
Fernando VII (1784-1843) es el peor rey de la historia de España. Comenzó a reinar con el motín de Aranjuez (18-19 de marzo de 1808), una rebelión contra su padre, Carlos IV, que dio la oportunidad a Napoleón para apoderarse de España y propició la Guerra de la Independencia (1808-1814). Su segundo reinado (1814-1833) significó la aparición de las dos Españas y de una feroz represión, desconocida hasta entonces, que avergonzó a los monarcas absolutistas, que hacían políticas paternalistas. También comenzó la época de los golpes de estado; el mismo dio dos, para comenzar cada uno de sus reinados. Perdió casi todo el imperio ultramarino, porque no estuvo dispuesto a buscar a algún acuerdo y sólo fue capaz de enviar a América diez mil soldados, en 1815, cuando Napoleón no había podido conquistar la península ibérica con más de trescientos mil hombres. España, que no tuvo ningún protagonismo en el Congreso de Viena, a diferencia de Francia, pese a formar parte de los vencedores, se convirtió definitivamente en una potencia de segundo orden. Dejó al país y a la Hacienda arruinados, porque fue incapaz de solucionar ningún problema. Y es que como escribió Karl Marx fue “un príncipe tan ávido de autoridad como como incapaz de ejercerla; un príncipe que fingía tener poder absoluto para renunciar a él en manos de sus lacayos” (La revolución española, Alianza, Madrid, 2ª ed., 2014, p. 125). Afortunadamente sólo vivió 48 años, pero su muerte significó inmediatamente el comienzo de una terrible guerra civil de siete años.
Además, como persona, no se le ha encontrado ninguna virtud. Pero sí todo tipo de maldades, que lo convierten en uno de los personajes más siniestros de la historia de España.
Pese a haber conspirado tanto tiempo para conseguir el poder, lo cedió fácilmente a Napoleón, menos de dos meses después de haberlo conseguido. Primero, el 6 de mayo de 1808, en Bayona, creyendo que lo devolvía a su padre, quien el día anterior había renunciado a sus derechos en favor de Napoleón. Para evitar cualquier reclamación de Fernando VII, que podía alegar desconocimiento de la renuncia de su padre, Napoleón consiguió que aquél renunciara el 10 de mayo completamente a sus derechos a la corona española. A esa renuncia se sumaron los otros miembros de la familia real que podían reclamar el trono: el infante Don Antonio, hermano de Carlos IV al que Fernando VII había encomendado la presidencia de la Junta de Gobierno, que le sustituyó en su ausencia y que había marchado a Bayona por orden de Murat; Don Carlos, hermano menor de Fernando, que en 1833 no tendrá reparo en provocar una guerra civil porque no podía renunciar a los derechos que la Providencia le había otorgado y reconocer a su sobrina, Isabel, como reina; y el infante Francisco de Paula, hijo menor de Carlos IV, cuya marcha de Madrid provocó el levantamiento del 2 de mayo. Lo único que negociaron fueron las compensaciones económicas por sus renuncias, a fin de asegurarse una buena vida.

Camino del exilio, el día 12 de mayo, en Burdeos y ya sin la presión de Napoleón, Fernando VII, Carlos y el tío Antonio demostraron su extraordinaria bajeza firmando una proclama absolviendo a los españoles de sus obligaciones, con el único objetivo de agradar al Emperador y asegurar su dominio en España:
“Creen SS.AA.RR. dar la mayor muestra de su generosidad, al amor que la profesan y del agradecimiento con que corresponden al efecto que le han debido, sacrificando en cuanto esté de su parte sus intereses propios y personales a beneficio suyo y adhiriendo para esto como han adherido por un convenio particular, a la cesión de sus derechos al trono; absolviendo a los españoles de sus obligaciones a esta parte y exhortándoles como lo hacen, a que miren por los intereses comunes de la Patria manteniéndose tranquilos, esperando su felicidad de las sabias disposiciones y del poder del Emperador Napoleón, y que prontos a conformarse con ellas, creen que darán a su Príncipe y a ambos Infantes el mayor testimonio de su lealtad, así como SS.AA.RR. se lo dan de su paternal cariño, cediendo todos sus derechos y olvidando sus propios intereses, por hacerle dichosa, que es el único objeto de sus deseos”.
Cabe destacar que en esos momentos tales personajes creyeron que salían de historia de España. Y, por tanto, que no les importó hacerlo de forma tan indigna.

Carlos IV, que con su esposa y Godoy, se había marchado antes de Bayona, también se había adelantado en servir a Napoleón con un llamamiento para favorecer el dominio adquirido por el Emperador en España, que realmente era ilícita, no sólo por el evidente carácter forzado de las abdicaciones, sino, sobre todo, porque no se habían cumplido los requisitos legales, como había alegado Fernando VII cuando resistía a la renuncia. Así, el 8 de mayo, emitió su última orden al Consejo de Castilla, que en ese momento, dada la caótica situación que existía en España, era la máxima autoridad:
“He tenido a bien dar a mis amados vasallos la última prueba de mi paternal amor. Su felicidad, la tranquilidad, prosperidad, conservación e integridad de los dominios que la divina providencia tenía puestos bajo mi Gobierno, han sido durante mi reinado los únicos objetos de mis constantes desvelos […] Hoy, en las extraordinarias circunstancias en que se me ha puesto y me veo, mi conciencia, mi honor y el buen nombre que debo dejar a la posteridad, exigen imperiosamente de mí que el último acto de mí Soberanía únicamente se encamine al expresado fin, a saber, a la tranquilidad, prosperidad, seguridad e integridad de la monarquía de cuyo trono me separo, a la mayor felicidad de mis vasallos de ambos hemisferios.
