu interior y dime
Si hay un lugar en ti de que paz goce.
[…] Y si se me permite, oh Sumo Júpiter [Dios]
a quien crucificaron por nosotros
¿es que has vuelto tus ojos a otro lado?”.
(Divina Comedia, “Purgatorio”, VI).
Evidentemente, una expresión geográfica, con la que no se dialoga,no puede provocar semejante sentimiento. Dante deseaba la unificación de Italia, pero no la creación de un Estado italiano. Su ideal era una monarquía universal, el Sacro Imperio Romano-Germánico de entonces.

Dante Alighieri (Sandro Botticelli)
Otro ejemplo significativo es la Grecia antigua, muy distinta geográficamente de la actual. Los griegos que la habitaron se sabían griegos y se sentían como tales, hasta el punto de dividir el mundo entre ellos y los bárbaros, pero no consideraron nunca que por ello debían vivir juntos y ser gobernados por griegos a los que no conocían; su ideal era la polis, único ámbito en el que se podía desarrollar lo que estimaban una auténtica vida política (Platón, por unas irracionales razones matemáticas, consideró que el número perfecto de ciudadanos era 5.040; Aristóteles estimaba imposible dar un cifra concreta, pero era también partidario de una ciudad que para nosotros sería pequeña). Sin embargo, no he visto a nadie afirmar que Grecia era una expresión geográfica, porque no lo era.
Tampoco he contemplado que se haya predicado eso de Europa, que nunca ha estado unida ni tenido Estado. El caso de Europa es muy significativo, pues geográficamente no es un continente sino la punta occidental de Asia (a la cual está unida, además, por su parte más ancha). Si hablamos de continente europeo no es, pues, por razones de geografía física, sino por razones humanas o culturales (además del hecho de que haya sido la europea la cultura más importante de los últimos siglos, lo que explica que con su territorio los propios europeos, que han establecido el número de los continentes, hayan podido justificar semejante excepción). En la actualidad, se considera como frontera entre Europa y Asia a los montes Urales, pero éstos son un límite convencional, pues, al ser una vieja cadena montañosa, no constituyen una barrera importante y ni siquiera son una frontera nacional; además, es un límite reciente, ya que a principios del siglo XX todavía no era raro contemplar mapas en los que Europa acababa donde empezaba Rusia (durante la Segunda Guerra Mundial la propaganda nazi presentaba a los rusos como asiáticos). Esa unidad cultural, además, ha sido sólo propia de Europa, pues no se dado en los restantes continentes. Por consiguiente, al no ser un producto de la Geología, Europa, como Occidente, nunca ha sido una expresión geográfica.
Resulta significativo que entre los que consideran que España era una expresión geográfica porque no estaba unida (antes de los Reyes Católicos), unificada (antes de los Borbones) o por lo que sea (cualquier época) no tengan ese problema de entendimiento con regiones o comarcas españolas, aunque no tengan una organización institucional propia. El caso más llamativo es el de los Países Vascos en cualquiera de sus formulaciones: país vasco de tres territorios (Vascongadas), de cuatro (País Vasco-Navarro) o de siete [“Países Vascos”, Homenaje al profesor Dr. Juan M.ª Apellániz, Kobie, Anejo 6, vol. 2, 2004, pp. 627-638]. Ni siquiera han sido expresiones geográficas hasta hace poco, hasta el punto de que Sabino de Arana consideró necesario inventar un nombre, “Euzkadi”, con zeta. El topónimo “Vascongadas” apareció en 1698 (“Provincias Vascongadas”) para designar el territorio formado por Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, que hasta entonces, y desde el siglo XIII, recibían el nombre de “Vizcaya”. “País vasco” –un corónimo extraño en lengua española– fue un galicismo introducido en el siglo XIX, porque hasta entonces el único territorio que se llamaba así era El País Vascofrancés. Y aún se discute la extensión de esa expresión geográfica, que todavía el Diccionario de la Real Academia de la Lengua reduce a las Vascongadasen la parte peninsular [he tratado estas cuestiones en “El problema del nombre del País Vasco”, Letras de Deusto, 127, 2010, pp. 9-79]. No se trata sólo de un problema de nombres y significados, lo cierto es que de todos los países vascos posibles sólo uno ha estado unido y con una organización institucional propia, la Comunidad Autónoma del País Vasco, que coincide con Las Vascongadas y remonta a 1979. Todo esto no dice nada sobre la existencia de los Países Vascos en el pasado: muestra la incoherencia de los que niegan la existencia de España en el pasado con argumentos que no lo son.
