Europa occidental: un milenio sin invasiones

“El que tiene oídos para oír, oiga”
(Marcos, 4,9)

En el último milenio Occidente ha protagonizado el progreso más memorable de la historia de la humanidad. Un desarrollo económico extraordinario que ha propiciado un bienestar impensable hace siquiera dos siglos, cuando Napoleón todavía se trasladaba a caballo y se iluminaba con velas, doblando con creces la esperanza de vida al nacer, que en época preindustrial se situaba siempre por debajo de los 35 años. La formación de las primeras sociedades abiertas en las que se vive en democracia, con una libertad y unos derechos, que no tienen precedentes. Y un impresionante desarrollo cultural que ya en el siglo XVII, con la revolución científica de esa centuria, permitió salir de la edad de la ignorancia y una tecnología que ahorra trabajo y ha permitido vivir cada vez mejor. Los beneficios de esta historia extraordinaria se han extendido por toda la Tierra, cuya población se ha multiplicado por ocho. Dado que hay una izquierda desnortada que predica con grosera ignorancia que Occidente es la civilización que más daño ha hecho al mundo, cabe recordar simplemente la significativa gráfica publicada por Hans Rosling sobre “la salud y la riqueza de Suecia de 1800 hasta hoy”, en la que aparecen todos los países, pues muestra, por ejemplo, que el nivel alcanzado en 2017 por Malasia es el de Suecia en 1975; el de Egipto, el de Suecia en 1948; el de Zambia, el de Suecia en 1921; el de Lesoto, el de Suecia en 1891; y no sigue, porque ese último país africano es el que menos esperanza de vida y riqueza ofrece hoy a sus habitantes: cualquier Suecia anterior a 1890 sería hoy el país más atrasado del mundo [Factfulness: Diez razones por las que estamos equivocados sobre el mundo: Y por qué las cosas están mejor de lo que piensas, Deusto, Barcelona, 2018, p. 76].

La salud y la riqueza de Suecia de 1801 hasta hoy.
Hans Rosling, Factfulness, p. 76.

En la introducción a su gran historia de La Edad Media, Robert Fossier, ante el reto de explicar el gran desarrollo que conoció Occidente a partir del siglo X, escribió lo siguiente:

“Afirmo, sin reservas, un rasgo que no se suele poner suficientemente de relieve: de todas las regiones habitables del mundo, Extremo Occidente es, con mucho, la peor dotada por la naturaleza; no posee grandes yacimientos de metales ni petróleo –demasiado bien lo sabemos–, sus suelos no cuentan entre los más fértiles, el clima es inseguro, la vegetación irregular, los ríos mediocres, y adolece además de una extrema división en compartimientos. ¿Quién ignora que Asia, África o América rebosan de posibilidades muy superiores, aunque en algunos casos todavía desaprovechadas? Hacer que este «diminuto cabo de Asia», este mediocre pedazo del mundo diera de sí hasta imponerse a regiones remotas, a culturas más viejas e ilustres que la suya, no debió de ser fácil para nuestros antepasados ni pudo lograrse con rapidez, y no resulta sencillo discernir qué fue lo que les ayudó durante tanto tiempo. ¿La providencia divina? Poco creemos ya en ella. ¿El genio de las razas? A fuerza de machacarnos con esta idea, solo se ha conseguido demostrarnos lo contrario. ¿El suelo y el clima? Acabo de afirmar sus deficiencias. No dispongo de solución alguna para este problema, y tampoco la busco. Me limito a declarar que el nacimiento de una Europa conquistadora del mundo constituye un gran episodio de la historia humana, que este es meritorio, que no me sonroja, y que se llama «la Edad Media»” [La Edad Media, Crítica, Barcelona, 1988, I, pp. 18-19].