Así pues, por un tratado firmado y ratificado, he cedido a mi aliado y caro amigo el Emperador de los franceses todos mis derechos sobre España e Indias; habiendo pactado que la corona de las Españas e Indias ha de ser siempre independiente e íntegra, cual ha sido y estado bajo mi soberanía y también que nuestra sagrada religión ha de ser no solamente la dominante en España, sino también la única que ha de observarse en todos los dominios de esta Monarquía. Tendréis lo entendido y así lo comunicaréis a los demás Consejos, a los Tribunales del Reino, jefes de las provincias, tanto militares como civiles y eclesiásticos y a todos los justicias de mis pueblos a fin de que este último acto de mi soberanía sea notorio a todos en mis dominios de España e Indias, y de que concurráis y concurran a que se lleven a debido efecto las disposiciones de mi caro amigo el Emperador Napoleón, dirigidas a conservar la paz, amistad y unión entre España y Francia, evitando desórdenes y movimientos populares, cuyos efectos son siempre el estrago, la desolación de las familias, y la ruina de todos”.
Eso sí: a partir de entonces el exilio de Carlos IV, en compañía de Godoy, transcurrió con discreción. Su mayor preocupación fue poder salir de caza las tardes.
Por la renuncia a los derechos al trono, Fernando, al que se reconocía el título de príncipe de Asturias, había sido compensado con una pensión alimenticia de 500.000 francos y una renta de otros 600.000, más la promesa de la propiedad del palacio de Navarra, en Evreux (Normandía), llamado así por haber sido construido por Carlos II el Malo. Los infantes Antonio, Carlos y Francisco de Paula, que tenía 14 años y acompañó en el exilio a sus padres, obtuvieron una pensión de 400.000 francos, las rentas que poseyeran en España y el título de altezas reales. Esas pensiones quedaban a cargo de la Hacienda española, a diferencia de los treinta millones de reales anuales, que había logrado Carlos IV, que debían ser pagados por el Estado francés (más de ocho millones de francos, una cantidad fabulosa si se tiene en cuenta que los ingresos de la Hacienda española no llegaban a los setecientos millones de reales).

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Napoleón no había comprado aún el palacio de Navarra (cuando lo hizo en 1809, terminó regalándolo a Josefina, tras el divorcio). Así que decidió confinar a Fernando y sus acompañantes en el castillo de Valençay, un gran palacio renacentista, cercano al Loira, que estaba en un lugar apartado y poco poblado, lo que favorecía las labores de vigilancia. Algunos le recomendaron una reclusión más severa, pero como comentó Napoleón a Talleyrand “como se ha entregado a mis brazos y me ha prometido que no hará nada sin una orden mía, y dado que todo va bien en España, de acuerdo con mis deseos, he tomado la determinación de enviarlo al campo y rodearlo de placeres y de vigilancia”.

El palacio de Valençay era propiedad de Talleyrand, que había renunciado al cargo de ministro de Asuntos exteriores, el 8 de agosto de 1807, tras la Paz de Tilsit. Lo había comprado en 1803 por sugerencia de Napoleón y con su ayuda financiera, para recibir a diplomáticos y extranjeros ilustres. Ahora Napoleón no sólo le alquiló el palacio por 50.000 francos anuales, que pagó los tres primeros años (luego lo descontó de la pensión comprometida), sino que ordenó a Talleyrand que recibiera a Fernando en Valençay y se ocupara de él, lo que hizo en los meses siguientes, hasta que se tuvo la seguridad de que era completamente inofensivo (también se desplazó la esposa del antiguo obispo). Para el desempeño de su misión, Napoleón le contó que Fernando “es indiferente a todo, muy material, come cuatro veces al día y no tiene idea de nada”.
Napoleón le pidió a Talleyrand que cuidara de que Fernando “se divierta y esté ocupado”. Y “si el Príncipe de Asturias se encariñase de una bella mujer, y ello fuera seguro, no habría ningún inconveniente, porque se dispondría de un medio más para vigilarle”. Con ese fin, se introdujeron cuatro o cinco mujeres en el palacio. Pero, en esa época, Fernando no estaba interesado en ese tipo de placeres. Seguramente, una de las razones que explican esa conducta es que Fernando estaba dotado de un aparato reproductor monstruoso (macrosomía genital). No sabemos con qué grado de acierto lo describió Prosper Merimée (1873-1870), el famoso autor de Carmen e historiador: “fino como una barra de lacre en su base, tan gordo como el puño en su extremidad; además, tan largo como un taco de billar”. Lo cierto es que Fernando tardó once meses en consumar su primer matrimonio, según el testimonio de la madre de la desdichada esposa (medio año antes, se había afeitado por primera vez). Al parecer, se encontró una solución en una almohadilla de tres o cuatro centímetros de grosor con un orificio en el centro, que minimizaba los daños colaterales (se ha atribuido la idea a la reina).
Eso sí: algunas veces se organizaron obras de teatro en el palacio. Y en 1812 una ópera, que fue la primera que vio Fernando, quien confesó que le gustó.