Si España fue sólo una “expresión geográfica” debió de serlo cuando los romanos pusieron a la península ibérica el nombre de “Hispania”, aunque como veremos ni siquiera eso podemos acreditar, lo que explica la cursiva usada. Ese nombre no fue una simple traducción de “Iberia”, pues los antiguos griegos desconocieron que hubiera una península y aplicaron frecuentemente ese topónimo a la mayor parte de la costa mediterránea francesa. Por consiguiente, Hispania fue, seguramente, el primer nombre que tuvo España, cuya pronunciación, como ha señalado Luis A. García Moreno, se parecía mucho a la actual (por eso, no debería causar escándalo que es escriba “España”, pues, por ejemplo, no hay ningún problema para llamar “Barcelona” a Barcino]:
“Hispania era la forma de escribir en latín el corónimo de nuestra península. Escrito, pues la verdad es que su pronunciación desde fecha bastante temprana se asemejaba mucho, por no decir por completo, a como hoy los hispanoparlantes pronunciamos «España», con la abertura en un grado del timbre de la vocal inicial, pues al principio era una «i» breve, que en el habla normal se distinguía no por su cantidad, que ya se había perdido, sino por un cambio de timbre. Y el grafema de la nasal dental (n) seguido de la palatal (i), y después de otra vocal, necesariamente se interpretaba como una nasal palatal, que en latín carecía de un grafema específico como es la española «ñ». Eso explica que a partir del siglo VI se alternara en la escritura tanto la tradicional forma «Hispania» como la vulgar «Spania», cuya ese liquida exigía una previa vocal anterior, la «e». Por tanto, el esfuerzo de tanta gente culta, incluso muchos colegas míos, de no escribir «España» sino «Hispania» el corónimo romano de nuestra península denota en el mejor de los casos una cursilería cultista, sino un soberano desconocimiento de la prosodia y ortografía latinas” [“Hispania, Al-Ándalus, España”, Hispania, al-Ándalus y España: identidad y nacionalismo en la Historia, Marcial Pons Historia, Madrid, 2020, pp. 232-233].
El gentilicio. que aparece en las fuentes antes que el corónimo,se documenta por primera vez hacia el año 200 a.C. en los Annales de Ennio (239-169 a.C.), es decir, poco después de que se iniciara la conquista romana de la península ibérica: “Hispane, non Romane memoretis loqui me” (“recordad que os hablo como hispano, no como romano”). Aunque el verso se ha conservado sin ningún contexto, no parece Hispane que seaun simple gentilicio que indica únicamente procedencia, en una época en la que los habitantes de la península ibérica no podían tener nada en común, salvo el nombre que se les acababa de dar por vivir en un espacio singular. Es más, para autores como Antonio Blanco Freijeiro, la frase revela que el origen hispano producía orgullo [Los primeros españoles, Historia 16, Madrid, 1988, p. 6]; para otros, como Julián Marías, que existía un latín peculiar de España [España inteligible, Alianza Editorial, Madrid, 1985, p. 64].
Y es que como señaló acertadamente hace más de un siglo el gran geógrafo francés Paul Vidal de la Blache, “para los antiguos la idea de país es inseparable de la de sus habitantes” [Principes de Géographie humaine, París, 1948, p. 3], aunque, en realidad, es un fenómeno generalizado que se ha producido en todas las épocas. No había, pues, expresiones geográficas cuando se trataba de territorios poblados. A ello contribuía que en la antigua Grecia y en Roma estuvo muy extendida la idea de que los hombres eran producto de la tierra [v. Jon Juaristi, El bosque originario: Genealogías míticas de los pueblos de Europa, Taurus, Madrid, 2000, pp. 25-65 y 93-95].