Aunque el autor exagera bastante, es cierto que la causa del éxito no puede buscarse em la geografía. Tampoco en la población (aunque sea otra verdad políticamente incorrecta, hay demasiadas evidencias que muestran que el coeficiente medio de inteligencia es mayor en el extremo Oriente). Si no fuera así, tendríamos un problema mayor: ¿Cómo explicar que Occidente no haya sido el centro del mundo desde hace milenios? Como siempre, la explicación la tenemos que buscar en la Historia.

En el éxito de Occidente hay dos grandes factores, uno aparecido en la Antigüedad y el otro en la Edad Media.

El primero es la cultura aparecida en Grecia en la primera mitad del primer milenio antes de Cristo, un fenómeno imposible de explicar satisfactoriamente, por lo que se habla del milagro griego. Una cultura, que es la de Occidente, que presenta tres elementos que propician una gran capacidad de desarrollo: el humanismo, el racionalismo y el ansia de conocimiento desinteresado, es decir, no ligado a la satisfacción de una necesidad práctica [he tratado el asunto en “El nacimiento de Europa”, Historia 16, 364, agosto-2006, pp. 10-29].

El otro factor es el feudalismo, que, sin embargo, goza de muy mala fama, en buena medida porque es mal conocido. Ese desconocimiento se explica muchas veces porque, probablemente, es el concepto más discutido de la historiografía, con innumerables definiciones. No puedo entrar en ese problema, que daría para un libro (que casi tengo terminado). Simplemente precisaré que me refiero al feudalismo que permitió compartir la soberanía, que, ahora, resulta imposible de compartir (el concepto no apareció hasta el siglo XVI). Y es el que el feudalismo no destruyó lo que quedaba del Estado antiguo, sino que evitó la atomización completa, creando un nuevo orden, que con el tiempo produjo el Estado absolutista (un nombre muy exagerado para el poder que tuvieron los monarcas, que se explica por la situación que le precedió). Ese reparto del poder supuso una pacificación de la política que se observa muy bien en la casi desaparición completa de los magnicidios (y las purgas de nobles), cuando la mayoría de los emperadores romanos murieron asesinados (los magnicidios continuaron en el imperio bizantino y en el Islam, donde tres de los cuatro califas del Califato Perfecto murieron asesinados, como sucedió con la gran mayoría de los emires granadinos al final de la Edad Media). A ello hay que añadir que el pacto feudal entre señores y vasallos era un contrato sinalagmático que los igualaba [F.L. Ganshof, El feudalismo, Ariel, Barcelona, 2ª ed., 1973, pp. 96-97 y 130], pues establecía derechos y deberes entre ambas partes, lo que enseñó a obedecer no porque sí, sino a cambio de algo, y a mandar aceptando obligaciones (e hizo compatible el servir, propio de los siervos, con la nobleza). No fueron sólo los derechos de los vasallos nobles. Por eso, los hombres que vivieron en el Antiguo Régimen no consideraron que lo hacían en un régimen despótico; el despotismo era lo que caracterizaba a Asia. Lo que singularizaba a Europa es que estaba gobernada por “monarquías limitadas por el respeto hacia las personas y los bienes de sus súbditos” [Perry Anderson, El Estado absolutista, Siglo XXI, Madrid, 1979, p. 408]. Los derechos de las personas que limitaban el poder real eran los privilegios (etimológicamente leyes privadas), llamados “libertades”. Las libertades –limitadas en el contenido y en su extensión social– no eran la Libertad (palabra muy poco empleada en singular), ni aunque se sumaran todas y fueran dadas a un colectivo privilegiado. Pero no puede ser casualidad que la libertad y el liberalismo aparecieran en Occidente, porque ya era desde la Edad Media la tierra de las libertades. Por eso, Luis Suárez Fernández pudo escribir “el feudalismo es, en Occidente, un primer paso hacia la libertad” [La Europa de las cinco naciones, Ariel, Madrid, 2008, p. 19] Y Fernand Braudel: “«De las libertades a la libertad» es la fórmula que ilumina toda la historia de Europa en uno de sus derroteros fundamentales” [Las civilizaciones actuales: Estudio de historia económica y social, Tecnos, Madrid, 1966, p. 273].