También se celebraron algunas fiestas. Pero el resto de los días fueron una repetición por la rutina a la que se sometieron de buen grado Fernando, su hermano y su tío, lo que sorprendió a Talleyrand. El destronado monarca se levantaba a las nueve. La hora siguiente la empleaba en vestirse, desayunar y rezar en la capilla. Luego hacía unos ejercicios espirituales durante una hora. A las once, asistía a misa, ejerciendo a menudo de monaguillo. Después, en una sala, con sus familiares, leía y comentaba la prensa y, si las había, las cartas llegadas de España. Y hasta la hora de la comida, que era a la una, oía la lectura de algún libro. Tras la siesta, Fernando tocaba el pianoforte y escuchaba nuevas lecturas. Si hacía buen tiempo, salía a dar un paseo a caballo o en coche; en caso contrario, jugaba a la pelota, al billar, a las cartas (tresillo) o al Loto Dauphin, un juego que de mesa muy de moda entonces entre la aristocracia francesa. A las seis, Fernando se retiraba con su hermano y Ostolaza, su confesor, para escuchar durante una hora la lectura de obras de Saavedra Fajardo (1584-1648). Después de un refresco, iban al oratorio para rezar durante un hora. De ocho a diez, con la presencia de las personas de más alcurnia del palacio, Fernando y su hermano jugaban a la lotería y al comercio, con apuestas muy moderadas, o a los juegos de mesa ya mencionados. Después de la cena, se rezaba el rosario en comunidad, lo que ponía fin al día. Así, Reiset, gobernador del palacio, pudo escribir en uno de sus informes que ayer vivieron como hoy y hoy como mañana; y Talleyrand que “todo lo que se puede decir de ellos durante estos cinco años es que vivieron”.
Fernando y sus parientes soportaron de buen grado esta monotonía porque ya estaban acostumbrados a las rígidas normas de la Corte española. Hasta tal punto fue así, que Talleyrand señaló que gozaron en Valençay de más libertad de la que habían tenido en España, donde, por ejemplo, para verse tenían que pedir permiso. Por eso, escribió que Fernando y Carlos “no habían podido ser jamás tan hermanos”. Los motivos de queja se redujeron a protestas cuando el personal no iba debidamente vestido.
Sin embargo, esa vida monótona resultaba muy cara. Sabemos que entre 1811 y 1813 los gastos rondaron los 150.000 francos al mes (un cura recibía entonces 500 francos). Una de las razones de esos elevados gastos eran las muchas compras que hicieron. Otra el gran séquito que les acompañaba, más de medio centenar de personas, entre la que había algunos nobles, que habían apostado por Fernando para medrar (la mayoría de los acompañantes fueron expulsados el 30 de marzo de 1809 y sustituidos por personas de más confianza para los franceses). Con la excusa de que la Hacienda española no generaba recursos Napoleón no pagó la renta de 600.000 francos que había concedido a Fernando, que se tuvo que conformar con el medio millón de la pensión alimenticia, que solía satisfacerse con retraso. Aun así, Fernando y sus parientes no se vieron apurados. Cuando abandonaron el palacio en marzo de 1814, había en caja 35.030 francos. A ese equilibrio contribuyó el que Fernando, como Carlos IV y otros familiares, viajara a Bayona con una buena cantidad de dinero, joyas y diamantes.
Cabe destacar el tiempo que dedicaba al día Fernando a las actividades religiosas. En sus paseos, solía hacer frecuentes visitas a la iglesia de Valençay, cuyo párroco, como el capellán francés del palacio, recibió bastante dinero. Y en el castillo, Fernando, su hermano y tío procedieron a cambiar los cuadros profanos, entre los que había obras Rubens, por otros religiosos. También crear su propia biblioteca. En 1812, Talleyrand ordenó que se le enviaran los libros y cuadros que no interesaban a sus huéspedes. Esa sincera religiosidad de Fernando y el mal que hizo cada día prueban que era un psicópata.
Fernando había asumido que su historia en España había acabado. Y para mejorar su situación en Francia, su propósito principal fue ganarse la confianza de Napoleón, aunque tuviera que reptar abyectamente. Vileza que resulta más extraordinaria si se tiene en cuenta que Fernando era una ser rencoroso en grado extremo, por lo que sólo podía aborrecer al Emperador, que lo había despojado de un poder por el que tanto había conspirado contra sus propios padres. Así se explican las serviles cartas que escribió a Napoleón.
Nada más llegar a Valençay, Fernando escribió a Napoleón para informarle de su llegada y “como homenaje muy debido y conforme totalmente a los sentimientos de mi corazón para con la persona de V.M.I. y R.”. Sin embargo, a Napoleón no le gustó la familiaridad con la que le trataba, llamándole “mi primo”, una fórmula empleada entre soberanos. El Emperador, por medio de Talleyrand, le comunicó que ese tratamiento era “ridículo y que me debe llamar simplemente Sire”, y, por tanto, dejaba claro que Fernando no era rey (nunca le había reconocido como tal; el deseo de que lo hiciera había propiciado que Fernando estúpidamente se metiera en la trampa de Bayona de manera voluntaria). Y así lo hizo a partir de entonces.
Pronto tuvo la ocasión de mostrar que había aprendido la lección y que su sometimiento no tenía límites. La oportunidad se la dio la elección de José I como rey de España. Así, el 22 de junio de 1808, le escribió a Napoleón una indigna carta en la que mostraba una abyecta satisfacción:
«Señor:
He recibido con sumo gusto la carta de V.M.I. y R. del 15 del corriente, y le doy las gracias por las expresiones afectuosas con que me honra y con las cuales yo he contado siempre. Las repito a V.M.I. y R. por su bondad en favor de la solicitud del duque de San Carlos y de D. Pedro Macanaz, que tuve el honor de recomendar.