Así, lo cierto es que no se puede acreditar en las fuentes romanas que Hispania fuera una expresión geográfica, aunque lo fuera realmente al principio, cuando la conquista romana no había podido comenzar a homogeneizar a sus habitantes. Efectivamente, ya en la época de Augusto, cuando se completó la conquista de Hispania, los hispanos aparecen como como una natio, los descendientes de un antepasado común, con lo que eso suponía en una época en la que se creía que la sangre transmitía virtudes y defectos (los hacía consanguíneos, como escribió hacia el año 800 el obispo carolingio Teodulfo de Orléans, de origen godo, cuando relató la alegría que produjo entre “los restos de la población goda y la multitud hispánica” que le recibieron en la Septimania]. Por lo que se sabe, el más antiguo en nombrar una antepasado común de los hispanos fue Pompeyo Trogo, un galo-romano que también testimonió la existencia de una identidad hispana:
“El cuerpo de sus hombres está preparado para el hambre y la fatiga y su espíritu para la muerte. Todos son de una dura y rigurosa sobriedad. Prefieren la guerra a la inactividad y, si les falta enemigo fuera, lo buscan en su propia tierra. A menudo mueren a causa de las torturas por su silencio sobre las confidencias a ellos hechas: hasta tal punto para ellos es más fuerte su preocupación por el secreto que por la vida. Se elogia también la firmeza de aquel esclavo que en la guerra púnica, habiendo vengado a su amo, empezó a reír en medio de las torturas y venció la crueldad de los verdugos con su serena alegría. Es un pueblo de viva agilidad y espíritu inquieto y para la mayoría son más queridos sus caballos de guerra y sus armas que su propia sangre. No preparan festín para los días de fiesta. Después de la segunda guerra púnica, aprendieron de los romanos a bañarse con agua caliente. A lo largo de tantos siglos no tuvieron ningún gran general salvo Viriato, quien durante diez años acosó a los romanos con victorias varias: hasta tal punto tienen un carácter más parecido a las fieras que a los hombres” [Justino: Epítome de las «Historias Filípicas» de Pompeyo Trogo, XLIV, 2; los subrayados son míos].
Estrabón y Tito Livio, contemporáneos de Pompeyo Trogo, pensaban algo parecido. Baste decir para terminar que en el siglo XV, con los testimonios grecorromanos, Rodrigo Sánchez Arévalo en la Compendiosa Historia Hispánica pudo probar la existencia de unos prisci hispani anteriores a la conquista romana, lo que se ha seguido haciendo hasta nuestros días.
No fue una creencia únicamente de extranjeros; los hispanos asumieron con orgullo esa identidad, lo cual no prueba que fuera cierta, sino que España no fue una mera expresión geográfica en el imperio romano. Que la identidad fuera más o menos equivocada, como suele suceder con las identidades colectivas, resulta irrelevante: lo importante fue que existió, pues, como señala el teorema de Thomas –principio fundamental de la sociología–, si las personas definen las situaciones como reales, éstas son reales en sus consecuencias.
Otra prueba de que Hispania no era una simple expresión geográfica, es que los romanos estimaron conveniente añadir a “hispanus” otro adjetivo, “hispaniensis”, “para designar a personas que vivían o realizaban alguna actividad en Hispania pero que no eran de origen hispano” [Francisco Pina Polo, “Etnia, ciudad y provincia en la Hispania romana”, Roma generadora de identidades: La experiencia hispana, Casa Velázquez-Universidad de Sevilla, Madrid, 2011, p. 52].
