En la actualidad, el mes de Febrero siempre es el más corto del calendario. Sin embargo, cada cuatro años, y en función de si el año es divisible entre cuatro, el mes suma un día más para lograr compensar el desfase entre el calendario que empleamos, y el año trópico; que así es como se le llama al natural.
Sin embargo, existe una larga historia respecto a la formación y aceptación del calendario gregoriano, que es el que empleamos a día de hoy. Nos remontamos a la antigüedad clásica, en Roma, para explicar este dato.
Ya existían muchos sabios de la astronomía en la Edad Antigua que habían conseguido delimitar los días entre los equinoccios y los solsticios; y aunque algunas culturas habían adaptado su calendario a estas investigaciones, otras aún daban rodeos y acababan empleando otro.
En Roma, el “fundador”, mítico o histórico, Rómulo, quería implantar un calendario que organizase los festivos religiosos y militares que, en aquella época, aumentaban día a día. La cultura romana, al igual que otras tantas, se decidió por hacer uso de un calendario propio denominado “calendario lunar”. Atendiendo a las fases lunares, el número total de días por mes se reducía a 29’5.
El calendario de Rómulo estaba provisto de diez meses, que iban desde Marzo hasta Diciembre, dejando sin contabilizar el período de tres meses del inicio del año. Los meses alternaban 30 y 31 días, empezando siempre por 31. Este sistema, entre otros problemas, incluía el error de no contabilizar todos los días del año trópico.
Pronto llegó al poder Numa Pompilio, II rey de Roma, quien también realizaría sus aportaciones al desarrollo del calendario. Debido a la creencia popular que se tenía en la Roma clásica de que los números pares daban mala suerte, Pompilio decidió retirar un día de todos los meses que tuviesen 30, dejando la cifra en 29.
Según su lógica, cada año debía comprender doce ciclos lunares, de modo que el año tendría 354 días; totalidad mucho más cercana a la realidad que hoy conocemos. Tuvo que añadir 56 días al anuario para llegar a esa cifra, pero debido de nuevo al mal presagio de los números pares, sería 57 la cifra elegida finalmente. Para realizar la inclusión de los días de forma lógica, el rey decidió añadir dos meses más al final del calendario. Los nombraría Januarius, con 29 días y Februarius, con 28. En esta ocasión la cifra era par, pero como este mes estaba dedicado a la Purificación Espiritual, lo permitieron sin más problemas.
Los romanos no tardaron en ver el mal funcionamiento de las aportaciones de su gobernante, Numa Pompilio; pues no estaban aún contabilizados todos los días que la tierra tarda en dar una vuelta en torno al sol. Eso implicaba que, al tiempo, se produjese un gran desfase y las estaciones dejasen de estar sincronizadas con los meses.
A partir de esta última actualización, se complica de forma sustancial el asunto. Los romanos comienzan a separar Febrero en dos meses, uno con 23 días y otro con 5. Sin embargo, al continuar faltando días para completar el año, cada dos años se eliminaba el segundo bloque de cinco días del mes de Febrero, introduciendo en su lugar un mes intercalado cuya totalidad era 27 días. Pero, cada cuatro años, el primer bloque de Febrero debía tener 24 días en lugar de 23. El resultado era el siguiente: Cada bloque de cuatro años se formaba por un total de 1.465 días; es decir, 366’25 al año.
Pese a continuar siendo inexacto, este calendario se acercaba aún más a la realidad del movimiento terrestre en torno al sol. No obstante, y tal y como solía ocurrir en la antigua Roma, la política comenzó a hacer de las suyas. Los integrantes aceptaban o no este sistema en función de si les beneficiaba para estar más o menos tiempo en el poder. Las guerras también llevaban consigo el no contabilizar los meses intercalados.
Julio César sería el siguiente en llegar al poder. Él, que había pasado algunos periodos en el antiguo Egipto, traía consigo la idea del calendario que se empleaba en aquellas tierras. Fue así como a partir del año 46 a.C. Julio César decidió acabar con el calendario lunar, imponiendo un calendario solar compuesto por 365 días.
Los últimos meses incluidos en el calendario, Enero y Febrero, fueron desplazados al inicio de éste. También se añadieron varios días a diversos meses para conseguir la cifra deseada de 365. El mes de Febrero poseía en este momento un total de 29 días, pero como el año tiene algo más de 365, Julio César incluyó un día extra en este mes cada cuatro años. El emperador, para homenajear su esfuerzo y trabajo en el calendario, cambió el nombre al mes Quintilis, en el que él había nacido, por Julius.
El emperador Augusto, sucesor de Julio, realizó también pequeñas modificaciones. Y así, pasó a nombrar el mes Sextilis, el mes en el que había nacido, por Augustus. Como consideraba que aquel era su mes, y debía diferenciarse del resto, le añadió un día más que previamente quitó a Febrero, concluyendo éste con 28 días, y Agosto con 31.
Las últimas modificaciones que se produjeron en el calendario fueron durante el siglo XVI, de la mano del Papa Gregorio. En su honor pasó a llamarse calendario gregoriano. Este es el calendario que seguimos empleando en la actualidad.
Aunque resultó un proceso arduo y tedioso, y requirió de mucho tiempo, así es como se consiguió formar el almanaque con el que nos guiamos a día de hoy.
El año bisiesto surgió entonces para solucionar el problema de la exactitud del calendario. Debido a que cada año posee un total de 365’24 días, cada cuatro años se añade un día más al mes de Febrero, evitando así cualquier tipo de desfase en el tiempo. Así es como nace el año bisiesto.
Sin embargo, no siempre se cumple esta regla. Existe una forma de calcularlo, y es la siguiente: Un año es bisiesto si es divisible por 4, excepto el último de cada siglo (aquellos divisibles por 100), que para ser bisiestos, también deben ser divisibles por 400.