Doy muy sinceramente, en mi nombre y de mi hermano y tío, a V.M.I. y R. la enhorabuena de la satisfacción de ver instalado a su querido hermano el rey José en el trono de España. Habiendo sido siempre objeto de todos nuestros deseos la felicidad de la generosa nación que habita en tan dilatado terreno, no podemos ver a la cabeza de ella un monarca más digno ni más propio por sus virtudes para asegurársela, ni dejar de participar al mismo tiempo el grande consuelo que nos da esta circunstancia.
Deseamos el honor de profesar amistad con S.M., y este motivo ha dictado la carta adjunta que me atrevo a incluir, rogando a V.M.I. y R. que después de leída, se digne presentarla a S.M. Una mediación tan respetable nos asegura que será recibida con la cordialidad que deseamos. Señor, perdonad una libertad que nos tomamos por la confianza sin límites que V.M.I. y R. nos ha inspirado, y asegurado nuestro afecto y respeto, permitid que yo renueve los más sinceros e invariables sentimientos, con los cuales tengo el honor de ser, Señor, de V.M.I. y R. su más humilde y muy atento servidor”.
Como ha escrito Emilio la Parra, autor de la biografía más importante de Fernando VII, “¿cabía corroborar de forma más contundente la abdicación de Bayona?’ [Fernando VII: un rey deseado y detestado, Tusquets, Barcelona, 2018, p. 206].

Fernando, además, adjuntó a su carta un escrito del séquito que le acompañaba con el ruego de que Napoleón la hiciera llegar a “S.M.C.”, “Su Majestad Católica”, el título del rey de España:
“Señor:
Todos los españoles que componen la comitiva de SS. AA. RR. los príncipes, Fernando, Carlos y Antonio, noticiosos por los papeles públicos de la instalación de la persona de V. M. C. en el trono de la patria de los exponentes, con el consentimiento de toda la nación, procediendo consecuentes al voto unánime, manifestado al Emperador y Rey en la nota adjunta, de permanecer españoles sin sustraerse de sus leyes en modo alguno, antes bien queriendo siempre subsistir sumisos a ellas, consideran como obligación suya muy urgente la de conformarse con el sistema adoptado por su nación, y rendir, como ella, sus más humildes homenajes a V. M. C., asegurándole también la misma inclinación, el mismo respeto y la misma lealtad que han manifestado al gobierno anterior, de la cual hay las pruebas más distinguidas, y creyendo que esta misma fidelidad pasada será la garantía más segura de la sinceridad de la adhesión que ahora manifiestan, jurando, como juran, obediencia a la nueva Constitución de su país, y fidelidad al rey de España José I. La generosidad de V. M. C., su bondad y su humanidad les hacen esperar que considerando la necesidad que estos príncipes tienen de que los exponentes continúen sirviéndoles en la situación en que se hallan, se dignará V. M. C. confirmar el permiso que hasta ahora han tenido de S. M. I. y R. para permanecer aquí; y asimismo continuarles, por atención a los mismos príncipes, con igual magnanimidad el goce de los bienes y empleos que tenían en España, con las otras gracias que a petición suya les tiene concedidas S. M. I. y R., hermano augusto de V. M. C., y constan de la adjunta nota, que tienen el honor de presentar a los pies de V. M. C. con la más humilde súplica.
Una vez asegurados por este medio de que sirviendo a SS. AA. RR. serán considerados como vasallos fieles de V. M. C. y como españoles verdaderos, prontos a obedecer ciegamente la voluntad de V. M. C. hasta en lo más mínimo; si se les quisiese dar otro destino, participarán completamente de la satisfacción de todos sus compatriotas, a quienes debe hacer dichosos para siempre un monarca tan justo, tan humano y tan grande en todo sentido como V. M. C. Ellos dirigen a Dios los votos más fervorosos y unánimes para que se verifiquen estas esperanzas, y para que Dios se digne conservar por muchos años la preciosa vida de V. M. C. En fin, con el más profundo y más sincero respeto, tienen el honor de ponerse a los pies de V. M. C. sus más humildes servidores y fieles súbditos, en nombre de todas las personas de la comitiva de los príncipes”.

No se trataba de un alarde inútil de servilismo. Como Fernando, los nobles que firmaban el escrito obraban pro domo sua, trataban de asegurar los bienes que tenían en España. Lo lograron: Urquijo, el ministro de Estado de José I, respondió asegurándoles los bienes y destinos que tenían en España.
Fernando no tuvo problemas superar la vileza que había mostrado. Así, el 6 de agosto, escribió a Napoleón para felicitarle por las victorias que estaba logrando en España contra los que estaban arriesgando vidas y bienes –y muriendo– para que volviera a ser rey (eso sí, sin innecesarias precisiones):
“Señor:
El placer que he tenido viendo en los papeles públicos las victorias con que la Providencia corona nuevamente la augusta frente de V. M. I. y R., y el grande interés que tomamos mi hermano, mi tío y yo en la satisfacción de V. M. I. y R., nos estimulan a felicitarle con el respeto, el amor, la sinceridad y reconocimiento en que vivimos bajo la protección de V. M. I. y R.
Mi hermano y mi tío me encargan que ofrezca á V. M. su respetuoso homenaje, y se unen al que tiene el honor de ser con la más alta y respetuosa consideración, señor, de V. M. I. y R. el más humilde y más obediente servidor”.
Dado que la resistencia española continuaba, Napoleón, a principios de 1810 consideró conveniente publicar las miserables cartas del canalla. Lo hizo en Le Moniteur, el diario oficial. Toda Europa pudo comprobar el ser despreciable que era Fernando, para cuyo comportamiento no se hallaban precedentes. En España, se trató de que no se difundieran esas cartas y se intentó mostrar su falsedad.