El sentimiento hispano de los hispanos fue en aumento. Lo testimonia en el siglo IV Prudencio (348-c.410), el poeta cristiano romano más importante, que destacó por sus composiciones sobre los mártires. Pues bien, resulta significativo que sólo relatara martirios de hispanos y que escribiera que “Dios mira con agrado a los hispanos”. Y en el siglo V Paulo Orosio (c.383-c.420), autor de la primera historia universal cristiana, dedicó tanto espacio a la historia hispana y se mostró tan partidista en su relato, que su actitud ha sido calificada como nacionalismo, patriotismo o hispanismo. Así, por ejemplo, frente a las quejas de los romanos por las invasiones de su tiempo y la añoranza de los buenos tiempos pasados, recordó que esos tiempos fueron desgraciados para los que sufrieron sus conquistas, y escribió: “Que dé Hispania su opinión de los tiempos en que, a lo largo de doscientos años, regaba con sangre todos sus campos en toda su extensión y no podía rechazar a un enemigo que lo turbaba todo a sus anchas por todas partes; de los tiempos en que ellos mismos, en sus distintas ciudades y lugares, rotos por los desastres bélicos y agotados por el hambre de los asedios, ponían, como remedio a sus desgracias, fin a su vida, enfrentándose unos a otros, tras haber ejecutado a su vez a sus esposas e hijos” (V, 1). Además, se enorgulleció de que los legionarios “en cuanto veían a un hispano, sobre todo si era enemigo, se ponían en fuga, pensando que casi ya habían sido vencidos antes de ser vistos” (V, 5) o de que Numancia “con cuatro mil soldados, no sólo contuvo durante catorce años a cuarenta mil romanos, sino que incluso los venció y obligó a vergonzosas alianzas” (V, 7). Y del cronista Hidacio (c. 400-c.469), también galaico, se puede predicar algo parecido. José Eduardo López Pereira, gran especialista en esa época y en esos autores, realizó una evaluación de ese sentimiento que merece ser recordada: Los “sentimientos profundamente hispanos de Orosio e Hidacio, absolutamente ausentes en Séneca y Lucano, y escasamente manifestados en Marcial y Prudencio, […] son, en mi opinión, el punto de transición entre el sentimentalismo hispano de Marcial y Prudencio y el nacionalismo incipiente de Juan de Biclaro y manifiesto de Isidoro de Sevilla” [“Cultura y literatura latina en el Noroeste peninsular en la latinidad tardía”, Minerva, I, 1987, p. 138]. Esto no significa que estos personajes se sintieran menos romanos, pues el imperio romano significó un proceso de integración que permitió que fueran compatibles distintas identidades y sentimientos de pertenencia (el propio Orosio escribió: “soy romano entre los romanos, cristiano entre los cristianos, hombre entre los hombres. La igualdad en las leyes, en las creencias y en el nacimiento, me protege y en todas partes encuentro una patria”.
Desde luego, en época visigoda España no fue una expresión geográfica, sino, como demostró José Antonio Maravall, una “palabra que designa un ámbito que es base sustentadora de un posible título unitario” [El concepto de España en la Edad Media, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 3ª ed., 1981, p. 405]. Así se convirtió en un reino, que, por cierto, fue llamado “España” en las fuentes francas antes de que Leovigildo (569-586) conquistara el reino suevo y unificara casi toda la península ibérica. Un reino que, además, fue una monarquía, término que en la Alta Edad Media equivalía al de imperio, porque ese concepto exigía “que sobre un amplio espacio, que por sí mismo constituya una totalidad, no exista más que el gobierno de uno sobre todo aquel” [“El concepto de monarquía en la Edad Media española”, ahora en Estudios de Historia del Pensamiento Español, Madrid, 2001, I, p. 75]. La nación se cristianizó con san Isidoro, quien convirtió a los hispanos en los descendientes de Tubal, el nieto de Noé, lo que fue una creencia general hasta el siglo XVIII. Y con una organización propia, se convirtió también en un populus (ése fue el significado antiguo de la palabra, que se diferenciaba de natio, que era una cuestión de orígenes). Un pueblo que, según Julián de Toledo, se convirtió en el pueblo elegido, “auténtico sustituto del populus iudaicus, sobre el que habían de cumplirse las novísimas promesas reservadas por el evangelista al «pueblo elegido», el novus Israel” [Luis A. García Moreno, “Patria española y etnia goda (siglos VI-VIII)”, De Hispania a España: El nombre y el concepto a través de los siglos, Temas de Hoy, Madrid, 2005, p. 53].Por todo ello, y algunas cosas más que no puedo resumir en un párrafo, no es de extrañar que, en un estudio extraordinario de setecientas páginas, Suzanne Teillet, quien no puede ser sospechosa de un sesgo cognitivo, pero cuyo estudio significativamente suele ser olvidado por la historiografía española, concluyera que la España visigoda “fue el primer Estado de la Europa moderna en haber adquirido, desde el siglo VII, el estatuto de nación” [Des goths à la nation gothique: les origines de la idée de nation en Occident du Ve au VIIe siècle, Les Belles Lettres, París, 1984, p. 636].