La fragmentación de la soberanía hizo posible la aparición de las ciudades autónomas en los intersticios entre los poderes (y corporaciones tan importantes como las universidades, gremios o confederaciones comerciales como la Hansa o la Hermandad de las Marismas de Castilla). Así, reapareció el municipio, una importante singularidad occidental. De esa manera, “el modo de producción feudal fue el primero que le permitió [a la ciudad] un desarrollo autónomo en el marco de una economía natural agraria” [Perry Anderson, Transiciones de la Antigüedad al feudalismo, Siglo XXI, Madrid, 1979, p. 150], con lo que eso supuso para el desarrollo de las actividades económicas urbanas (comercio, industria, crédito). El feudalismo también propició la aparición de los primeros parlamentos, “algo nuevo en el escenario histórico mundial, una novedad occidental” [Francis Oakley, Los siglos decisivos: La experiencia medieval, Alianza, Madrid, 1980, p. 128]. La Antigüedad había desconocido el concepto de representación. Fue la Iglesia la que lo introdujo. Y el feudalismo el que produjo los parlamentos, el primero de los cuales fue el del reino de León, aparecido en 1188. Fue la consecuencia de la aplicación de los dos deberes de los vasallos: auxilium et consilium. Y es que las asambleas representativas no fueron una conquista de los súbditos, sino originalmente una ampliación de la Curia Real, con la participación ocasional de representantes de ciudades, para votar nuevos impuestos, pues “quod omnes tangit ab omnibus approbari debet” (lo que a todos atañe, por todos debe ser aprobado), un brocardo del derecho canónico, inspirado en el derecho romano, que constituyó el principio fundamental del parlamentarismo medieval que nos ha llevado al liberalismo y la democracia (y del que ahora se olvidan los apóstoles del mal llamado “derecho a decidir”). Por eso, Joseph R. Strayer pudo escribir que “en realidad, en un principio los soberanos parecían más entusiasmados con las asambleas de representantes que sus súbditos. Una asamblea casi nunca negaba al gobernante apoyo político o financiero; para quienes eran convocados a ella significaba una pérdida de tiempo y, muy menudo, la imposición de nuevas cargas económicas” [Sobre los orígenes medievales del Estado moderno, Ariel, Barcelona, 1981, p. 91]. Pero los deberes de consejo y auxilio se convirtieron pronto en derechos. Y eso sólo fue una parte de la herencia del feudalismo: “El legado político medieval fue fundamentalmente constitucionalista, esto es, fundamentalmente preocupado por la imposición de límites, legales e institucionales, al ejercicio del poder monárquico o ejecutivo en el gobierno y fundamentalmente preocupado, también, por el desarrollo o la conservación de las formas institucionales por las que puede obligarse al monarca a buscar alguna clase de consenso popular para las políticas principales que elige en su gobierno” [F. Oakley, Los siglos oscuros, p.126].

Ciertamente, el legado positivo del feudalismo, que es mayor del que se puede precisar en este artículo, no fue la consecuencia de la voluntad de los feudales. Responsabilidad suya fueron los abusos, la violencia y el desorden con los que se asocia el feudalismo (aunque el feudalismo jurídico-político fue más bien un intento de poner orden y no el creador del desorden). Pero la mano invisible sobre la que escribió Adam Smith, que promueve una finalidad que no formaba parte de la intención, no opera sólo en la economía. A veces la Historia se escribe derecho con renglones torcidos. Marc Bloch acabó La sociedad feudal con la siguiente frase: “por duro que ese régimen [feudal] haya sido para los débiles, ha legado a nuestras civilizaciones algo de que todavía deseamos vivir” [Akal, Madrid, 1986, p. 466].