Que Fernando se enterara que sus cartas se publicaban no evitó que siguiera arrastrándose en la ignominia. Con el propósito de poder abandonar la vida monótona en Valençay con la excusa de la segunda boda de Napoleón, escribió una nueva carta al Emperador el 21 de marzo de 1810. Cabe destacar los siguientes pasajes en los que alude a las beneficiosas consecuencias políticas para Napoleón que tendría su asistencia a la boda y a su condición de príncipe francés:
“¿Me atreveré á recordará V.M.I. y R., en ocasión tan solemne, que mi deseo más ardiente, el que me ocupa sin cesar, es el permiso de pasar a París para ser testigo del matrimonio de V.M.I. y R. Tanta bondad excitaría mi eterno reconocimiento, y serviría para probar a toda Europa el amor sincero que profeso a vuestra augusta persona, Y. que permanezco y permaneceré siempre fielmente adicto a V.M.I. y R.”
“Si logro este permiso tan vivamente deseado, podré llevar a mi retiro el recuerdo venturoso y consolador para mi alma, de haber en ocasión tan próspera y tan importante, gozado de las prerrogativas de príncipe francés; y este favor doblará el precio que doy a tan glorioso título.
Estad persuadido, señor, que durante mi vida entera apreciaré esta gracia como una prueba evidente de vuestra ternura y de vuestra solicitud paternal por mi persona. Aprovechará también para dar a conocer la franqueza y la sinceridad de mi conducta, para confirmar la buena opinión de que deseo gozar con V.M.I. y R. y para confundir a sus enemigos”.
Napoleón difundió la noticia, pero no le invitó: no deseaba ensuciar su boda con la presencia de un ser tan repugnante.
Agradecido, Fernando organizó dos días de fiesta en Valençay con motivo de la boda de Napoleón (15 y 16 de agosto de 1810). En la fachada del palacio se colocó una inscripción que decía “A SA MAJESTÉ L´EMPEREUR DES FRANÇAIS, ROI D´ITALIE, Á SON AUGUSTE ÉPOUSE MARIE-LOUISE, LES PRINCES D´ESPAGNE, FERDINAND, CHARLES, ANTOINE”. Durante los actos y ante la multitud, gritó “Vive l´Empereur, notre auguste souverain, vive l´imperatrice! En el banquete, Fernando, Carlos y el tío Antonio brindaron por Napoleón y María Luisa. Los tres regalaron relojes y objetos de plata a oficiales y soldados. Fernando, además, dotó a una joven que estaba a punto casarse con un militar retirado, prometió dar dos francos y medio a cada indigente del municipio y a vestir a ocho niños pobres en su primera comunión.
Al año siguiente también se celebró, el 9 de junio, el nacimiento del hijo de Napoleón. En esta ocasión se repartió comida y vino. Y Fernando dotó con 600 francos a una mujer pobre casada el día anterior con un militar retirado. Mientras en España se luchaba cada día contra Napoleón.
Después de la servil carta en que solicitaba inútilmente permiso para asistir a la boda de Napoleón, Fernando continuó deshonrándose. Así, mediante una carta fechada el 4 abril y dirigida a quien le custodiaba en Valençay (Monsieur de Berthemy), solicitó que Napoleón le nombrara hijo adoptivo: “Lo que ahora ocupa mi atención es para mí un objeto de mayor interés. Mi mayor deseo es ser hijo adoptivo de S. M. el Emperador, nuestro soberano. Yo me creo merecedor de esta adopción, que verdaderamente haría la felicidad de mi vida, tanto por mi amor y afecto a la sagrada persona de S. M., como por mi sumisión y entera obediencia a sus intenciones y deseos. Además, ansío por salir de Valençay, porque esta habitación, que por todos lados se nos presenta desagradable, por ningún título no es correspondiente. Me complazco en confiar la magnanimidad de conducta y en la generosa beneficencia que distingue a S.M.I. y R. y en creer que mi ardiente deseo se verá pronto cumplido”.
Habiendo fracasado el proyecto de entrar en la familia Bonaparte mediante la adopción, Fernando planeó hacerlo a través del matrimonio. Ya cuando conspiraba contra su padre, Fernando se había dirigido secretamente a Napoleón para solicitar el matrimonio con una de sus sobrinas, y conseguir así su apoyo para sus planes (creía que emparentar con una familia real era una oferta irresistible para un advenedizo). Como ha señalado Fernando la Parra, Fernando “no pud[o] mostrarse de manera más indigna en esta primera comunicación directa con Napoleón” [Fernando VII, p. 111]. Con inteligencia, Napoleón le recordó la traición, que eso es lo que había sido, cuando le presionaba para que renunciara al trono: “V.A. no está exento de faltas, basta para prueba la carta que me escribió y que siempre he querido olvidar. Siendo Rey algún día, V.A. sabrá cuán sagrados son los derechos al Trono. Cualquier paso de un Príncipe heredero cerca de un Soberano extranjero es criminal” (16 de abril de 1808; nótese que Napoleón no le reconocía la condición de rey y que empezaba a tratarle como un rebelde).

Ahora, en Valençay, volvió a solicitar emparentar con Napoleón mediante la siguiente carta, fechada el 3 de mayo de 1810:
«Señor: las cartas publicadas últimamente en el Moniteur han dado a conocer al mundo entero los sentimientos de perfecto amor de que estoy penetrado a favor de V.M.I. y R., y al propio tiempo mi vivo deseo de ser vuestro hijo adoptivo. La publicidad que V.M.I. se ha dignado dar a mis cartas me hace confiar que no desaprueba mis sentimientos, ni el deseo que he formado, y esta esperanza me colma de gozo.