Ha tratado la cuestión en un artículo de Academia Play! [“La España visigoda”, Academia Play, 23 de marzo de 2023] y, sobre todo, en Spania, la España visigoda [Letras Inquietas, Cenicero, 2022, 144 pp.]. Pero si quedara alguna, debería bastar con leer el famoso Laus Spaniae de san Isidoro, que tanta influencia ha tenido en el proceso de hispanización de España y en el que la diferencia entre la realidad y lo escrito nos da la medida del patriotismo del obispo hispalense:
“Tú eres, oh España, sagrada y madre siempre feliz de príncipes y de pueblos, la más hermosa de todas la tierras que se extienden desde el Occidente hasta la India. Tú, por derecho, eres ahora la reina de todas las provincias, de quien reciben prestadas sus luces no sólo el ocaso, sino también el Oriente. Tú eres el honor y el ornamento del orbe y la más ilustre porción de la tierra, en la cual grandemente se goza y espléndidamente la gloriosa fecundidad de la nación [gens] goda. Con justicia te enriqueció y fue contigo más indulgente la Naturaleza con la abundancia de todas las cosas creadas, tú eres rica en frutos, en uvas copiosa, en cosechas alegre; te vistes de mieses, te sombreas de olivos, te coronas de vides. Tú eres olorosa en tus campos, frondosa en tus montes, abundante en peces en tus costas. Tú te hallas situada en la región más grata del mundo, ni te abrasas en el ardor tropical del sol, ni te entumecen rigores glaciales, sino que, ceñida por templada zona del cielo, te nutres de felices y blandos céfiros. Tú, por tanto, engendras todo lo que de fecundo producen los campos, todo lo que de valioso las minas, todo lo que de útil y hermoso los seres vivientes. Ni has de ser tenida en menos por aquellos ríos a los que la esclarecida fama de tus rebaños ennoblece. Ante ti cederá el Alfeo en caballos y el Clitumno en vacadas, aunque el sagrado Alfeo todavía ejercite por los espacios de Pisa a las veloces cuadrigas, para alcanzar las palmas olímpicas, y el Clitumno inmolara antiguamente muchos novillos en los sacrificios del Capitolio. Tú, fertilísima en pastos, ni ambicionas los prados de Etruria, ni te admiras, pletórica en palmas, de las arboledas de Molorco, ni envidias en las carreras de tus caballos a los carros de Élide. Tú eres feracísima por tus caudalosos ríos, tú amarilleas en torrentes que arrastran pepitas de oro, tú tienes la fuente engendradora de los buenos caballos, tú posees los vellones teñidos con púrpura indígena que centellean a la par de los colores de Tiro. En ti se encuentra la preciosa piedra fulgurante en el sombrío interior de los montes, que se enciende con resplandor parecido al del cercano sol. Eres, además, rica en hijos, en piedras preciosas y púrpura y, al mismo tiempo, fertilísima en talentos y regidores de imperios, y así eres opulenta para realzar príncipes, como dichosa en parirlos. Y, por ello, con razón, hace tiempo que la áurea Roma, cabeza de las gentes, te deseó y, aunque el mismo Poder Romano, primero vencedor, te haya poseído, sin embargo, al fin, la floreciente nación de los godos, después de innumerables victorias en todo el orbe, con empeño te conquistó y te amó y hasta ahora te goza segura entre ínfulas regias y copiosísimos tesoros en seguridad y felicidad de imperio” (en época romana escribieron alabanzas de España Pomponio Mela, Marcial, Pompeyo Trogo, Plinio, Pacato y Claudiano, en las que aparecía ya como una magnífica tierra: fértil, saludable, rica en metales, y productora de grandes hombres).