Otón I

En el éxito de Occidente, hay otro factor del que no suele hablarse y que conviene recordar. Y es que desde la batalla del río Lechfeld en el 955 ganada por Otón I a los húngaros, Europa occidental ha estado a salvo de las invasiones, que hasta entonces había sufrido. Europa oriental no tuvo tanta suerte: hasta allí llegó la invasión de los mongoles en el siglo XIII, y en el XIV comenzó la amenaza turca.

Batalla de Lechfeld

Desde el comienzo, las civilizaciones siempre estuvieron amenazadas los bárbaros que les rodeaban. Ordinariamente, evitaban la invasión de unas gentes que envidiaban su nivel de vida. Pero, a veces fracasaban y de producían destrucciones y, casi siempre, un retroceso. Europa occidental sufrió invasiones en la Prehistoria, de las cuales la más famosa fue la indoeuropea. El imperio romano durante más de medio milenio contuvo a los bárbaros. Pero las invasiones germánicas acabaron con él [sobre el retroceso que eso supuso, que niegan los relativistas, he tratado en “La Edad Oscura (siglos V-VIII): Sobre ciertas deficiencias de la historiografía”, Letras de Deusto, 118, 2008, pp. 93-125]. Luego, a partir del siglo VIII, se produjo “el segundo asalto a la Europa cristiana”, que duró hasta el siglo X y fue protagonizado por musulmanes, vikingos, eslavos (sobre todo en el imperio bizantino) y húngaros [Lucien Musset, Las invasiones: El segundo asalto a la Europa cristiana (siglos VII-XI), Labor, Barcelona, 2ª ed., 1975, 269 pp.].

Guerreros húngaros del siglo X. Se piensa que la palabra “ogro” deriva de “húngaro”, lo que testimoniaría el terror que produjeron (otra posibilidad es que provenga de “orco”).

Las demás civilizaciones tuvieron que esperar al descubrimiento de la artillería para acabar con la amenaza de las invasiones bárbaras (aunque China sufrió la de los manchúes en el siglo XVII). La precocidad de Europa occidental en librarse de esa amenaza tiene una explicación importante en la geografía, que no ha sido tan desfavorable, como adujo Robert Fossier. Europa, en realidad, no es un continente: es la punta occidental de Asía. Una gran península triangular, rodeada de agua por dos de sus tres partes. Su posición también le ha protegido de las invasiones, ya que está alejada de Asia Central, un territorio que históricamente ha fabricado más habitantes que recursos, lo que ha hecho que haya sido el territorio que más invasores ha producido (cabe recodar que fue la presión de los hunos la que empujó a los germanos contra el imperio romano).

El cese de las invasiones tuvo dos ventajas. Una, es que Occidente se libró de las destrucciones que arruinaban la economía y que, de alguna manera, obligaban a empezar de nuevo. Y la segunda, es que unas poblaciones estables ganaran progresivamente cohesión, lo que es muy bueno para su desarrollo y evita problemas que no es preciso recordar. No es una casualidad que las fronteras más antiguas se encuentren en Europa occidental y que ahí haya aparecido la idea de nación nacionalista, que progresivamente se ha extendido al mundo. Esa situación, que propició una población milenaria, se ha perdido a partir de la segunda mitad del siglo XX con las consecuencias que están a la vista.

Eurasia

La importancia de lo comentado se entiende mejor si se recuerda que a mediados del siglo X, el siglo de hierro, la civilización occidental era la menos desarrollada del Viejo Mundo. Ya en la Plena Edad Media (siglos XI-XIII) se pusieron, por los menos, las bases de la primacía de Occidente (entre las que se incluyen la recuperación del humanismo y del racionalismo, gracias al renacimiento del siglo XII). Y, como en este mundo no hay término medio, Occidente pasó de invadido a invasor. Aquella fue la época de las Cruzadas, la del mayor avance de la Reconquista y de la gran marcha hacia el este de los alemanes (Drang nach Osten). Luego, tras la crisis del siglo XIV, vino el Renacimiento, cuyos logros, como los de las épocas, siguientes no es necesario recordar.

El que quiera entender que entienda.

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