Permitid, pues, Señor, que deposite en vuestro seno los sentimientos de mi corazón que, no vacilo en decirlo, es digno de pertenecemos por los lazos de la adopción. V.M.I. y R. se digne unir mi destino a los de una princesa francesa de su elección y cumplirá el más ardiente de mis votos. Con esta unión, a más de mi ventura personal, granjearé la dulce certidumbre de que toda la Europa se convencerá de mi inalterable respeto a la voluntad de V.M.I. y de que V.M. se digna pagar con algún retorno tan sinceros sentimientos.
Me atreveré a añadir que esta unión y la publicidad de mi dicha, que daré a conocer a la Europa, si V.M. lo permite, podrá ejercer una influencia saludable sobre el destino de las Españas y quitará a un pueblo ciego y furioso el pretexto de continuar cubriendo de sangre su patria en nombre de un príncipe, el primogénito de una antigua dinastía, que se ha convertido por un tratado solemne, por su propia elección, y por la más gloriosa de todas las adopciones, en príncipe francés e hijo de V.M.I. y R.
Me atrevo a esperar, Señor, que tan ardientes votos y un afecto tan absoluto tocarán el corazón magnánimo de V.M., y que se dignará hacerme partícipe de la suerte de cuántos V.M. ha hecho felices.
Señor, de V.M.I. y R., humilde y respetuosamente servidor.-
Fernando” (los subrayados son míos).
Nótese que Fernando no sentía vergüenza por la publicación de sus infames cartas. Al contrario, con su proverbial doblez, manifestaba orgullo, porque eso servía para que Napoleón ganara la guerra en España. Con ese fin condenaba a los que estaban luchando por él, ese pueblo ciego furioso. En este caso, Napoleón no dio publicidad a la carta. Tal vez estimó que tanta vileza resultaba increíble. O que se pensaría que la carta había sido arrancada a la fuerza.
Pese a sus fracasos, Fernando podía hallar consuelo pensando que se había ganado la confianza de Napoleón con sus iniciativas.
El comportamiento rastrero de Fernando en Valençay no se limitó a las cartas que escribía. También mostró una gran cobardía. Ya la había acreditado en noviembre de 1807, cuando se descubrió la conspiración de El Escorial y confesó inmediatamente, delatando a sus cómplices para conseguir el perdón de sus padres. Y luego, en abril de 1808, cuando no quiso escapar de la trampa que le había tendido Napoleón. Al llegar a Vitoria, el 13 de abril de 1808, y no tener noticia del paradero de Napoleón, debería haber comprendido que el Emperador le atraía a un trampa. Y si su inteligencia no alcanzaba para tanto, le habría bastado con atender a Urquijo, que se había desplazado desde Bilbao, para no cometer el error de cruzar la frontera (dos meses, después el ilustrado vasco no tenía problemas para ser el ministro principal de José I). Sin embargo, entonces aceptó viajar a Bayona para entrevistarse con Napoleón. Cuando el Emperador se enteró, no se lo podía creer: “¿Cómo? ¿Viene aquí? ¡Usted se equivoca; él me engaña! Eso no es posible”. Al difundirse en la ciudad los preparativos para la marcha, una multitud se concentró ante la residencia del rey para impedir que ocupara el vehículo que se había preparado para el viaje. El monarca agradeció el afecto de los vitorianos, pero ordenó que se disolvieran, pues la concentración podía degenerar en la falta de respeto a su persona. También les tranquilizó asegurando que su cita con “su aliado el emperador” tendría “las más felices consecuencias”. Probablemente, Fernando intuía que se hallaba ya preso de la guardia francesa que le custodiaba y no quería enfrentarse a esa realidad. Y es que el general Savary, que mandaba el destacamento francés que le escoltaba, había recibido la orden de Napoleón de que si fuera necesario llevara por la fuerza a Francia a Fernando, al que no se le reconocía como rey y podía ser considerado un rebelde contra su padre (también el mariscal Bessieres y Murat recibieron órdenes en ese sentido). Aun así, Fernando tuvo la oportunidad de escapar hasta el último momento. Primero camino de Irún, pues Savary no pudo acompañarlo, porque se le había averiado el coche. Después, en Irún, donde podía haber tomado un barco que lo llevara a un puerto seguro. Para eso contaba con el apoyo del duque Mahón-Crillón, comandante general de Guipúzcoa, y del general Arteaga, que le propuso marchar a Bilbao. Pero, probablemente, Fernando VII pensaba que el mayor peligro consistía en que tendría que ceder a Napoleón los territorios al norte del Ebro, precio que le parecía asumible a cambio del reconocimiento imperial, dada la situación.