San Isidoro de Sevilla (Bartolomé Esteban Murillo). Cuando se logró la unificación de la península con la ocupación de los últimos territorios que dominaban los bizantinos (lo que fue la primera reconquista de la historia de España), el éxito fue celebrado por san Isidoro como el mayor logro del reino visigodo: “Pero después que subió a la dignidad del poder real [Suintila], ocupó, en un combate que se entabló, las ciudades restantes, que administraba el ejército romano de España, alcanzó por su feliz éxito la gloria de un triunfo superior a la de los demás reyes, ya que fue el primero que obtuvo el poder monárquico sobre toda España peninsular, hecho que no se dio en ningún príncipe anterior” (De origine Gothorum, c. 62).
Por eso, cuando desapareció el reino visigodo no terminó la historia de España. Como no era una expresión geográfica, pudo aparecer en fecha temprana la idea de Reconquista, un fenómeno que singulariza la historia de España: “La Reconquista fue una hazaña tan grande y singular que por solo esta razón la Historia de España es totalmente diferente a las demás” [Stanley G. Payne, En defensa de España: Desmontando mitos y leyendas negras, Espasa, Madrid, 2017, p. 48]. Y es que como escribió J.A. Maravall, “el qué de la Reconquista […] se define con una sola palabra: Hispania” [El concepto de España en la Edad Media, p. 287], y no –por cierto–, el reino visigodo, pues no hubo ningún intento de recuperar la Septimania o Narbonense; en cambio, las Baleares, que no habían pertenecido a la monarquía goda, pero sí a la diocesis Hispaniarum, fueron conquistadas antes que media España.
Y es que España había generado un sentimiento de pertenencia, si no quiere llamársele “patriotismo”. Su mejor testimonio en el siglo VIII es el famoso lamento por la pérdida de España –que no del reino visigodo– de la Crónica mozárabe de 754, compuesta una generación después del fin del reino visigodo y que tuvo mucha influencia en los siglos siguientes. Como habla por sí solo, merece su reproducción:
“[…] mientras devastaban España los ya mencionados expedicionarios y ésta se sentía duramente agredida no sólo por la ira del enemigo extranjero, sino también por sus luchas intestinas, el propio Muza, como las columnas de Hércules lo encaminaban hacia esta desdichada [tierra], […] penetra en ella –injustamente destrozada desde tiempo atrás e invadida– para arruinarla sin compasión alguna.
[…] Y así, con la espada, el hambre y la cautividad devasta no sólo la España ulterior sino también la citerior hasta más allá de Zaragoza […]. Con el fuego, deja asoladas hermosas ciudades, reduciéndolas a cenizas, manda crucificar a los señores y nobles y descuartiza a puñaladas a los jóvenes y lactantes. De esta forma sembrando en todos el pánico, las pocas ciudades restantes se ven obligadas a pedir la paz, e inmediatamente, complacientes y sonriendo, con cierta astucia conceden las condiciones pedidas. Pero asustados huyen por segunda vez en desbandada a las montañas y mueren de hambre y otras causas.
Así, sobre esta España desdichada […] establecen un reino bárbaro. ¡¿Quién podrá, pues, narrar tan grandes peligros?! ¡¿Quién podrá enumerar desastres tan lamentables?! Pues aunque todos sus miembros se convirtiesen en lengua, no podría de ninguna manera la naturaleza humana referir la ruina de España ni tantos y tan grandes males como ésta soportó. Pero para contar al lector todo en breves páginas, dejando de lado los innumerables desastres que desde Adán hasta hoy causó, cruel, por innumerables regiones y ciudades, este mundo inmundo, todo cuanto según la historia soportó la conquistada Troya, lo que aguantó Jerusalén, según vaticinio de los profetas, lo que padeció Babilonia, según el testimonio de las Escrituras, y, en fin, todo cuanto Roma enriquecida por la dignidad de los apóstoles alcanzó por sus mártires, todo esto y más lo sintió España tanto en su honra, como también de su deshonra, pues antes era atrayente, y ahora está hecha una desdicha” (cc. 54-55).