Durante el confinamiento de Fernando en Valençay, hubo muchos proyectos para liberarlo. Fernando, “un cobarde despótico, un tigre con corazón de liebre”, como le definió Karl Marx [op. cit., p. 115], se negó siempre a correr ningún riesgo; su objetivo, como hemos comprobado, era ganarse la confianza de Napoleón. El plan más famoso e importante fue el proyectado por quien se hacía llamar barón de Kolli, un vividor francés que ni siquiera era noble. Este personaje se trasladó a Londres en enero de 1810 para conseguir el apoyo del gobierno británico, lo que consiguió. El plan era presentarse en Valençay como un comerciante de caballos, enseñar a Fernando un carta del rey británico, y otros documentos que garantizaban que no había ningún engaño, y huir con los caballos hasta la costa, donde les recogería un barco inglés, que les estaría esperando. Sin embargo, Kolli fue detenido en París el 24 de marzo. Tras la confesión del plan, Napoleón y su jefe de policía, Fouché, decidieron suplantar a Kolli y continuar la empresa, para comprobar el comportamiento de Fernando. Aunque el agente que suplantó a Kolli, que era el mismo que lo había descubierto, obró con torpeza, el resultado resultó satisfactorio. El falso Kolli cuando descubrió sus propósitos a Amézaga, entonces el hombre de confianza de Fernando VII, éste le denunció inmediatamente. Enterado Fernando, exigió el castigo para el espía y sus cómplices. Y reunido con la máxima autoridad francesa del palacio, Berthemy, le dijo: “Los ingleses han causado muchos males a la nación española y se sirven de mi nombre para hacer derramar la sangre, El ministerio inglés, seducido por la idea de que estoy aquí a pesar mío, y detenido por la violencia, me ha ofrecido el medio de salvarme. Me ha enviado un emisario que bajo pretexto de venderme objetos artísticos, no llevaba más fin que entregarme un mensaje del rey de Inglaterra”. Así lo comunicó Berthemy a Fouché, concluyendo que “el príncipe Fernando está animado del mejor espíritu, y persuadido de que sólo S.M. el emperador es su apoyo y mejor mentor”. La carta se publicó en Le Moniteur. Fernando consiguió que se le dejara alejarse algo más del palacio en sus paseos.
Hay un tercer capítulo en esta historia vergonzosa. Es el de las extorsiones a particulares e instituciones para conseguir dinero. Se produjo en 1813, cuando la mayor parte de España fue liberada y la crisis de las finanzas imperiales afectó a las cantidades de dinero que recibían Fernando, su hermano y su tío. Ya en 1812, Fernando había intentado infructuosamente obtener dos millones de pesos en Londres de los fondos de la Corona en Perú y Méjico (en ambos casos, se especificó que no era necesario firmar recibo alguno). En 1813, las condiciones permitieron centrar los intentos en España. Así, el 1 de agosto, cuando el ejército francés se estaba retirando (la batalla de Vitoria fue el 21 de junio), firmó varias cartas dirigidas a comerciantes en las que exigía grandes cantidades de dinero y secreto. También hacía advertencias, indicando que de la respuesta que siguiera a su petición “nos servirá de regla y modelo que más adelante debemos tener para con vuestras personas”.
Con las instituciones se mostró más exigente. A Álava, Guipúzcoa y Vizcaya exigió 1.400.000 reales; a Galicia y Asturias, 1.200.000; y a Navarra, 1.000.000. En todos los casos, justificó las exigencias con el razonamiento de que las victorias españolas, que celebraba, “han hecho que nos disminuyan los medios limitados que teníamos para cumplir con los deberes sagrados del honor y para conservar nuestro decoro y dignidad, y nos vemos precisados a reclamar vuestros recursos a las urgentes en que nos vemos”. Es un sarcasmo que considerara que su conducta ruin era consecuencia del cumplimiento de los deberes sagrados del honor, cuando sólo había colaborado con Napoleón. Y es execrable que pensara en esquilmar a unas poblaciones arruinadas por la guerra para sus lujos.
Para facilitar el éxito de los cobradores que envió, Fernando escribió, también el 1 de agosto, al duque del Infantado, que suponía que era el presidente de la Regencia, la máxima autoridad nacional en España, para que facilitara los cobros. En la carta, le acusaba del fracaso de las gestiones que había hecho en Londres el año anterior y le advirtió de que no toleraría que volviera a hacerlo. Además, como a los comerciantes, le avisó que la conducta que tuviera en este asunto “me guiará en mis disposiciones ulteriores” y destacaba que “cuando se te comuniquen mis Reales órdenes conocerás que si tengo un pueblo digno de mí. Yo lo soy de él, que he nacido para reinar sobre los Españoles y para gobernarlos y mandarlos por mí mismo […]. Tampoco olvides que a pesar de mi situación, mi Poder es el mismo, que nadie puede disminuirlo ni limitarlo”. Estaba claro que pretendía restablecer el absolutismo.
Egoísta entre los egoístas, Fernando siempre tuvo presente que la principal prioridad del Estado era satisfacer sus necesidades económicas. Así, cuando apenas había recursos, presionaba a los ministros para no le faltara el dinero. De su proceder, da cuenta la orden que remitió a Juan Manuel Grijalva, su último secretario personal, el 6 de enero de 1828, ante la llegada excepcional de una remesa de América:
“Está para llegar, como tú sabes, a Madrid la conducta del dinero de mi empréstito, y quiero que se coloque, por lo pronto, en el entresuelo de mi cuarto.
Ya ves que ver entrar en Madrid una conducta de dinero, y de América, en estos tiempos que está tan escaso, sería dar una campanada, mucho más viéndolo llegar a palacio, y cuando las viudas, los militares y todas las clases del Estado creen que es para pagarles (pues ya sabes lo que se habla), quisiera yo que entre Ballesteros, Hurtado y tú tratasen del modo de cómo había de entrar en Madrid y llevarlo a palacio sin que chocara y sin que metiera ruido, pues bueno es precaver todo; no creas que digo esto por tener algunos antecedentes; no tengo ninguno, pero porque no suceda algo. Respóndeme”.
Más adelante insistió: “Quiero que cuando el dinero llegue a Madrid entre por la puerta de hierro que está al lado de la de S. Vicente, por donde yo entro cuando vengo de incógnito”.
Fernando no tuvo éxito en sus extorsiones de 1813. Únicamente consiguió los cien mil reales pedidos a Crespo de Tejada, un comerciante de Madrid. En cambio, logró ocultar sus fechorías. Como el taimado que era, ya había preparado la coartada. Fernando tenía la costumbre de fechar las cartas comprometedoras, como declaró Duclerc, uno de los implicados en la trama de extorsión, en un día en el que hubiese estado en todo momento con el gobernador de palacio, para de esa manera “tachar los documentos como supuestos en caso de ser aprehendidos o reconvenido con ello”. El 1 de agosto de 1813 fue uno de esos días, pues Fernando estuvo toda la jornada rodeado de muchas personas, con motivo de la celebración de una victoria del ejército napoleónico en España (nótese hasta dónde llegaba su bellaquería, pues al mismo tiempo pretendía esquilmar a los vencidos). Regresado a España, negó la autenticidad de los documentos y echó la culpa a Amézaga, un logrero vizcaino que había caído en desgracia. Ordenó su detención y consiguió que le condenaran a muerte. En febrero de 1817, Amezaga se suicidó en la cárcel de la forma más extraña que conozco. Según un testigo, alguien “con pinzas le sacó de la sien derecha un cortaplumas, que tenía introducido, de siete dedos transversales de largo, incluso su cabo […] y recogió una piedra gruesa como de dos libras y media, ensangrentada”. Es decir, como contó Faustino Casamayor, cronista local, “se taladró la cabeza metiéndose en la sien derecha un agudo cortaplumas inglés que machacó fuertemente con una piedra hasta cinco veces, introduciéndolo todo con el cabo (mango) dentro de la cabeza”. La formidable hazaña demostraría que no hay imposible ni dolor que no puedan ser vencidos si se tiene fuerza de voluntad suficiente.
El desastre de la batalla de Leipzig (16 a 19 de octubre de 1813) provocó que a partir de entonces Napoleón tuviera que luchar por su supervivencia en inferioridad de condiciones. Para enfrentarse con los ejércitos que proyectaban invadir el norte de Francia, el Emperador necesitaba retirar las tropas que combatían en el sudoeste de Francia, invadido desde principios de octubre, y en España, donde la guerra estaba perdida. Con ese objetivo, y ante la imposibilidad de negociar con la Regencia española, Napoleón decidió devolver el trono a Fernando. Así, a mediados de noviembre llegó a Valençay el conde de La Forest, antiguo embajador francés en España, para negociar con Fernando un tratado de paz. Napoleón no sólo se comprometía a devolver la libertad a Fernando, sino también a apoyarle en sus pretensiones de restablecer el absolutismo. A cambio, pedía también la ruptura de la alianza española con el Reino Unido. Así se llegó al acuerdo llamado Tratado de Valençay, firmado por el conde de La Forest y el duque de San Carlos, en nombre de sus respectivos soberanos (aunque el texto lleva la fecha del 11 de diciembre, la firma se produjo tres días antes). Sin embargo, ese tratado no puso fin a los problemas de Napoleón; tampoco a los de Fernando. Las Cortes habían decretado que ningún acuerdo del príncipe en Francia tendría validez; y que Fernando no sería rey hasta jurar la Constitución. No hubo manera de que el ejército español dejara de combatir, pese al empeño que puso Fernando, que siguió felicitando a Napoleón por sus últimas victorias en la famosa campaña de invierno. Finalmente, el Emperador decidió devolver a España a Fernando, quien abandonó de incognito Valençay el 13 de marzo de 1814. El plan era que llegara a Barcelona, todavía en poder de Napoleón, y que allí quedara como rehén hasta la salida completa de las tropas de España. Pero la autoridad de Napoleón se desmoronaba, y el mariscal Suchet, encargado de que se cumpliera el plan del Emperador, entregó a Fernando al general Copons en Figueras el 24 de marzo. Hay indicios de un posible soborno al mariscal francés, relacionado con el título de duque de La Albufera, que le había sido otorgado por José I. Lo cierto es que éste contó que, al llegar a Perpiñán, Fernando lo trató “con distinción, le habló con respeto de sus campañas e incluso llegó a agradecerle la forma en que había hecho la guerra a sus pueblos”. En todo caso, ya era muy tarde para que Napoleón pudiera utilizar las tropas que tenía en el sur de Francia y España: el tratado de Fontainebleau se firmó el 11 de abril y el Emperador abdicó dos días después. Y lo cierto es que Fernando, que había recuperado la libertad por sus propios medios, no necesitaría la ayuda francesa para restaurar el absolutismo. Antes de que se cumpliera un mes de la abdicación de Napoleón, Fernando dio, sin problemas, un golpe de Estado el 10 de mayo, que le permitió volver a ser un rey absoluto, sin haber aprendido y olvidado nada.

Pese a su comportamiento completamente inmoral, Fernando regresó a España como se había marchado, siendo El Deseado, que es el sobrenombre con el que ha pasado a la historia, pese a que el alias más apropiado para semejante criminal es el de “rey felón”, que es como le gustaba llamarlo Claudio Sánchez-Albornoz. El regreso del traidor a España no pudo ser más triunfal. En las poblaciones que entraba, lo hacía en un carruaje tirado por lugareños que habían decidido comportarse como bestias. Esta forma de recibimiento continuó durante el resto de su vida. Y es que, pese al desastroso reinado, continuó siendo El Deseado, pues, como ha escrito Emilio La Parra, “Fernando siempre fue querido por la generalidad de sus súbditos [op. cit., p. 27]. En el inicio de la Edad Contemporánea, la población española comenzaba una incapacidad para la política que había de repetirse demasiadas veces y que todavía, hoy, no es un fenómeno del pasado
Antes de que te vayas…