En el proceso de hispanización fueron muy importantes los grandes historiadores del siglo XIII. Entre ellos, destaca el navarro Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo. Según José Antonio Maravall, “la historia del Toledano, dota sistemáticamente a ese objeto histórico que es España de una continuidad que no se quiebra desde los orígenes hasta su momento presente. Desde entonces, España aparece como un todo en el tiempo, como un largo proceso seguido, que tiene un mismo comienzo y un desarrollo común. Ser españoles no es sólo, desde la gran creación del Toledano, habitar un mismo suelo, ni siquiera tener un lazo de parentesco con la comunidad actual de gentes, sino a través de un largo desenvolvimiento, venir de una fuente única de la que incluso procede, para cuantos derivan de ella, el nombre común de españoles. Las leyendas e invenciones con que el Toledano construyó el sustrato remoto de la historia común de esos españoles se difundieron por todas partes. Por esa razón, se hace general en nuestros historiadores esa manera de componer sus obras, que consiste en presentar la primera parte de su narración unitariamente, desde los orígenes hasta los godos, abriéndose tras éstos, con la invasión árabe, un paréntesis que, por su propia condición de tal, postulaba que un día había de ser cerrado. Creo, sinceramente, que la gran figura del navarro-castellano Jiménez de Rada es uno de los factores de integración de la unidad moderna de España” .
El texto que tuvo mucha influencia en los siglos siguientes: “El motivo de la pérdida de España será un recurso literario e ideológico de gran fortuna en las crónicas medievales españolas, que llega a convertirse en un lugar común” (Mateo Ballester, op. cit., p. 93). Un ejemplo significativo de esa es el Llanto por España y los godos de Jiménez de Rada:
“Por tanto, concluida la batalla [de Guadalete] de forma lamentable y, como apenas hubo nadie que no hubiera acudido a ella desde cualquier parte, muertos todos entre sí, quedó la tierra vacía de gente, cubierta de sangre, empapada de llanto, atronada de lamentos, abierta a los de fuera, extraña a los suyos, despojada de habitantes, privada de sus hijos, confundida por los bárbaros, podrida por la sangre, menoscabada por la herida, desasistida de defensa y desprovista del consuelo de los suyos. Ya surgen otra vez los estragos de Hércules, ya vuelven a supurar las heridas cicactrizadas de los vándalos, alanos y suevos. La que tiempo atrás fue herida por la espada de los romanos, sanada luego por la medicina de los godos, ahora se abate a sí misma al haber perdido ya a sus crías […]. «¡Mirad si hay un dolor como el mío!». […] España llora a sus hijos y no puede ser consolada porque no hay quien lo haga […] ¿Qué calamidades no recayeron sobre España? Los niños son masacrados, a la muerte los adolescentes son lanzados, con espadas los jóvenes son aniquilados, en los combates los hombres son destrozados, en la derrota los ancianos son exterminados, y a los que la vejez y la senectud había hecho dignos de respeto, a ésos la crueldad de los africanos los derriba para eliminarlos; las mujeres son destinadas al deshonor, y las más bellas, al ultraje. […] ¿Quién suministrará agua a mi cabeza y una fuente de lágrimas a mis ojos para que pueda llorar la ruina de los hispanos y la calamidad del pueblo de los godos? Enmudeció la santidad de los sacerdotes […], se perdió el magisterio de la fe […]; los templos son derruidos […], y donde se alababa con alegría se desafía con blasfemias; la cruz de la salvación es arrojada de los lugares santos, no hay quien se preocupe por salvarse. […] no hay quien exulte en las Iglesias, y se mofa la proclamación de Mahoma; […]; los enemigos consumen la tierra, y toda morada se vacía cuando perece su morador; las ciudades son devoradas por el fuego y todos los vergeles son talados. […] Lo que soportó aquella gran Babilonia […]; lo que padeció Roma […]; lo que sufrió Jerusalén […]; lo que sintió la noble Cartago […]; todo eso lo experimentó la pobre España, sumadas las desgracias de todos los desastres, y no queda quien la compadezca [De rebus Hispaniae, III, XXII; los subrayados corresponden a pasajes bíblicos].
Es evidente que una expresión geográfica no puede suscitar estos sentimientos.
No: España no fue una expresión geográfica ni siquiera al principio, cuando debería haberlo sido. Eso significa también que España, en cierta medida, es el resultado de un malentendido inicial, cuando se dio una identidad a unos habitantes que no podían tenerla porque no habían vivido juntos. Pero así es la historia de las naciones reconocidas internacionalmente que se ha escrito derecho con renglones torcidos.
